Mal de escuela. Por Teresita Ávila

De modo que yo era un mal alumno. Cada anochecer de mi infancia, regresaba a casa perseguido por la escuela. Mis boletines hablaban de la reprobación de mis maestros. Cuando no era el último de la clase, era el penúltimo. Negado para la aritmética primero, para las matemáticas luego, profundamente disortográfico, reticente a la memorización de las fechas y a la localización de los puntos geográficos, incapaz de aprender lenguas extranjeras, con fama de perezoso (lecciones no sabidas, deberes no hechos), llevaba a casa unos resultados tan lamentables que no eran compensados por la música, ni por el deporte, ni, en definitiva, por actividad extraescolar alguna”.

Daniel Pennac, Mal de escuela

Mal de escuela

«Sesudos intelectuales han reflexionado y debatido acerca de las necesidades y objetivos que debe cubrir la escuela»

A escasas semanas de cerrar el curso escolar —para los que nos dedicamos a la enseñanza, el año comienza y termina en septiembre y junio— me encuentro en las redes con un vídeo del señor presidente, orgullosísimo —como es habitual en él—, donde se explaya a gusto: En España estamos impulsando una auténtica transformación de nuestro sistema educativo. Desde la reforma de la Ley de Educación Básica al sistema de Formación Profesional, a la modernización del sistema de ciencia, como también de las universidades. Instalado en su atalaya —cuyas vistas parecen ser inigualables, pues se divisa La tierra de Jauja, o la misma Utopía—, predice un futuro halagüeño en el que los frutos serán abundantes. No obstante, en un fugaz descenso a la realidad, concluye con un Nos queda muchísimo por hacer.

Habré de convenir en que tiene razón en parte de lo que le he escuchado en los minutos que ha durado su alocución. Otros que en el mundo han sido, años y siglos atrás, sesudos intelectuales, han reflexionado y debatido acerca de las necesidades y objetivos que debe cubrir la escuela. El desinterés y el fracaso conviven en nuestro devenir. No hay fórmula mágica, bien lo sabemos, porque todos hemos estado primero del lado de allá, antes de vernos en el de acá, experiencia que nos ha provisto de cierta idea, de la misma manera que a Pennac le sirvió para darle forma a su libro, si no en nosotros mismos, a nuestro alrededor. Concuerdo, asimismo, que una dotación suficiente de fondos contribuye notablemente a la mejora y resolución de problemas, pero la realidad de los centros públicos dista mucho del retrato ilusionado que se percibe. No voy a enumerar las penalidades relativas al frío y al calor. Ni los déficits en las instalaciones anticuadas, ni en las modernas siquiera, construidas por lo general ad maximam gloriam de algún político en campaña. El acento debe situarse en la materia humana, en los habitantes de las aulas, de los pasillos, de la biblioteca, con los que convivimos unos cuantos años, y que nos permite establecer alguna idea, más allá de lo estrictamente profesional.

Hace falta un muchacho

Tengo un recuerdo que se remonta a los tiempos de la infancia. Nueve o diez años acaso, no creo que más. Un libro titulado Hace falta un muchacho, escrito por Arturo Cuyás. Con toda seguridad, lo hojeé y me detuve en alguno de sus capítulos. Sin duda, ese libro llamó mi atención y me atrajo. Lo busqué en casa después, sin éxito, pero sé que lo tuve entre mis manos y permaneció anclado en mi memoria. El primer capítulo es un “llamamiento” en el que, a través de unos epígrafes, invitaba a los jóvenes lectores a quienes estaba destinado a que acometieran distintas tareas o sintieran la determinación necesaria para llevarlas a cabo. Podemos considerar a Cuyás como el primer coach educativo. Encontramos, así, los siguientes: Necesidad de prepararse en la lucha por la vida. -El hombre debe sobreponerse a las circunstancias. -El mundo es un gran taller donde hay trabajo para todos. -La humanidad es un poderoso ejército que avanza siempre. -Solo triunfa el hombre que lucha con fe y entusiasmo. -El irresistible “santo y seña”. Evidentemente, el poder de estas palabras resonó en esta que escribe. No sé si condicionaron mi elección posterior. Lo que puedo afirmar con rotundidad es que —por un motivo que se me escapa— fue clave:

“Este gran mundo te necesita.

¿Para qué?

Para que ocupes el puesto que te está destinado, que no será otro que el que tú mismo sepas procurarte con tu inteligencia, tu estudio y tu laboriosidad”.

La exactitud que habita en estas pocas líneas es difícilmente superable. La misión del héroe consiste en realizar su propio descubrimiento. Traspasar fronteras, asestar un golpe mortal a los dragones, encontrar el tesoro, dependerá —después de todo— de la tarea de inspeccionar en los adentros de cada uno. Bien mirado, tampoco sobran las palabras de aliento que, oportunamente, provienen de nuestro alrededor, sobre todo de los que nos quieren bien. En no pocas ocasiones, la baja autoestima, los rumbos que no encuentran brújula a la que recurrir para enderezarse, son consecuencia de la ausencia de dichas palabras de estímulo —pronunciadas o leídas, quién sabe—. Nada que ver, por tanto, con la doble transición que menciona el presidente, la digital y la ecológica.

En resumen, la esencia de todo es mostrar o hacerle comprender a aquel que más lo necesita su importancia, su existencia única y genuina. Que sea capaz de abrir su taller verdadero[1].

Los profesores que me salvaron – y que hicieron de mí un profesor – no estaban formados para hacerlo. No se preocuparon de los orígenes de mi incapacidad escolar. No perdieron el tiempo buscando sus causas ni tampoco sermoneándome. Eran adultos enfrentados a adolescentes en peligro. Se dijeron que era urgente. Se zambulleron. No lograron atraparme. Se zambulleron de nuevo, día tras día, más y más… Y acabaron sacándome de allí. Y a muchos otros conmigo. Literalmente, nos repescaron. Les debemos la vida”. (Daniel Pennac, Mal de escuela)

[1] En referencia a uno de los versos del poema «Alto jornal» de Claudio Rodríguez incluido en su obra Conjuros (1958)

 

Teresita A.

Mi nombre tiene una historia detrás. La culpa no fue del cha-cha-chá -como cantaba Jaime Urrutia- sino de un "accidente burocrático". Nací en Logroño y pasé mi adolescencia en un lugar de cuyo nombre siempre me acordaré. Mis banderas son el humor cervantino y la retranca de Miguel Delibes -a quien tuve el honor de conocer, ya que soy autora de un libro cuya fuente exclusiva es su obra: Fórmulas de tratamiento en la narrativa de Miguel Delibes-. Las vocaciones -al contrario que las casualidades- existen y se persiguen, como los sueños. Y los míos siempre tuvieron en el foco darle a la tecla y escribir. Además, ejerzo como profesora en un instituto vallisoletano.

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