
«Homenaje a los españoles que con sus cuerpos y sus almas participaron para forjar la grandeza de los Estados Unidos de América, esta tierra de hombres libres»
Hace unos días comentaba por carta, electrónica por supuesto, con un amigo profesor en los Estados Unidos, cómo al llegar cada 4 de julio, aniversario de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América se olvidaba por completo la ayuda española, tanto humana como económica. Un olvido que he tratado en diferentes intervenciones, tanto en YouTube como en programas radiofónicos.
Otro gran amigo tras hablar del tema conmigo y quedar convencido de la inestimable ayuda española se preguntaba cómo explicar que los norteamericanos pagaran nuestra ayuda, cien años después, arrebatándonos Cuba, Puerto Rico, las Filipinas.
Sobre esa interesante pregunta creo que hubo un conjunto de factores, por un lado el recelo anglosajón a todo lo que suponía lo católico frente a lo presbiteriano. Por otra parte mucho tuvo que ver la mala gestión española, desde un principio, de la relación con la naciente potencia mundial.
España en total declive no supo aprovechar esa relación y sacarle rendimiento frente al resto de estados europeos. A pesar de contar con insignes personajes como los Virreyes Revillagigedo y Gálvez, su tío el ministro José de Gálvez, el visitador de Indias, el propio Gálvez como gobernador de Luisiana y general victorioso de Pensacola, Carlos III y sus ministros y agentes como Miralles, ni Carlos IV, ni Fernando VI, ni Isabel II tuvieron la visión de conjunto necesaria para una política adecuada, exterior e interior, ni la talla personal y moral para acometer los retos de la entrada en la época contemporánea permaneciendo anclados en usos, costumbres y corruptelas ancladas en el Antiguo Régimen, y hoy día Cabrillo es considerado portugués en San Diego y hasta Colón es mirado en los EEUU como un italiano, ciudadano de un país que no existía en el siglo XV. Se ha perdido hasta tal punto la idea de España, la visión de conjunto, que ya no se adjetiva a esos grandes hombres con el gentilicio “español”, y ya sea explorador, investigador, ciclista o tenista, se le cita con el de su región.
El torpe y felón Fernando VII, intentó “engañar” a los americanos con la fraudulenta venta de la Florida, así no nos podían tomar en serio. No digamos nada de la indecisa y errática forma de gobierno del rey felón, que no estuvo a la altura del pueblo español, gobernando con una camarilla de amigotes de golferío nocturno entre los que se encontraba el aguador de la Fuente del Berro, entre otras lumbreras. Y mientras en la península se discutía sobre uniformidades, galas, plumeros, precedencias en los desfiles, nuestros soldados en Cuba y Filipinas andaban descalzos embarrados hasta las rodillas en la suciedad y humedad permanente con sus ropas pegadas durante semanas, comidos por los insectos, llenos de infecciones, con falta de alimentación y en el olvido de las élites comerciales que sólo buscaban la tajada que les cubriera el riñón.
Sin olvidar a la vieja nobleza, salvo contadas excepciones, que si antes participó con su sangre en la grandeza del Imperio ahora pagaba para que otro le sustituyera en el cumplimiento de las obligaciones militares. Quedaban ya lejos los soldados de los tercios educados mediante el ejemplo de aquellos nobles a pie, padres de nuestra mejor infantería, en el sentimiento de que si la espada enemiga tocaba su costado era como si tocara al propio rey. Fernando VII e Isabel II, de infausto recuerdo, fueron los reyes de aquel siglo de insensatas guerras civiles y de separatismo, en los que la sustitución y la redención en metálico habían prostituido la prestación del servicio militar como un señor soldado.

EEUU nos tomó la medida, vio que se podría apoderar de los restos del Imperio y así lo hizo, aunque no logró quedarse con Cuba, como era su objetivo, para controlar el mercado del azúcar. Tras la caída de Cuba se lanzó sobre el resto. Puerto Rico, Guam y Filipinas cayeron sin esfuerzo como un frágil castillo de naipes. Los que acusaban a España de traficante, avasalladora y colonialista, se cobraron su botín, y ahí queda la prueba, en su presencia en el rosario de islas caribeñas hoy en poder, de una u otra manera, de Inglaterra, Francia, Holanda o los propios Estados Unidos, lejos del cumplimiento de aquel grito de “América para los americanos”.

La presencia española quedó en el olvido y hoy sólo quedan, como mudo testigo, los nombres de vírgenes o santos que les fueron impuestos por aquellos intrépidos navegantes españoles que deben ser nuestro modelo, por su sacrificio y abnegación, y no los cantamañanas, nacidos, crecidos y alimentados al calor de la corruptela, que actualmente nos pastorean.
Como prueba de aquellos fabulosos soldados y jerarquías del glorioso pasado, que acuñaron la palabra “camaradería”, recordemos que, hallándose ya sacramentado, el gran Duque de Alba recibió la última visita del rey Felipe II en su lecho de muerte. El Duque al verle sacó fuerzas para incorporarse y le dijo:
«Señor, una cosa hay en mi vida de la que, en este postrer instante no siento remordimiento alguno, y es que nunca propuse a Vuestra Alteza, ni al Emperador vuestro augusto padre, hombre para cargo que no fuese el más suficiente que yo conociera, pospuesta toda afición a otros. A lo que el Monarca estrechando su mano le respondió: … Así es verdad, yo también, nunca he premiado la sangre heredada, sino la sangre vertida…»
… Ahí queda eso.
En fin, son materias que un gobernante debería conocer, y mucho más un rey. Alguien afirmó que si un príncipe debe saber y dominar algo es la Historia, el resto vendrá por añadidura. Por ello si llega el momento, Dios no lo quiera, que apareciera un rey que no hubiera leído ni un libro de historia, que no conociera, no dominara, ni fuera capaz de defender, frente a la ignorancia, la Historia de la que es depositario, guardián y transmisor, se convertiría, lamentablemente, en un gañán innecesario.

Pero volvamos al tema que nos ocupa pues conviene repasar un poco y regresar a los orígenes de ese gran país norteamericano.
Fueron españoles los que llegaron primero, exploraron, descubrieron tierras y costas, recorrieron ríos, praderas, bosques y desiertos. Reconocieron la costa Atlántica desde Florida hasta Terranova. Allí mirando hacia el oeste, en 1524 Esteban Gómez, quien había convencido al emperador Carlos I para que permitiera y financiara una expedición para encontrar el paso del Noroeste, escribió, indicando que no había ningún paso marítimo (el anhelado paso del noroeste), al sur de la entrada del río San Lorenzo en la Bahía del Chaleur, ACA NADA, sin saber que había bautizado la inmensidad de Canadá.
También exploraron el golfo de México, y las costas desde California hasta Alaska. Plantaron miles de topónimos con el santoral en la mano, levantaron mapas y cartas, describieron tierras, tribus y nuevos animales y plantas, llevando el caballo que entró por Florida con Menéndez de Avilés y por Nuevo México con Juan de Oñate. Los exploradores que llegaron después del siglo XVI y siguientes dieron sus primeros pasos orientados por mapas y diarios derroteros de los exploradores españoles.
Pedro Menéndez de Avilés abrió en La Florida la puerta da entrada a Norteamérica. Españoles erigieron en San Agustín la primera ciudad europea fundada en los actuales Estados Unidos. Allí se celebró la primera misa de Acción de Gracias acompañados por nativos, erigieron la primera alcaldía, escuela, iglesia, convento y misión, imprimieron los primeros libros y levantaron la primera fortaleza, que bautizaron con el nombre de San Marcos.
Por en suroeste Juan de Oñate, llevó el caballo, la acequia, la noria y la agricultura española que se fusionó con la local creándose un rico intercambio de doble dirección que no cesó para enriquecer al viejo y al nuevo continente. Allí se escribió y representó la primera obra de teatro, allí se escribió la primera obra épica norteamericana por Gaspar de Villagrá, primer hombre de leyes europeo en Norteamérica.
En San Agustín nació en 1566 el primer europeo Martín de Argüelles, hijo del sargento mayor del mismo nombre y de Leonor Morales. Medio siglo más tarde aparecieron los colonos ingleses.
A fines del siglo XVIII, parte del territorio actual de los Estados Unidos estaba habitado por colonos descendientes de ingleses que entraron en conflicto con la metrópolis y se levantaron en armas para lograr la independencia.
Los españoles de la Florida, Cuba, México y Puerto Rico, acudieron a la llamada de Carlos III para ayudar a los norteamericanos que luchaban por la independencia, dirigidos por Washington.
En tierras de las Trece Colonias norteamericanas había casas comerciales de españoles, tanto novohispanos como cubanos, que realizaban negocios y cuya moneda el peso duro español, el DÓLAR DE LOS PILARES, fue la primera moneda oficial y en circulación en la nueva nación, e inspiración del dólar norteamericano. Los españoles Juan Miralles y Eligio de la Puente formaron una red de agentes, mediante la cual las tropas de Washington conocían los movimientos ingleses, empleando como corredor libre de enemigos la Luisiana, en paralelo a las trece colonias, puesta a su disposición por los españoles, donde se encontraba Bernardo de Gálvez quien conocía las necesidades e intenciones del Ejército Continental y las trasmitían a España desde donde llegaban a Washington armas, equipo, y sobre todo millones de pesos duros de plata españoles…

Carlos III entró en guerra contra Inglaterra el 16 de junio de 1779, dispuesto a ayudar económica y militarmente a los norteamericanos de las trece colonias. Antes de la declaración de guerra España ya ayudaba a los norteamericanos a través de Bernardo de Gálvez. En 1777 Benjamín Franklin, representante norteamericano en Francia, pidió la ayuda secreta de España obteniendo 215 cañones de bronce; 4.000 tiendas; 13.000 granadas; 30.000 mosquetes, bayonetas, y uniformes; más de 50.000 balas de mosquete y 300.000 libras de pólvora. Franklin agradeció por carta al Conde de Aranda toda esta ayuda, de la que posteriormente recibió 12.000 mosquetes más enviados a Boston desde España. Además España dio casi dos millones de pesos de plata.
Las naves del comodoro norteamericano Alexander Guillon eran reparadas y artilladas en el Real Astillero de La Habana. El gobernador de Luisiana, Bernardo de Gálvez, y su hermano, José de Gálvez, estaban al tanto de todos los movimientos.
El plan de Gálvez era claro:
–Tomar el delta del Mississippi, para que los ingleses no pudieran moverse por el río y llevar refuerzos a sus tropas encerradas en el campo atrincherado de Yorktown;
–Controlar el Caribe, tomando las bases de la marina británica;
–Conquistar Pensacola y los puestos fortificados de los ingleses en el delta del Mississippi y tierra adentro hacia el norte, a lo largo del río.
–Fortalecer al Ejército Continental de Washington para facilitar su victoria.
En una serie de acciones resolutivas venció a los ingleses en Manchac, Panmure de Natchez, los puertos Thompson y Smith, Baton Rouge, Fort Charlotte y Mobila, tomó sus fuertes, y los desalojó completamente, al tiempo que aseguraba los pactos de alianza con las tribus indias de la zona, hostiles a los británicos.
Una vez tomado el delta del Mississippi y los fuertes, los ingleses de Yorktown no podían recibir refuerzos y tampoco atacar a Washington por la retaguardia.
Luego tomaría Pensacola, guarnición británica fortificada. En La Habana reunió las fuerzas. Tras un primer fracaso alistó rápidamente una segunda expedición. Allí embarcó las fuerzas regulares españolas, como el glorioso Guadalajara 20, del que se siente honrado quien escribe estas líneas por haber sido soldado del mismo antes de su supresión, acompañados del Regimiento Fijo de La Habana, el batallón de pardos y morenos, y tropas auxiliares.
La toma de Pensacola se realizó en dos meses, desde abril a mayo de 1781. Los británicos tuvieron unas 500 bajas, y los españoles alrededor de 200.
El general británico, John Campbell y el Almirante Chester, Capitán General y Gobernador de West Florida, se entregaron junto con sus 1.113 hombres y todas sus banderas, artillería y pertrechos, junto con más de 300 norteamericanos de Georgia que apoyaban a las fuerzas británicas, tomándose cinco buques de guerra ingleses.
Pensacola supuso el control español el golfo de México y privó a los ingleses de su base más poderosa, impidiendo lanzar ataques a Washington desde el sur.
A mediados de 1781, en vísperas de la batalla de Yorktown, librada de septiembre a octubre, Washington y su ejército se encontraban en condiciones deplorables con sus arcas vacías, los agricultores rehusaban suministrar alimentos por falta de pago y lo mismo ocurría con el armamento y la pólvora. De Grasse, tras fracasar en sus gestiones para recoger dinero en la francesa Santo Domingo fue a Cuba donde las autoridades y damas que vendieron sus joyas donaron 1.200.000 libras tornesas de plata.
Tras Yorktown, que no fue realmente la última batalla, sólo quedaba la base de Nassau, en Bahamas, por lo que una fuerza española procedente de La Habana, al mando de Cagigal, entró en el archipiélago y el 8 de mayo de 1782 tomó Nassau. Los ingleses lanzaron la escuadra de Rodney contra La Habana, pero la defensa de Cagigal frustró los intentos de desembarco.

El 3 de septiembre de 1783 terminó la Guerra de Independencia con la firma del Tratado de Versalles. Cada 4 de julio se recuerdan los hombres que llevaron adelante la heroica lucha por la libertad. Franklin, Washington, Adams, Jefferson, Jay, Madison, Paine y Hamilton. También vienen a la memoria Lafayette, Rochambeau, Tuffin, de Grasse, el polaco Kościuszko y el general prusiano Von Steuben.
En cambio no se mencionan o se miran de reojo a Bernardo de Gálvez, su hermano el ministro José de Gálvez, a Juan Manuel Cagigal o Francisco de Saavedra, soporte financiero de la independencia norteamericana, Luis de Unzaga y Amézaga, inventor del término Estados Unidos, o Juan Miralles, amigo personal de Washington, que junto con Juan José Eligio de la Puente desarrollaron labores informativas secretas y decisivas para la victoria.
A ellos hay que sumar los que cayeron en el delta del Mississippi, en Pensacola o en las Bahamas, y de allí remontarnos a los intrépidos exploradores, a los misioneros que llevaron la Palabra de Dios, a los que plantaron las primeras cruces y levantaron ciudades y pueblos, llevaron libros y leyes, conceptos y pensamientos, humanismo y filosofía.
Aquellos que fundaron ciudades dentro del sueño de un orden, mejoraron la anarquía urbanística medieval y plantaron el diseño mediante retícula, y mucho antes llevaron las imprentas, y a través de ellas difundieron los Studia Humanitatis, gramática, retórica, poética, historia y filosofía moral. Aquellos hombres, muchos de ellos religiosos, que estudiaron y conocieron las lenguas nativas teniendo en España auténticas escuelas de traductores e intérpretes.
Ellos también fueron Padres Fundadores, y el Día de la Declaración de Independencia merece que se les recuerde y con ellos a todos los que con sus cuerpos y sus almas participaron para forjar la grandeza de los Estados Unidos de América, esta tierra de hombres libres, para que no sean los grandes ausentes en la gloriosa fecha del 4 de julio.