
«Vergüenza y decadencia de un Imperio: En el tablero internacional la administración Biden constituye un talón de Aquiles de la hegemonía de occidente»
¿Qué queda de la hegemonía mundial de Estados Unidos? ¿Por qué se rinde la “primera potencia militar” del mundo ante un grupo de rústicos terroristas? ¿Hasta qué punto la posición estratégica y económica de Afganistán ha sido clave en el conflicto bélico? ¿Cuál es el incipiente papel de China en Oriente Medio?
Anticipándose al plazo, ya de por sí corto, dado por la administración Biden, EE.UU se retira de Afganistán con el rabo entre las piernas, demasiadas preguntas sin responder, y un sabor de amarga derrota. Un Estado, antes Imperio, que invierte 778.000 millones de dólares anualmente en Defensa, se rinde ante una fuerza de apenas 75.000 terroristas. Una guerra de más de 20 años, que ha supuesto la muerte de 2.465 solados americanos (y 34 soldados españoles en misión internacional) se cierra con una vergonzosa y apresurada retirada.
Lejos queda la gloriosa América de Eisenhower y del general McArthur, aquella América vencedora de la segunda guerra mundial que impuso sus reglas al mundo capitalista-democrático. Los valores fundamentales de Estados Unidos, promulgados al menos en el ámbito teórico: libertad, democracia, capitalismo e igualdad de oportunidades; flaquean en el siglo XXI y se postran ante su antinomia: el islam. El que había sido el enemigo público del mundo occidental desde el 11-S, cuyos valores son la antítesis del mundo desarrollado, ahora es un socio con el que negociar en igualdad de condiciones.
Amparados en una idea de venganza o reparación del orgullo nacional causado en los ataques terroristas del 11-S, los EE.UU se embarcaron en una lucha a 11.000 kilómetros de distancia de sus fronteras. Más allá del “casus belli”, la importancia cuantitativa y cualitativa de Afganistán en lo que a materias primas respecta, hizo que la guerra en Oriente Medio fuese algo atractivo y rentable para occidente. La sustanciosa posición de Afganistán en las rutas comerciales internaciones y su papel como exportador de drogas y armas, hicieron que la misión militar tuviera un apoyo creciente entre las esferas del mundo económico. Hasta ahora, ahora el paradigma ha cambiado. Ahora el “establishment” americano, y también el europeo, presenta al grupo talibán como dignos conquistadores de un territorio inestable. Los afganos “occidentalizados”, aquellos que, de una forma u otra, cambiaron la ley de la sharia por el paradigma democrático-liberal, son ahora daños colaterales de un Estado fallido. Un Estado (el Afganistán democrático) que ha sido abandonado a su suerte. En palabras del presidente Biden:
“Nuestra misión en Afganistán no debía tener el objetivo de construir una nación. No se suponía que fuera crear una democracia unificada y centralizada. Nuestro único interés nacional vital sigue siendo hoy el mismo de siempre: impedir que hay un atentado terrorista en nuestra patria estadounidense.”
No es necesario ser un observador excepcionalmente audaz para percatarse de que China, con su Partido Comunista al frente, se ha convertido en el nuevo Imperio que marca el ritmo de la política mundial. Pekín, o Beijing si se quiere, ha desplazado a Washington como capital del orbe, tanto en lo económico como en lo militar. Los cónclaves del partido comunista chino (como el congreso en 2017 en que se propuso convertir a China en líder mundial o la gran asamblea anual celebrada en mayo del 2020 en que se trató el tema Covid-19) deciden sobre el destino de la humanidad, y sus espurias influencias llegan hasta límites inimaginables. Apenas unos días después de la caída de Kabul, se hizo publico que China entablaría relaciones con el nuevo gobierno talibán y que apoyaba sin fisuras su programa islámico. El partido comunista ha fijado su apetito en Oriente Medio, y EE.UU se ha rendido ante tal aspiración. En un tablero internacional cada vez más liderado por el gigante asiático, la administración Biden constituye un talón de Aquiles de la hegemonía de occidente.