
«La idea de una disciplina de partido puede conducir a la del pensamiento único, tan común en los regímenes autoritarios»
Los que han tenido ocasión de ingresar en las filas de un partido político saben de las peculiares reglas que rigen estas asociaciones, aunque muchas veces ignoran lo que les espera si alguna vez disienten de lo que sus dirigentes (o más bien sus asesores) vienen a denominar «disciplina de partido». Y es que la conducción de la política a manos de los políticos es algo que todos asumimos alegremente, pero que tiene sus peligrosos riesgos. A diferencia de muchas profesiones, en la política no se exige cualificación profesional alguna para el desempeño de esta lucrativa ocupación, lo que en muchas ocasiones catapulta hasta las esferas de poder a auténticos ineptos e indocumentados, cuando no impresentables. Y lo más sangrante del caso es que estamos en manos de muchos de estos elementos que con sus nefastas decisiones tienen la capacidad de trastocar todo un sistema regido por verdaderos profesionales cualificados.
Tenemos sobrados ejemplos de esto en nuestro propio país: desde aquel ministro de la época socialista de Zapatero, que les decía en público a los gabachos que prefería el vino francés al español (siendo España primer productor y referente mundial en la calidad de esta espirituosa bebida), hasta su homólogo, este ignorante zopenco de nuestros días que al principio de su legislatura, en unas sorprendes declaraciones, infravaloró, por pura sandez, el impacto que en la economía tiene el turismo español, actividad que supuso en 2019 unos ingresos de más de 154.000 millones de euros (mucho más que el préstamo que han prometido a su jefe de filas los banqueros del norte para medio hacer frente a la crisis en la que nos han metido; rescate en toda regla que están soltando con cuentagotas y del que ya estamos pagando sobradamente sus intereses en forma de impuestos de todos los colores y sabores); pero no es esta la única metedura de pata de este patán, valga la redundancia; este osado mentecato ha tenido la gracia de decir recientemente, nada menos que en terreno enemigo, allí donde habitan esos tipos que tanto nos quieren desde hace siglos, los anglos, los urdidores y mantenedores de la Leyenda Negra Española, que la carne que expedimos (siendo como somos el segundo país en exportación a Europa) es de mala calidad porque proviene de animales estabulados (como si la que exportaran ellos viniera de apacibles bóvidos que pastan alegremente y en libertad en el idílico Edén del Cordero de Dios). A todo esto habría que añadir el empeño que ha puesto el muchacho en que no consumamos carne de nuestros ganaderos (pero puede que sí de la sintética, la del Bill Gates); o qué pensar de los casi 110.000 euros que se ha gastado de nuestros impuestos para promover una estúpida «Huelga de juguetes», una ocurrencia destinada, según él, a sensibilizar a la peña sobre la importancia del juego en el desarrollo de la infancia y el impacto negativo que tiene la publicidad sexista.
¿Se imagina usted la que podría liarnos un tipo así si en un arrebato de protagonismo, en nombre del pueblo español, se alineara con la postura de sus admirados rusos en la tensa situación prebélica que se está gestando con Ucrania?
La desgracia que padecemos aquí, a diferencia de lo que ocurre en otros lares de nuestro entorno europeo, es que ningún político tiene la decencia de dimitir por decir semejantes sandeces que perjudican seriamente la «marca España» (en la mosaica coyuntura política actual es todavía más improbable que el pieza que está dirigiendo la nación tenga los arrestos de cesarlo, porque ello podría llevarle a una moción de censura – similar a la que le aupó al poder – de sus socios comunistas, que podrían, por la vía rápida, desalojarlo de la Moncloa). Así que como petición personal a los Reyes Magos de Oriente para este año recién iniciado les pido un «comité de expertos» independiente formado por psicólogos, o mejor psiquiatras, que estudie en profundidad la salud mental de estos especímenes, puestos ahí por esos oscuros tipos que en la sombra dictan la disciplina de su partido, pero que nos pongamos como queramos hay que comérselos con patatas porque son los «elegidos por el pueblo».
«He llegado a la conclusión de que la política es demasiado seria para dejarla en manos de los políticos». Así se lamentaba, hace casi 80 años, el general Charles de Gaulle ante las nefastas decisiones políticas que ya por aquellas lejanas fechas tomaban algunos figuras de su país. Claro que esto lo decía cuando todavía estaba a cargo de las levas, y para enfatizar su convicción, cágate lorito, de que un militar dirigiría mucho mejor la nación (hay que reconocer que lo haría con más mano dura, pero dudo que la condujera con mayor eficiencia; a fin de cuentas es mucho presuponer que un experto en hacer la guerra deba suponérsele también conocimientos de hacienda, trabajo y economía social, sanidad, universidades, transformación digital, agricultura, cultura y deporte, pesca y alimentación, comercio y turismo, etc.). Pero, al igual que le sucedía al ilustre Groucho Marx, a nuestro gabacho debió durarle poco ese principio, pues cuando gozó de la más mínima oportunidad se metió precisamente a político, siendo elegido primer ministro de Francia en 1944, cuando la capital fue liberada por los aliados, hasta 1946.
A diferencia de lo que uno pudiera pensar, y citando textualmente a Giulio Andreotti, presidente del Consejo de Ministros de Italia entre 1972 y 1973, «no desgasta el poder, lo que desgasta es no tenerlo», por lo que quizá sea esa la razón última de la atracción fatal que ejerce sobre algunos individuos la política. Porque, a fin de cuentas, como acertadamente señalara Edmond Thiaudière, escritor y filósofo francés, «la política es el arte de disfrazar de interés general el interés particular», algo por lo demás bastante humano, pero muy alejado de lo que debería ser una cuestión de estado. En la misma línea se expresaba el escritor y periodista francés Louis Dumur, cuando decía que «la política es el arte de servirse de los hombres haciéndoles creer que se les sirve a ellos».
Así que para no tomar disgustos en vano y no apesadumbrarme porque mi voto resultó baldío, la próxima vez que me anime a perder parte mi valioso tiempo libre en esta actividad electoral perfectamente prescindible, daré carta de autenticidad al consejo de Bernard M. Baruch, financiero y asesor político estadounidense: «Vota a aquel que prometa menos. Será el que menos te decepcione».
A pesar de la veracidad de todas estas aseveraciones siempre subyace cierto cainismo social, con señas de identidad que son propias de cada lar, que puede tirar por tierra las expectativas políticas de estos individuos, algo que solo una ciencia acreditada como la psicología de masas puede explicar. Hay muchos ejemplos, pero pongamos uno solo que puede ser muy representativo. Winston Churchill, primer ministro del «Reino desUnido» entre 1940 y 1945, durante el periodo en que su país estuvo en guerra, y que gracias a su empeño (es decir, al derramamiento de sangre, sudor y lágrimas de muchos inocentes) no claudicó ante las hordas alemanas cuando lo tenía casi todo perdido, sufrió en sus carnes el amargo sabor de la ingratitud de sus conciudadanos cuando se presentó a primer ministro, recién acabada la contienda, y no salió reelegido: «La política es casi tan emocionante como la guerra y no menos peligrosa. En la guerra podemos morir una vez; en política, muchas veces», se lamentaba.
Aunque la decisión del pueblo siempre es soberana, y a veces impredecible (sobre todo si durante el periodo de reflexión electoral alguien comete un atentado tan atroz que hace cambiar la intención del voto), los partidos se han ido dotando de mecanismos correctores que impidan sorpresas internas, como la de que un diputado del partido pueda ejercer su voto libremente, ardid que se conoce con el nombre de «disciplina de partido». El incumplimiento lleva sanciones, como la expulsión del partido o la pérdida de su condición de edil o diputado por ese partido. Si se piensa con detenimiento, ¿habrá mayor aberración democrática que la de castigar a un representante que ha sido elegido por el pueblo solo porque no esté de acuerdo con la decisión que ha tomado su partido? Pues esta aparente contradicción probablemente sea debido, como decía Konrad Adenauer, primer canciller de la República Federal de Alemania y uno de los padres de Europa, a que «en política lo importante no es tener razón, sino que se la den a uno», en este caso al partido, aunque escape a todo sentido lógico e incluso atente contra el mayoritario bien común.
En la democracia más avanzada del mundo, los Estados Unidos, el Partido Demócrata y el Partido Republicano gozan de una laxa disciplina de partido que lleva a sus integrantes a votar frecuentemente en contra de los dictámenes de su propio partido. En el otro extremo están las inflexibles posturas que encarnan los regímenes comunistas, tan alegremente reverenciados por un respetable porcentaje de la población española. El actor ruso Boris Marshalov, cansado de ver allí siempre la misma trituradora del pensamiento único, se hacía la siguiente reflexión: «El Congreso es tan extraño. Un hombre se pone a hablar y no dice nada. Nadie le escucha…y después todo el mundo está en desacuerdo».
El juramento de admisión al Partido Comunista de China es uno de los ejemplos más representativos de la férrea disciplina de partido. El miembro que entra al partido tiene que proclamar solemnemente, y cumplir escrupulosamente, el compromiso, que dice:
«Tengo el deseo de unirme al Partido Comunista de China, defender el programa del Partido, observar las disposiciones de la Constitución del Partido, cumplir con los deberes de un miembro del Partido, cumplir las decisiones del Partido, observar estrictamente la disciplina del Partido, guardar los secretos del Partido, ser leal al Partido, trabajar duro, luchar por el comunismo a lo largo de mi vida, estar listo en todo momento para sacrificar todo por el Partido y el pueblo, y nunca traicionar al Partido».
Puede resultar llamativo la semejanza que existe entre este compromiso que proclaman los iniciados chinos de nuestros días y el juramento de lealtad que millones de alemanes dedicaron a su líder, en 1936, el cual los llevó a ser carne de cañón durante la Segunda Guerra Mundial, pero hay que entender que ambos sistemas totalitarios, el comunismo y el nacionalsocialismo, no dejan de ser dos caras de una misma moneda. El referido juramento de lealtad al Führer decía así:
«Juro por Dios este sagrado juramento, que yo debo obediencia incondicional al líder del Imperio y pueblo alemán, Adolf Hitler, comandante supremo de la Wehrmacht, y que como un valiente soldado estaré preparado en cada momento para defender este juramento con mi vida».
Los pactos «contra natura», como el acordado en el Ayuntamiento de Cartagena, en 2019, por ediles de un partido de derechas con otro de izquierdas están fuertemente castigados en nuestro país, porque los que dirigen algunos partidos les interesa mantener vivas las dos Españas que surgieron de la contienda civil, herida que todavía no se ha cerrado, y que nunca llegará a hacerlo, porque estos políticos que nos desgobiernan se valen de los sentimientos de la gente para conducirlos hacia su particular órbita de influencia demagógica.
El incumplimiento de lo que dicta el partido se demoniza con la expresión «transfuguismo». En una sociedad como la nuestra, los que parten el bacalao en los partidos políticos suelen aplicarles a los tránsfugas el correctivo de su expulsión, aun cuando conserven su escaño. Pero en los grandes regímenes (solo en apariencia) democráticos, como Rusia, China o Corea del Norte, la solución para estos díscolos es despacharlo al otro barrio por la vía rápida, que suele ser mediante el uso de sutiles armas de destrucción masiva o el más refinado ostracismo. El antiguo espía ruso Alexander Litvinenko fue envenenado por orden de Putin el 1 de noviembre de 2006 en Londres, donde estaba refugiado como exiliado político por irse de la lengua más de lo debido. Llevaron a cabo su ejecución con ayuda del efímero Polonio-210, una sustancia radiactiva que le echaron a su té en una céntrica residencia de la capital, el Millennium Hotel, en Mayfair. Este compuesto, inofensivo si se encuentra a una distancia prudencial del cuerpo humano, cuando ingresa en el interior del organismo lo bombardea inmisericordemente con sus potentes rayos alfa destruyendo su sistema inmunitario y todo lo que se pone por medio. Solo puede sintetizarse en un sofisticado laboratorio que cuente con los recursos propios de un estado. Veintidós largos días duró la agonía de la víctima, hasta que falleció. Más rápida fue la muerte del hermano del dictador norcoreano Kim Jong-un, asesinado por orden de su poderoso pariente en el aeropuerto de Kuala Lumpur mediante el rociado sobre su rostro de un spray que contenía un agente nervioso que te manda al otro mundo en pocos minutos: el agente VX. El chino Liu Xiaobo, premio Nobel de la Paz en 2010, y firme defensor de la libertad y los derechos humanos en China desde 1989, año en que se desató la matanza perpetrada por el gobierno en la Plaza de Tiananmén, fue encarcelado y conducido a un campo de trabajo (como uno más de los muchos miles de disidentes políticos que actualmente siguen su mismo destino) donde las duras condiciones de vida y la falta de cuidados le llevaron a un rápido empeoramiento de su salud, muriendo miserablemente sin la más mínima asistencia sanitaria.
Quizá necesitemos en España de un mayor número de transfuguistas, como la única diputada de Coalición Canaria que, en contra de la disciplina de su partido, tuvo los santos ovarios de dar su voto negativo a la investidura del candidato a presidente del Gobierno de la Nación por, según palabras textuales suyas, «arrodillarse ante el secesionismo» y pactar «con quienes quieren destruir España». Solo así se podría evitar que un redivivo Frente Popular, socialista y comunista, adobado además con las excrecencias nacionalistas, similar al que se formó en 1936, se geste de nuevo y desate en nuestra Sociedad del Bienestar una nueva Guerra Civil Española.
La idea de una disciplina de partido puede conducir a la del pensamiento único, tan común en los regímenes autoritarios, y tan peligroso en las sociedades democráticas. En realidad, en un Congreso de Diputados como el nuestro, constituido por 350 diputados, de todos sus miembros tan solo 16 son las voces autorizadas, las de los líderes de los partidos políticos, que imponen a sus correligionarios la disciplina del partido (igual consideración tienen también los 264 senadores). Entonces la inevitable pregunta que a uno le asalta es: ¿Por qué malgastar tan inútilmente con nuestros impuestos el sueldazo de los 334 inoperantes diputados restantes?
Excelente reflexión.
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