
«El reino de la política se convierte en una sutil forma de espectáculo. Obsérvese que las acciones políticas se convierten, por ello, en actuaciones»
Consideramos espectáculo, en el buen sentido del término, cualquier acción organizada, de contenido artístico, deportivo o de simple entretenimiento, que se realiza delante de un público numeroso para su solaz. Comprende situaciones tan varias como corridas de toros, carreras varias, desfiles, mítines políticos, teatro, cine, conciertos de música, encuentros deportivos, manifestaciones religiosas, fiestas populares de todo tipo, etc. Consta de dos elementos: los actores o participantes y el público espectador. Se trata de un fenómeno común a todas las culturas con un mínimo de organización. Su carácter universal se funda en que satisface el sentimiento de concurrir como parte de una multitud, más o menos, organizada. Se añade el gusto de los actores o participantes por sentirse reconocidos y admirados. El espectáculo implica diversas formas de aplauso o, eventualmente, de protesta o disgusto. Aunque pueda parecer extraño, el fútbol se ha convertido en muchos países (decididamente, en el nuestro) como la manifestación más ostensible del espectáculo.
Lo específico de nuestra cultura es que los espectáculos llegan a ser una necesidad para el vecindario, los actores y los organizadores. La prueba es que, recientemente, por mor de la pandemia del virus chino, se han tenido que suspender muchos espectáculos o hacerlos sin público presente, con aforos limitados. Es evidente el agobio que ha precipitado tal manquedad.
Es difícil precisar en qué consiste la satisfacción de presenciar ciertas ejecuciones meritorias junto a otras muchas personas. Se traduce en la sensación de formar parte de una masa; cuanto más numerosa, mejor. No está muy claro en qué consiste el gusto por lo gregario.
Los espectáculos se han dado en todas las sociedades, mínimamente, organizadas, pero, por alguna razón, en la nuestra resultan imprescindibles. Hoy, se puede advertir que los medios de comunicación permiten asistir, individualmente, a muchos espectáculos, como si uno pudiera estar en el lugar del acto colectivo. Empero, esos mismos medios son, también, un estímulo adicional para que las personas acudan, realmente, a juntarse con el resto del público. Otra novedad es que determinados sucesos programados (elecciones políticas, actos oficiales, rebajas comerciales, salida masiva en los fines de semana, etc.) acaben terminando en un indefectible tono de espectáculo. En ese caso, el placer está en verse juntos unos con otros, en sentirse multitud. Es una satisfacción gregaria: la de donde va Vicente, donde va la gente.
En algunos espectáculos deportivos, se puede añadir un renovado placer, cuando sirven para el propósito lúdico de hacer apuestas. Es decir, se corona con la satisfacción de ganar y, aún, la de perder. Se junta el deleite por un resultado azaroso con el mérito de los actores.
El reino de la política se convierte en una sutil forma de espectáculo. No es, solo, que los políticos debatan en un Parlamento, sino que acostumbramos a verlos sobre un escenario, detrás de un podio con micrófono. Las llamadas ruedas de prensa, las cumbres o conferencias de los altos dignatarios, se convierten en otros tantos sucesos espectaculares, servidos, además, a través de la radio o la tele. En tales casos, los actores remedan, literalmente, las figuras de las artes escénicas. Obsérvese que las acciones políticas se convierten, por ello, en actuaciones. Es una imagen dramatúrgica que se asimila, también, a los jueces en los litigios de diversas facturas. Son muy de estimar las películas en las que el argumento introduce un juicio ante un tribunal.
Los espectáculos de mayor éxito de público convierten a los actores en famosos. La fama equivale, hoy, a que el sujeto sea reconocido por un público amplio. Los medios de comunicación y, sobre todo, las redes sociales, han inaugurado un nuevo tipo de espectáculo virtual, en el que el público se forma, idealmente, en torno al receptor de cada individuo. Es un nuevo fenómeno que no sabemos, todavía, cómo calibrarlo.
© Amando de Miguel para Libertad Digital.