Conversaciones en el andamio: El mítico día 25. Por Francisco Gómez Valencia

Conversaciones en el andamio: El mítico día 25.

¿Papá cómo pasábamos antes el día de Navidad?

Pues mira hijo: las mañanas del 25 siempre fueron especiales. Hacía muchísimo frío, había casi siempre mucha nieve, tenía que estar “simpaticorro” con la familia política, la casa estaba echa unos zorros -pero como no era la mía me daba lo mismo-, y quedaba el tema de la comida.

Al principio -por el qué dirán-, me levantaba de los primeros y me mostraba activo preparando desayunos aunque lo del ritual satánico con la misa radiofónica me daba repelús. Recuerdo con cariño los míticos paseíllos de cuñaos hasta el pueblo de al lado para tomar el vermut, sabiendo de antemano que el bar estaría cerrado. El primer año me pillo con zapatos castellanos y una americana fina (en plan ejecutivo madrileño sin abrigo y con bufanda).

– Casi muero por gilipollas ¿sabes? Desde entonces fui equipado como para subir al puto Himalaya, “con un par de güebos”.

El tema era comprobar año tras año quien la seguía teniendo más larga; por eso aún siendo una pequeña e indescriptible prueba de resistencia, terminaba convirtiéndose en una competición “ultramegamaratoniana”. Suerte que mi insultante juventud y mi extraordinario estado de forma me permitía humillarlos pero poco, porque tu padre siempre ha sido un señor y ha respetado las canas y las calvas de los demás.

De vuelta y a mesa puesta (porque para eso y como debe ser, el sistema familiar era el matriarcado férreo), comenzábamos el educado festín con todo tipo de cubiertos y artilugios para no mancharse las manos (error). Nadie se movía -salvo el que firma la presente por despiste y falta de costumbre, y algún nuevo yerno fichado en el mercado de invierno-, hasta que se daba la correspondiente bendición católica, apostólica y creo que hasta romana, como pistoletazo de salida, aunque no me hagas mucho caso en lo de romana.

Superado el escollo de las cosas del espíritu, procedíamos a la bacanal. Llenar el buche con aquellas buenas viandas y el depósito con los magníficos caldos que sacaba el “cuñao” mayor de la cofradía, era increíble.

Así la pasábamos durante horas hasta que se empezaba a bajar el volumen al ver que las más veteranas -rendidas por la edad-, terminaban sosteniendo sus cabezas de manera profesional sobre el postre a menos de un centímetro sin liarla parda. La expectación del acontecimiento era singular y de las risas hasta alguna “se cagaba en la mar salada” al fastidiarla la siesta.

– ¡Anda y que te coma Ramón! Decía la mayor.

– ¿Yo dormida? “De nen”. Decía la pequeña…

Después: paseíto diplomático para bajar los excesos y las burbujas, y cada uno pa’su casa que eran tres horas y media más el puerto que a saber como estaría. Me acuerdo que siempre venías frito todo el camino.

– ¡Pero niño! Vaya: ya se ha quedado frito y yo como siempre hablando solo…

Feliz Navidad, y feliz día de Santa Belinda y Santa Belén.

Españistan 25|12|22

Francisco G. Valencia

Licenciado en Ciencias Políticas y Sociología por la Universidad Complutense de Madrid en 1994 por lo tanto, Politólogo de profesión. Colaboro como Analista Político en medios radiofónicos y como Articulista de Opinión Política en diversos medios de prensa digital. De ideología caótica aunque siempre inclinado a la diestra con tintes de católico cultural poco comprometido, siento especialmente como España se descompone ante mis ojos sin poder hacer nada y me rebelo ante mí mismo y me arranco a escribir y a hablar donde puedo y me dejan tratando de explicar de una forma fácil y pragmática porque suceden las cosas y como deberíamos cambiar, para frenar el desastre según lo aprendido históricamente gracias a la Ciencia Política... Aspirante a disidente profesional, incluso displicente y apático a veces ante la perfección demostrada por los demás. Ausente de empatía con la mala educación y la incultura mediática premeditada como forma de ejercer el poder, ante la cual práctico la pedagogía inductiva, en vez de el convencimiento deductivo para llegar al meollo del asunto, que es simple y llanamente hacer que no nos demos cuenta de nuestra absoluta idiotez, mientras que la aceptamos con resignación.

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