El asesinato a sangre fría, y retransmitido al mundo como infernal campaña publicitaria, del periodista James Foley supone la muerte número treinta y nueve de periodistas secuestrados en Siria por el terrorismo islámico. Una decapitación grabada en alta resolución que significa, y así muy sinceramente así lo espero, el principio del fin de los yihadistas del siglo XXI a los que la Casa Blanca ya ha definido como los protagonistas del horror que están mucho mas allá del infierno de las infamias contra el ser humano.
El asesinato ha reabierto la polémica sobre la ética del pago del rescate. El asesinato ha descubierto que la palabrería del asesino, con acento cockney londinense, es similar o al menos utiliza algunos de los mitos propagandísticos de una trasnochada izquierda europea que a la menor oportunidad suelta en el debate, incluso intrascendente, perlas ideológicas como la del mito urbano acerca de la mañana del 11-S y la ausencia de judíos en el Wordl Trade Center.
El asesinato en definitiva ha conseguido que la palabra guerra aflore sin miedo con todo el peso de su terrible necesidad. Porque aunque produzca vértigo manifestarlo negro sobre blanco, en la actualidad y tras el vil asesinato del periodista Foley, un servidor asume que cada uno de los bárbaros de ese ejército de terroristas debe morir en caso de no aceptar la rendición. Y lo pienso y por ello aquí lo dejo escrito, por el futuro de mi familia, porque quiero lo mejor para mis amigos, por el respeto al legado de mi cultura y civilización y porque, en definitiva necesito confiar en el ser humano.
Creí que nunca lo pensaría, por la barbarie que supone y por la muerte y dolor que acarrea. Pero la guerra con ISIS es necesaria. El asesinato a Foley no puede ni debe quedar impune.
Otros centenares o quizás miles han sido masacradas y por ellas el mundo dirige su mirada hacia otro sitio.