
“El comerciante que me vendió la plancha me dijo que había servido para estirar las sedas de bellas princesas en uno de los altos palacios de la ciudad”
La ciudad de Alepo en el norte de Siria, la más poblada antes de la guerra infinita, aparece tras un largo y pedregoso camino, allá en lo alto. Es como un gran castillo de los sueños que guarda tesoros inimaginables. Al cruzar sus puertas amuralladas, el visitante imagina que entra en ese baúl de los recuerdos en el que encontrará toda su lista de los objetos olvidados y las voluntades incumplidas. Allí además se comen los mejores pistachos del mundo.
El comerciante que me vendió la plancha me dijo que había servido para estirar las sedas de bellas princesas en uno de los altos palacios de la ciudad. A mi me recordó el magnífico cuadro de Picasso “La planchadora”. El que mejor refleja en la historia del arte ese cansancio infinito del trabajo de los negros recolectores de algodón y el duro esfuerzo de la mujer en el hogar. Un martinete sin agujetas que se transforma en un blues mítico y transmite la belleza azul con ritmo de las pinceladas. Me sirvió además para guardar dentro medio kilo de inimitables pistachos.