
Son tonos que suenan, que van ascendiendo, llegan al oído, se elevan al cielo, armonía numérica, celestial, que sobrepasa cualquier frontera.
Los planetas que bailan acompañado el concierto. Fuerzas gravitatorias, cuerdas que empujan sin verlo, desplazamientos que dudan en cómo hacerse y el tiempo, ese que a ti te envejece, sin tan siquiera notarlo hasta que al fin te das cuenta de lo que has estado haciendo.
Mundos convergentes, mundos paralelos, finalizando con un músico que llegó a encontrar la música en esas esferas, dándonos aviso de aquella manera, José Antonio Marín Ayala, así nos lo cuenta… Diciendo: “¡MÚSICA MAESTRO”. Por Mila Soyyo

¡Música maestro!
Supongo que para usted no supondrá ninguna novedad si le digo que el sonido de la cuerda una guitarra cuando se pulsa varía según se alargue o acorte cuando se presiona con los dedos a lo largo del traste. Se atribuye a Pitágoras, que floreció allá por el 500 a.C., este singular descubrimiento: la relación entre el tono de una nota musical y la longitud de la cuerda que lo produce, de tal manera que si se puntea una porción de cuerda pequeña la nota generada tiene un tono más agudo que si el tramo es mayor; y no solo eso, sino que los sonidos armoniosos, los que no desagradan a nuestro oído, forman razones numéricas simples entre números naturales.
Los sabios griegos basaban todas sus especulaciones en el razonamiento lógico que puede parir la mente humana, así que puede usted imaginar el horror que sintieron cuando descubrieron que la raíz cuadrada de 2 no podía expresarse mediante un número natural, ni siquiera con una fracción de ellos. Fue tal el golpe psicológico que recibieron que prohibieron bajo pena de muerte que revelaran al mundo la anomalía que representaba este número irracional.
Los pitagóricos dieron un paso más en sus elucubraciones aplicando la regla de medir matemática a todo lo tangible y visible, por alejado que estuviera de su alcance. Y así forjaron una teoría a la que llamaron «la armonía de las esferas», la idea de que el universo está gobernado según proporciones numéricas armoniosas y que el movimiento de los cuerpos celestes obedece, al igual que los sonidos de las cuerdas de una guitarra, a relaciones definidas.
Johannes Kepler, clérigo alemán, amén de matemático y astrónomo, allá por el 1600, tratando de encontrar estas armoniosas relaciones en el cielo aplicando la mentada «música celeste» halló no solo la distancia que hay entre planetas, sino también la velocidad con que se mueven por el espacio, lo que le llevó a enunciar una ley que se cumplía a rajatabla: la velocidad de un planeta aumenta cuando se acerca al Sol.
Pero aunque de forma sorprendente esta teoría musical se había revelado parcialmente cierta para establecer la distancia entre algunos planetas, para otros sencillamente no se cumplía. Incluso el bueno de Kepler se atrevió a decir que cada uno los cuerpos celestes emitiría una nota musical diferente, pero que por convivir con ellos desde que nacemos, nosotros los humanos habíamos perdido la capacidad de percibirlas. Para el místico Kepler, pues, los planetas formaban una suerte de coro celestial en el que los pesados Saturno y Júpiter representaban el papel de bajos; el belicoso Marte hacía de tenor; la Tierra y Venus de luminosos contraltos; y el agitado Mercurio encarnaba a una virtuosa soprano.
Pero una cosa era encontrar una relación matemática que explicara el espacio que separaba los planetas y otro por qué estaban a esa distancia definida, y sobre todo quién demonios los movía alrededor del astro rey. Las cabezas pensantes de la iglesia cristiana creyeron dar con la respuesta: serían los ángeles los que tiraban de los astros (supongo que, y esto no ha trascendido hasta nuestros días, debieron moverlos a empujones, aunque es más probable que se sirvieran de cuerdas para tal fin, de modo que al tirar de ellas con su vibración emitieran esas dulcísimas notas celestiales de las que los intelectuales hablaban). Es decir, la acción de los ángeles era tan necesaria para explicar todo este galimatías que seguían siendo ellos los que tirarían, en sentido literal, del carro planetario.
Pero entonces apareció en escena un genio que lanzó por los aires a los ángeles porteadores y sus cuerdas: Isaac Newton, el mayor científico que ha pisado la Tierra (inglés, por demás, raro como un perro verde; se dice que era un tanto misógino y bastante cobarde a la hora de discutir con otros sus ideas científicas; amén de que tenía sus particulares manías: en cierta ocasión que combatía a los ratones que habían «okupado» su casa puso delante de dos agujeros que había practicado en la misma pared, uno grande junto a otro más pequeño, sendos cepos para cazarlos. Preguntado por ello dijo con toda naturalidad que esperaba cazar a los pequeños cuando salieran por su correspondiente agujero y a los grandes cuando aparecieran por el otro). Newton demostró, en 1666, que la misteriosa fuerza que mueve los astros es la misma que hace caer una manzana de un árbol. Y si en una minúscula manzana no se veía por ningún lado la mano de ángel alguno, no había razón para pensar que estuvieran moviendo esas grandes masas celestes. A esta fuerza ignota la llamó gravedad, aunque no terminó de imaginarse cómo era posible que se manifestara a tan grandes distancias y de manera prácticamente instantánea.
Uno de los conceptos abstractos más fructíferos de la ciencia que ha servido para explicar algunas cosas que escapan al sentido común es la noción de «campo» (le ruego, loable leyente, que no confunda el término con estadio futbolero alguno, ni tan siquiera con el espacio físico donde desempeña su labor el humilde agricultor). Se dice que esta idea le vino al autodidacto inglés Michael Faraday cuando se hallaba remando plácidamente en un lago, allá por 1845. Observó que una cascada de agua formaba un bonito arcoíris que tan pronto desaparecía como volvía a aparecer de nuevo al compás de la caprichosa brisa que movía el agua. Entonces pensó que a lo mejor el arcoíris siempre estaba ahí, oculto, y que el agua y la luz solo servían para hacerlo visible. Con este mismo argumento pensó que de la misma manera un imán debía extender en el espacio una suerte de «campo magnético» que solo se haría visible cuando se esparcieran unas limaduras de hierro en sus proximidades, adquiriendo la forma característica de bucle que todos hemos recreado sobre un folio en el cole.
A similitud del campo magnético postulado por Faraday, los físicos imaginaron que los cuerpos celestes se atraían por la acción de un «campo gravitatorio», un género de fuerza invisible que se transmite uniformemente por el espacio, a similitud de como lo hacen las pequeñas olas que se generan cuando uno lanza una piedra en un estanque.
Llegados a este punto es preciso que recordemos las dimensiones espacio-temporales en las que nos movemos habitualmente en nuestra vida: derecha e izquierda; delante y detrás; arriba y abajo. Cuando usamos el navegador de nuestro móvil para desplazarnos precisamos tan solo tres de las mencionadas coordenadas: delante y detrás; derecha e izquierda; y el tiempo que vamos a tardar en llegar a nuestro destino. Ni siquiera nos informa de si estamos más arriba o más abajo.

A diferencia de las tres dimensiones espaciales, la cuarta no depende de nosotros y se escabulle constantemente sin poderla retener: el tiempo, ese gran enemigo por el que muchos darían cualquier cosa para detenerlo o revertir su implacable marcha hacia el futuro. ¿Cuántos no habrán soñado con pararlo a una determinada edad y vivir así eternamente? ¿O con rebobinarlo para viajar a un determinado periodo del pasado que uno desee? Pero parece ser que la flecha del tiempo va siempre hacia delante, y hasta hace bien poco se creía que el tiempo pasaba por igual para todo el mundo, aunque bien es cierto que a tenor del demacrado aspecto físico que algunos presentan a la vista, fruto de la alocada vida que llevan y para la corta edad que atesoran, da la sensación de que por ellos hubieran pasado varias décadas de golpe.
Corría el año del Señor de 1915 y un apacible funcionario alemán, empleado en una aburrida oficina de patentes suiza, ocupaba gran parte de su dilatado tiempo libre en darle vueltas al coco sobre la misteriosa fuerza de la gravedad (hay que tener en cuenta que en esta ocupación no se registran tan a menudo, como uno pudiera imaginar, artilugios nuevos), llegaba a la conclusión matemática de que la masa de un astro deforma el elástico espacio (como si de una sábana tensa se tratara y dejáramos caer encima una maciza bola) y que esa ondulación que provoca sirve de trayectoria para el lento orbitar de otros cuerpos celestes alrededor suyo.
Esta sorprendente teoría hacía, pues, relativo el espacio; pero, ¡ojo!, también el tiempo, de tal forma que el primero se podía encoger tanto más cuanto más deprisa se moviera uno; y asimismo las horas pasarían más lentas para este viajero que para otro que estuviera parado. Einstein también pronosticó que un reloj iría más despacio cuanto menor fuera la fuerza gravitatoria a la que estuviera sometido, algo sorprendente que se ha podido verificar en multitud de ocasiones hasta una escala milimétrica.
Aunque este postulado de Einstein tampoco aclaraba la naturaleza de esta fuerza, dio la pista a otros de por dónde podían ir los tiros. Para tratar de explicar las interacciones que se dan entre la radiación y las partículas (lo que le valió el Premio Nobel), Einstein se había valido del concepto de «cuanto», que viene a ser como un paquete de energía. Esto dio comienzo a un tipo nuevo de la física de lo muy pequeño, la Mecánica Cuántica, de la cual, a pesar de haber sido su promotor, renegó tiempo después de ella lo indecible. La tecnología derivada de esta teoría ha logrado grandes progresos para la humanidad: ahí están los chips electrónicos presentes en numerosos aparatos electrónicos y también en nuestros móviles, el navegador GPS, la tomografía computarizada, la resonancia magnética y el ordenador cuántico, por poner solo unos pocos ejemplos.

Los que desarrollaron esta nueva teoría explicaban ahora la interacción entre dos cuerpos como el resultado de un intercambio de partículas que, de algún modo, servía para mantenerlos unidos. En el caso de la gravitación, a esta escurridiza partícula se le llamó «gravitón», ente imaginario al que había que suponerle un peso tan ínfimo que resultaría prácticamente cero, carecería de carga eléctrica (por lo que es difícilmente detectable) y además ejercería su poder atractivo a través de millones de kilómetros. Pero esta solución de compromiso, que explicaba muy bien el comportamiento de la luz, la interacción electromagnética y las fuerzas que mantienen unidos los átomos, no convencía a los astrónomos en el caso de la gravitación. En un símil un tanto surrealista sería algo así como si dos patinadores se mantuvieran atraídos entre sí por medio de una pelota especial que uno lanzara al otro, y que el otro a su vez se la devolviera, de tal suerte que ambos permanecerían así indefinidamente orbitando.
Así que el paso lógico fue imaginar al gravitón no como una partícula, sino como una especie de cuerda que se extiende por el espacio. Esta «teoría de cuerdas» se debe a Jöel Scherk y John Henry Schwarz, que en 1974 publicaron un artículo en el que mostraban que una teoría basada en objetos unidimensionales o «cuerdas» en lugar de partículas puntuales podía describir mejor la fuerza gravitatoria. Así que, al fin y al cabo, la fuerza de atracción entre los astros, al igual que nuestros dos patinadores, se materializaría a través de una imaginaria cuerda que los mantendría equidistantes en su cortejo estelar; es decir que volveríamos al principio de esta historia de las cuerdas (pero sin los ángeles). Y para que cuadraran las cuentas matemáticas hubo que suponer que nuestro universo, en vez de tener tres coordenadas espaciales y una temporal, debía poseer seis dimensiones más compactadas e inobservables en la práctica (lo que introducía un importante elemento de fe para que esto fuera así…porque sí). Para que vea que esto último no es una conjetura mía, David Jonathan Gross, premio Nobel de física en 2004 por su trabajo sobre el «modelo estándar» y firme defensor de la teoría de cuerdas durante muchos años, tuvo que reconocer posteriormente que en la actualidad «no sabemos de qué estamos hablando» cuando se debate sobre la teoría de cuerdas.
Desde hace décadas, los científicos andan empeñados en fundir en una sola teoría lo muy pequeño con lo muy grande, es decir, unir la teoría cuántica con la de la gravedad. Para rizar un poco más el rizo se postuló para tal fin la «teoría de supercuerdas», también llamada «teoría unificada o teoría del todo», que explicaría el comportamiento de todas las partículas observadas, de las fuerzas fundamentales de la naturaleza y de los campos físicos, mediante la acción de vibraciones de delgadas cuerdas supersimétricas, las cuales se moverían en ¡diez dimensiones espaciales y una temporal! Algunos autores incluso postulan que la consistencia de la propia teoría requeriría de una estructura espacio-temporal de ¡26 dimensiones!
A este enredo habría que añadirle que, según la mecánica cuántica, el solo hecho de mirar nuestro mundo provoca una modificación sutil que puede tener consecuencias en su evolución futura. Algunos le sacaron tal punta a esta teoría que llegaron a postular que el mundo real que nos sustenta probablemente sea una ilusión, pues el solo hecho de contemplarlo lo modifica sustancialmente, tanto que poco o nada se parecería al actual si no hubiera habido influencia observadora viviente alguna sobre él. Puestas así las cosas, los científicos predicen ahora la existencia de infinitos universos (multiversos), paralelos e interconectados al nuestro que difieren entre sí, como si no nos bastara para su comprensión el enorme y desconocido en el que vivimos. Así que tal vez, como dijera Pedro Calderón de la Barca, nuestra vida y, por ende, nuestro mundo, sea en realidad un sueño.
Lee Smolin, físico teórico de nuestros días especializado en el estudio de la gravedad cuántica, la cosmología y la teoría cuántica, ante los derroteros que está tomando todo este asunto de las cuerdas dice que «si los teóricos de cuerdas se equivocan no pueden equivocarse solo un poco. Si las nuevas dimensiones y las simetrías no existen consideraremos a los teóricos de cuerdas unos de los mayores fracasados de la ciencia (…). Su historia constituirá una leyenda moral de cómo no hacer ciencia, de cómo no permitir que se sobrepasen tanto los límites, hasta el punto de convertir la conjetura teórica en fantasía».
Aunque, pensándolo bien, para poder explicar de manera convincente también las distancias astrales alguien debería haberle puesto música a esta contemporánea visión gravitatoria, ¿no? Si acaso cree usted que el ser humano se ha olvidado de ello se equivoca; en 2008, el músico Mike Oldfield lanzó su «Music of the Spheres», un álbum que reivindica los sonidos de los astros; pero no crea en modo alguno que son notas monocordes, como imaginaron los antiguos pensadores, sino que gozan de una amplia y variada orquestación armónica, como corresponde a la actual música «space rock».
Bonita presentación por parte de Mila.
Bonito viaje de mano de Jose Antonio.
Sea como fuere….. la música está aquí.
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