Ponga un mentor en su vida. Por José Antonio Marín Ayala

Ponga un mentor en su vida.

«Es posible que usted haya tenido la fortuna de cruzarse en su camino con una suerte de guía, consejero o preceptor; en definitiva, un mentor»

Quizá se cuente usted, fiel leyente, entre esas personas que no tienen nada que deberle a nadie en la vida, que todo lo que han conseguido ha sido con su único esfuerzo, ingenio y motivación. Pero es posible también que sea usted uno de esos que ha tenido la fortuna de cruzarse en su camino una suerte de guía, consejero o preceptor; en definitiva, un mentor que de manera desinteresada le estimuló lo suficiente para conseguir algunas de sus metas en la vida. Decía el escritor y filósofo canadiense Bob Proctor que «un mentor es alguien que percibe más talento y capacidad de lo que ves en ti mismo y te ayuda a sacarlos». Y para no divagar más teorizando sobre este asunto me va a permitir que me tome la licencia de contarle sucintamente los mentores que durante mi vida he tenido, eliminando deliberadamente de la ecuación los guías espirituales y filosóficos de otros tiempos; y como dicen que es de bien nacido ser agradecido, vaya por delante el reconocimiento que les debo por todo el bien que han hecho por mí.

El mentor literario que me alienta en tareas tan aparentemente sencillas como la de poner sobre un papel en blanco las letras que ahora escribo para que, ordenadas en frases, el texto en su conjunto cobre cierto sentido y usted pueda pensar, tras leerlo, que ha sido interesante y no ha perdido en vano su preciado tiempo se llama Bartolomé Marcos Carrillo, catedrático ya jubilado de Lengua Española y Castellana, amigo y paisano además, al que conozco desde hace casi cuatro décadas y del que me impregno de la elegancia que tiene en el arte escribir cuando lo plasma en los interesantes artículos que publica en una revista local. Mantenemos una fecunda relación epistolar cuyos frutos son algunos de los artículos que tan gentilmente me publica don Manuel Artero en su prestigiosa revista La Paseata. En este semanario Bartolomé saca a veces a pasear los sabrosos diálogos perrunos de dos redivivos Cipión y Berganza, los famosos canes protagonistas del «Coloquio de los perros», de Cervantes. Un modesto servidor asume el papel de Cipión y mi mentor el de Berganza. A veces se suma a los diálogos caninos el temible perro de Baskerville, que fiel al original pone el contrapunto tétrico que requiere la ocasión.

Los mentores también han marcado mi vida profesional de bombero. Allá por 1972 tenía yo tan solo doce añitos. Y recuerdo bien esa fecha porque fue cuando recibí el incandescente flechazo de un Bomberil Cupido cuya saeta se me quedó clavada durante mi turbulenta, en romances, adolescencia y mi más serena juventud, hasta sacar esa espina clavada de mi ser cuando se vieron culminados mis deseos, doce años más tarde, de ser bombero. La historia de este romance tiene su miga.

Corría el año de nuestro señor de 1970 cuando Antonio Peñalver Gil, apodado entre sus conciudadanos por «El Largo» y a la sazón jefe de bomberos y ex policía, por imperativa iniciativa del Gobernador Civil de Murcia, del que era muy amigo, creaba en el pueblo donde servía su noble ministerio bomberil una suerte de Policía Infantil de Tráfico, agrupación pionera en España cuyo cometido era inocular en la población, y especialmente entre los más jóvenes, la educación vial en España. Por aquellas lejanas fechas, la carretera nacional que unía Murcia con Madrid pasaba por el centro urbano de la villa, y eran no pocos los viajeros que quedaban gratamente sorprendidos de ver a aquellos adolescentes regulando el tráfico rodado como si fueran profesionales. Con sus casi dos metros de alzada, la imponente figura del Largo, emergiendo por entre las cabezas de aquellos ilusionados adolescentes uniformados con la camiseta y el pantalón de la OJE y luciendo un inmaculado casco blanco de guardia urbano complementado con los manguitos y guantes de la misma tonalidad, supervisaba la regulación del tráfico que aquellos impúberes infantes ejercían ante la atenta mirada de los viandantes. No se trataba en modo alguno de hacerle una competencia desleal a la por entonces Policía Municipal; la parca presencia de semáforos en la villa y el más escaso número de agentes uniformados agradecía cualquier mano de obra que se echara, en este sentido de organización vial, a los abnegados policías municipales. Ese proyecto, nacido para inducir en la sociedad de entonces una forma de respeto y urbanidad vial, tuvo una trayectoria corta, apenas duró un par de años, pero sus enseñanzas calaron hondamente en muchos de sus integrantes, entre los que se incluye un servidor, que formó parte de aquel grupo. Y no fue tanto saber regular el tráfico la recompensa que recibí de aquella experiencia, sino más bien el escenario donde se llevaba a cabo la instrucción previa: el antiguo parque de bomberos. Allí fue donde por vez primera aspiré la embrujadora esencia de la bombería, briosa como la sensación que da al paladar y al olfato el vino viejo.

El antiguo cuartel albergaba un impresionante Comet en cuyas salidas de agua de su robusta bomba lucían racores de un deslumbrante bronce. Aquel santuario bomberil era mi refugio a la salida del colegio y el Largo mi mentor. Era el único bombero que por aquellas lejanas fechas había, por lo que puede usted intuir cuál era su turno de trabajo: estaba a todas horas en el parque. Creo que su mujer se cansó de su vocación a tiempo completo, y es probable que fuera esa la causa de su separación.

Gastándose el dinero de su peculio, el Largo se proveyó de manuales de bomberos que aquí, en España, simplemente no existían. Recuerdo que entre sus pertenencias figuraba uno muy antiguo con las tapas amarillentas escrito en francés y otro voluminoso ejemplar editado en México.

No sé si sabe usted que, a diferencia de muchas otras profesiones, no existe a día de hoy una carrera en la que un joven pueda estudiar para ser bombero. Existen solo oposiciones a bombero, donde la titulación académica exigida se limita como mucho al título de Bachiller. Pero, eso sí, las pruebas para superar esta singular oposición son de las más duras para acceder a la administración pública. Y como es este un asunto reservado a las entidades locales y autonómicas, cada administración, a su manera, se las ingenia para que las suyas sean las más exigentes de todas. Unas lesivas, e incompatibles entre sí, pruebas físicas, que algunas de ellas marcarían registros atléticos de primera, son la estrella en este tipo de selección. Se complementan con las de carácter psicotécnico, de personalidad, de matemáticas y de desarrollo escrito, aunque pueden ser también tipo test u oral, extraídas de un temario general y de otro específico sobre asuntos que serán después la base de una formación profesional en la academia. De entre las tres fórmulas contempladas en la ley para llevar a cabo esta escabechina, es decir, el concurso, el concurso oposición o la oposición libre, muchas administraciones eligen la más dramática, la tercera, de modo que el que no queda entre las plazas convocadas no adquiere ningún derecho la próxima vez. Es como una suerte de carrera de atletismo, en la que solo suben al podio los vencedores.

Los opositores se sirven del sistema «boca a oído» que divulgan los profesionales ante la inminencia de una oposición, y muchos de ellos orientan su preparación sirviéndose de esta suerte de hermandad bomberil. Y mi mentor en este sentido, el que me preparó para entrar en el mundo bomberil, fue mi amigo del alma José Luis Rojas Martínez, un emérito matafuegos que durante 40 años de servicio en primera línea de fuego dio cumplida cuenta de su lealtad a la noble institución.

Si se tiene la fortuna de conseguir este primer objetivo (porque la suerte también influye, de tal manera que tienes que intentar hacerlo mejor que nadie y que los que van mejor preparados que tú ese día fallen), el siguiente reto es afrontar el día a día de la profesión, pues cuando un novato arriba al noble oficio de la bombería son muchas las dudas que le asaltan sobre cómo obrar con la debida diligencia, cautela y soltura ante las variopintas emergencias en las que se verá envuelto. Por ello cobra especial importancia la figura del veterano, que suele ser el que te ayuda en esta tan a veces ingrata e insalubre tarea.

Aquellos que me conocen saben que soy un devoto aficionado a la ciencia, aunque no desdeño la Historia y las cosas que pueden tener su trascendencia, es decir, todo lo relacionado con las Humanidades. Cuando yo comenzaba mi andadura profesional, en los inicios de los 80, eran pocas las publicaciones bomberiles en el campo de las intervenciones con sustancias peligrosas (el verdadero coco para muchos matafuegos, antes y también ahora) donde poder saciar con conocimientos técnicos una mente errabunda como la mía. Una fuente muy especializada y voluminosa era el «Manual de Protección contra Incendios», de la NFPA, el organismo norteamericano más afamado del mundo bomberil, el «Libro Gordo de Petete» como lo conocíamos los matafuegos murcianos. Me fui derecho a Madrid, a la editorial Mapfre, a comprar un ejemplar de la 16° edición que había sido recientemente publicada, tocho de más de 2200 páginas, tamaño A4 y en papel tipo Biblia, que me costó la friolera de 50.000 pesetas de entonces, más de 300 euros de los de ahora. Pero los contenidos de esta publicación yanqui se alejaban bastante de la realidad hispana, así que mi libro de referencia fue siempre el «Manual de prevención del riesgo en el transporte de mercancías peligrosas», que había caído en mis manos allá por el 84. Su autor, José Luis Mañas Lahoz, era ya por entonces una eminencia en este y en otros muchos campos de la ingeniería industrial contra incendios en España; un servidor, en cambio, no era más que un joven deseoso de bucear en estas cuestiones específicas desconocidas por entonces por mí, así que con el tiempo me convertí en un devoto seguidor de sus numerosas publicaciones, aun cuando no lo conociera personalmente.

Para engrandecer aún más su figura, Mañas Lahoz fue quien elaboró el informe del accidente más trágico acontecido en España con mercancías peligrosas por carretera, siniestro provocado por la explosión de una cisterna de propileno acaecido en julio de 1978 a la altura del camping Los Alfaques, en el término de San Carles de la Rápita, y que se cobró la vida de 243 personas que en esos momentos disfrutaban de su merecido descanso vacacional. Las conclusiones recogidas en su informe provocaron un cambio decisivo en la normativa que regulaba por entonces la seguridad de este tipo de transporte en España, haciéndolo desde entonces mucho más seguro. La inquietud que despertó en mí los trabajos de mi mentor me arrastró, de manera un tanto ingenua, a cursar estudios de Química en la Universidad de Murcia con el único afán de entender mejor el complejo mundo del riesgo químico en el que con tanta destreza se desenvolvía José Luis Mañas. Un profesional del combate contra el fuego, como era mi caso, que por aquellas lejanas fechas contaba ya con 27 tacos a sus espaldas y con su primer retoño recién nacido (luego llegarían tres más) que precisaba de los cuidados paternos, inmerso en el ambiente típicamente universitario compartiendo campus y aula con adolescentes era algo que, francamente, llamaba la atención a cualquiera, tanto a alumnos como a profesores. Algún estudiante me confesaba sin tapujos que yo debía estar poco menos que pirado, porque teniendo un oficio tan bonito y tan difícil de conseguir, que muchos de ellos hubiesen querido para sí, ir todos los días a clase a cursar una carrera universitaria tan compleja como la de química (de las pocas que no contaba con numerus clausus) era poco menos que irracional e incomprensible; no en vano, alguno me reconoció abiertamente que estaba estudiando allí por narices, porque así lo habían querido sus padres. Pero lo mío era plenamente vocacional, por lo que cuando acababan las clases me iba derecho a los desiertos despachos donde esperaban pacientemente los profesores durante sus horas de tutorías, prestos a solucionar las dudas que pudieran albergar en sus molleras los alumnos. Pero la cruda realidad es que por aquellas dependencias no se dejaba ver ni El Tato, tan solo un servidor. Así que yo era un bicho raro para mis compañeros de clase y una agradable compañía para unos incomprendidos tutores. Nutría por entonces de saber a mis insaciables neuronas el contenido de revistas científicas americanas y francesas traducidas al español, lo que motivaba interesantes intercambios de opinión con mis profesores.

Cierta mañana que estaba yo en el campus un bisoño estudiante que no conocía de nada se me acercó y me preguntó: – ¿Acaso no serás tú el famoso bombero del que tanto habla el Ruipérez en clase? Como puede usted imaginar me puse rojo como un tomate, pues siempre fue intención mía pasar desapercibido ante aquella chiquillería estudiantil. Resulta que el tal Ruipérez impartía una asignatura que se caracterizaba por repartir suspensos a porrillo, porque además de la dificultad que entrañaba la materia su titular tenía un singular método de evaluación que yo llamaba «la llave de la cerradura que abre la puerta». En sus exámenes ponía como aperitivo diez preguntas cortas (la llave de la cerradura) que se correspondían, una a una, con otras tantas que había luego que desarrollar con amplitud (la puerta que te abría la posibilidad de corregir del examen). Cuando se disponía a corregir los exámenes comenzaba por las cortas (el principio físico del mínimo esfuerzo). Si no tenías ni zorra idea de cómo contestarlas o estaban mal nuestro enseñante no se molestaba en leer las largas que relacionadas con ellas, con lo que el resultado de la evaluación resultaba a menudo sumamente catastrófico para el estudiante. Esa asignatura en particular, la de Química Física, no se me daba mal, pero nunca sospeché que yo pudiera servir de ariete contra los indefensos compañeros míos. En uno de los exámenes obtuve un 9.5 sobre 10, lo que hizo que el tal Ruipérez fuera aireando mi examen por doquier y sacándole los colores a la peña. «¿No les da vergüenza que un estudiante, compañero suyo, con un oficio y una carga familiar a sus espaldas obtenga mejores notas que ustedes?», parece ser que decía a espaldas mías el Ruipérez en clase.

Este profesor tenía una peculiar forma de impartir sus clases. Empezaba escribiendo en un extremo de la amplia pizarra que cubría toda la pared una fórmula tras otra, y cuando ya no le quedaba espacio material borraba todo y continuaba. Había que darse mucha prisa en copiar para no perder el hilo de tan vasto conjunto de guarismos, de manera que quedaran recogidos en la libreta para su posterior traducción. Tras media hora de garrapatear con la tiza daba por fin terminada su obra y explicaba lo que significaba todo aquel galimatías. Y lo que realmente nutría de algo de humanidad aquel condensado infumable de guarismos era la breve reseña biográfica que Ruipérez hacía del autor de aquella parrafada, incluidas las anécdotas sobre su vida.

Cuando tras tres años de carrera vi que aquellas enseñanzas químicas tomaban los tintes sombríos propios de una profesión al uso decidí darme el piro y seguir con mi oficio de bombero llevándome, eso sí, todo lo que recibí bajo el brazo. De Ruipérez heredé, siendo después instructor bomberil, su forma de transmitir conocimiento a los alumnos: combinando el rigor científico de un invento o un descubrimiento con el lado humano e histórico de su autor o autores.

Salvando los incendios, salvamentos y otras penalidades propias de la profesión los años transcurrieron felizmente en mi faceta de instructor de riesgo químico para bomberos cuando veinte años más tarde, en 2011, ocurrió un fenómeno explosivo un tanto singular. Resultó que una cisterna de gas natural licuado había explotado en una autovía sita en la demarcación de Zarzalico, un paraje situado en el término de Lorca, Murcia. Como puede usted sospechar no explotan las cisternas así como así todos los días, por lo que me interesé por el asunto. Hacía diez años que había recibido un curso de formación en este campo. El ponente había afirmado categóricamente que las cisternas de gas natural no podían dar lugar a fenómenos explosivos por la sencilla razón de que el gas licuado se transporta a muy baja temperatura, a – 160°C, y antes de que la sobrepresión interior pudiera desatar tan intempestiva reacción la cisterna la liberaría antes por sus válvulas de alivio; o incluso, llegado el caso, la propia cisterna se haría cisco con el calor, perdiendo con ello la contención que se precisa para proyectar continente y contenido con violencia. Consulté mi libro de cabecera, el de Mañas Lahoz, y no hallé nada que explicara aquel comportamiento tan violento, quizá porque este combustible, el gas natural, era de reciente comercialización en España y es probable que no hubiera tenido todavía ocasión de estudiar sus riesgos. En publicaciones más actuales fuera de España hallé opiniones de expertos que decían que el gas natural licuado era tan inofensivo que hasta podía llevarse en el bolsillo, como el butano acompaña a los mecheros (incluso encontré un vídeo por internet donde un tipo echaba un chorrito de él, como si de un alimento se tratara, en una pecera rebosante de vida; y en otro se veía a otro individuo que se echaba un trago de gas licuado con agua al coleto, como si fuera un chupito de orujo).

Tuvo a bien la Providencia que contara con el apoyo incondicional de dos compañeros de profesión, dos mentes inquietas como la mía en este campo del riesgo químico, para iniciarnos en una investigación del fenómeno de marras. Tras dos meses de trabajo conjunto recopilando datos, contrastando el escenario con otros accidentes, recogiendo testimonios y fotos de los testigos, recopilando los fragmentos y su alcance durante la explosión y elaborando hipótesis según los modelos científicos al uso Europa Press publicó la noticia: «Tres bomberos murcianos advierten sobre el peligro que revisten las cisternas monocasco (mayoritarias en nuestro país) que transportan en España el gas natural licuado y recomiendan el uso de las de doble casco para mejorar la seguridad». La prestigiosa editorial Mapfre, la que publica en España el mentado «Libro gordo de Petete», publicó un amplio artículo en su revista «Seguridad y medio ambiente» con las conclusiones de nuestra investigación y lo colgó en Internet, en español e inglés. Había trascendido nuestra investigación del accidente y desde el Ministerio de Fomento se nos instaba a comparecer en su sede en Madrid para informar ante la Subcomisión para el Transporte de Mercancías Peligrosas por Carretera y Ferrocarril, el organismo competente en este campo. Un 23 de diciembre fuimos, pues, los tres al ministerio y relatamos a los numerosos presentes lo que habíamos descubierto. Todos quedaron gratamente impresionados del rigor del estudio, especialmente un señor mayor que salió de la sala a despedirse personalmente de nosotros cuando nos íbamos y que aventuró que nuestro estudio tendría profundas consecuencias en la normativa española.

Trabé una deliciosa amistad con aquel señor; y en su condición de experto en el campo de las cisternas para el transporte de mercancías peligrosas por carretera tuve el privilegio de que me supervisara y corrigiera un trabajo que hice con varios autores más, y que formaba parte de un libro que luego se editó bajo el título Guía Operativa. Intervención ante accidentes en el transporte de materias peligrosas en vehículos cisterna.

Madrid, Leganés, Gijón, Pontevedra, Murcia, Tarragona e Ibiza fueron algunos de los escenarios donde expusimos la investigación del accidente de Zarzalico. Tres años más tarde, desde las más altas instancias de la Unión Europea se obligó a España que prohibiera la fabricación de cisternas monocasco, y que en el futuro el transporte de gas natural licuado se debía hacer exclusivamente en las de doble casco.

Publicamos un libro que llevaba por título «Gas Natural. El accidente de Zarzalico», trabajo que, al igual que me sucediera a mí treinta años antes con uno que todavía guardo celosamente en mi biblioteca, sirvió de manual de referencia para otras mentes inquietas como la mía. El ilustre augur que aquella mañana de diciembre nos felicitó en el pasillo del Ministerio de Fomento y que con tanto acierto pronosticó lo que sucedería años después de publicar nuestro estudio dejó este mundo en 2019; se llamaba José Luis Mañas Lahoz, mi admirado mentor.

Jose Antonio Marin Ayala

Nací en Cieza (Murcia), en 1960. Escogí por profesión la bombería hace ya 37 años. Actualmente desempeño mi labor profesional como sargento jefe de bomberos en uno de los parques del Consorcio de Extinción de Incendios y Salvamento de la Región de Murcia. Cursé estudios de Química en la Universidad de Murcia, sin llegar a terminarlos. Soy autor del libro "De mayor quiero ser bombero", editado por Ediciones Rosetta. En colaboración con otros autores he escrito otros manuales, guías operativas y diversos artículos técnicos en revistas especializadas relacionadas con la seguridad y los bomberos. Participo también en actividades formativas para bomberos
como instructor.

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1 comentario

  1. Magnífico homenaje.
    Incansable carrera la de Jose Antonio y sus compañeros de investigación.
    💯💯💯

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