
«En el espejo verá que goza de unos esplendorosos caninos para desmenuzar la carne que llegue a su boca. Así que al pan, pan; y al vino, vino»
Hace unos meses un amigo mío me pasaba por wasap un vídeo en el que se exaltaba la dieta vegana. No me inspira mucha confianza ver cortos de dudosa procedencia que tienen por temática un supuesto espíritu aleccionador ético; y no porque sean fakes, como se dice ahora, en lo que concierne a la autoría de la toma, sino porque me resulta lamentable desperdiciar unas cuantas neuronas en la reflexión mental que encierra el sentido último que los filmadores quieren que extraigamos de tales imágenes.
Sin embargo, sí que me siento algo molesto con la imagen que se pretende proyectar del paciente pescador, o del laborioso ganadero, pongamos por caso, que consume lentamente su tiempo laboral en una actividad ancestral y que de pronto se ve transformado, a ojos del veganismo más repelente, en una suerte de mister Hyde, capaz de consumar las atrocidades más inhumanas contra el género animal. Porque vamos a ver; partiendo de la base de que los humanos somos animales omnívoros, ¿dónde tienen lugar estos calentamientos de cabeza acerca de las viandas éticamente adecuadas que llevarse uno a la boca? Pues es evidente que solo en las zonas del planeta donde uno no pasa hambre y donde puede elegir libremente entre degustar un angus poco hecho (si su peculio se lo permite) o un manojo de melocotones sin pelar, si así se prefiere.
Pero a pesar de que la evolución biológica se rige por lo que imponen los siempre egoístas genes en su afán de sobrevivir cuando estructuran todo ser viviente, el cerebro humano ha desarrollado en algunos sapiens ideas dotadas de una suerte de «solidaridad» hacia determinadas especies animales; dicha de la que en muchas ocasiones no obtenemos la bienaventurada correspondencia. Y si acaso duda de ello solo tiene usted que dejar de medicarse o vacunarse cuando algún virus o bacteria malignos se propongan entrar a saco en su organismo con la clara e inequívoca pretensión de mandarlo al más allá antes de tiempo; lo que me lleva a pensar que estos microrganismos, seres vivientes también, deberían ser igualmente defendidos por los veganos y salvaguardarlos de nuestra devastación ecológica, ¿no?
Me da a mí que el veganismo, y por extensión el animalismo con que algunos razonan, es fruto de una subcultura de un calado más amplio que es el buenismo, concepto que reduce a su mínima expresión lo que debería imperar en nuestra especie, el humanismo, seña de identidad que nos debería diferenciar del resto de los seres vivientes. Tal vez sea esa la lamentable razón de que algunos sientan más la muerte de un animal que la de un ser humano. En virtud de los derechos que les hemos concedido a los animales muchas personas aplauden con total naturalidad la práctica del aborto, cualesquiera que sean sus circunstancias, en tanto que se oponen ferozmente a la muerte de un embrión de una especie protegida.
Para que vea usted que a pesar de los cambios evolutivos sufridos desde tiempos pretéritos la estulticia que acompaña a algunos seres humanos no ha mermado un ápice su vigor, y además goza de buena salud en nuestros días, le voy a relatar el caso de un tipo que abrazó con tal entusiasmo el veganismo, y que luego materializó en crudismo, que perdió en tan singular aventura todas las piezas calcáreas bucales por su reiterada abstinencia a nutrirse del alimento materno por excelencia. El muchacho había llegado al convencimiento de que la leche, por ser producto de un animal (y además estabulado), abrigaba todos los elementos nocivos habidos y por haber (ahora que lo pienso me asalta la duda de si en este saco metió también la de su santa madre cuando recién venido al mundo lo amamantó). Bebía nuestro protagonista agua en abundancia, pero no cualquiera. Se había hecho de un dispositivo que tenía en casa que le permitía destilarla. Cada año se sometía durante un mes entero a lo que él llamaba una depuración de hígado, teniendo por único sustento alimenticio agua destilada y batidos de frutas naturales y ecológicas. Con esta y otras prácticas había llegado al convencimiento de que sus células no tenían ni un ápice de las toxinas que supuestamente portamos aquellos que consumimos algunos de los elementos que forman parte de una dieta equilibrada: carne, pescado y derivados lácteos. Pronto tuvo también graves carencias de minerales, deficiencia esta que trataba de restaurar lamiendo, como si de un caramelo se tratase, una china que llevaba siempre en la boca.
Sin embargo, a pesar de su obstinada perseverancia y de quedarse escuchimizado, con el paso de los años nuestro atormentado muchacho fue sufriendo la presión de unos genes que no veían un futuro claro en aquella máquina de supervivencia que con tanto esfuerzo habían creado, por lo que le mandaron en forma de actividad hormonal un aviso; como le ocurriera a aquella conocida influencer y youtuber, vegana ella de pro, cuando fue sorprendida en una indiscreta instantánea a punto de devorar un rechoncho pez asado, aconteció cierto día que a este zagal se le caía la baba contemplando a un compañero de trabajo dispuesto a meterse entre pecho y espalda un generoso bocata de jamón serrano. Viendo esa carita de pena, tan propia en los desnutridos niños etíopes, y sabiendo de su forzada inclinación vegana, el susodicho le ofreció un cacho de aquel manjar diciéndole: «No temas, nene. Come sin cuidado que es ecológico; es de pernil de bellota, ibérico».
Este singular fenómeno de nuestros días, el veganismo, surgido de la sociedad del bienestar no tiene base biológica alguna, ni científica, ni aun dietética que justifique mi adhesión incondicional a esa corriente.
Nadie debería dudar a estas alturas que los magnates quieren para sí los mejores manjares y ante un aumento del consumo probablemente nos quieran hacer creer que comer carne es insostenible con el medio ambiente. No en vano, estos villanos están invirtiendo mucho dinero en inmensas factorías donde fabrican carne sintética que a buen seguro hará las delicias de los veganos. Resulta cuando menos curioso ver cómo muchos de ellos sienten la atracción alimenticia natural de devorar una pieza en forma de longaniza, salchicha o butifarra, pero cuyo contenido no deba tener un origen animal.
Creo poder afirmar, evolutivamente hablando, que nuestras tendencias omnívoras están más que justificadas. Pero no crea usted que esto se debió a alguna pretérita aberración genética ni nada por el estilo. Seguramente debieron ser los genes de nuestros ancestros los que forzaron la máquina en esta dirección. A diferencia de nuestros primos los chimpancés, con los que compartimos un porcentaje notablemente grande de nuestro código genético, los cuales emplean casi la totalidad del precioso día en comer plantas, raíces, bayas y termitas, a nosotros los humanos nos bastan tres o cuatro horas al día de una dieta equilibrada para ir bien por la vida. Y más todavía si algunos alimentos tienen un alto poder proteínico, como es el caso de la carne, que tiene la virtud de saciarnos durante mucho más tiempo y de esa manera poder dedicarnos a cosas de más provecho que estar rumiando vegetales a todas horas (y evitar sufrir, como le ocurre a los herbívoros, continuas cagaleras por lo poco digerible que resulta para nuestro estómago un sustento puramente vegetal). Gracias a una dieta variada la gente vive más, está más sana, desarrolla una mayor estatura y hasta diría que potencia la belleza (aunque todos estos atributos no tienen por qué estar reñidos con la estulticia, uno de los males de nuestro tiempo cuya enfermedad solo padecen los demás, nunca los pacientes).
Estoy convencido de que igual de peligroso sería deslizar nuestras inclinaciones dietéticas al extremo opuesto, hacia la «paleo o cavernícola», otra que está hoy también muy de moda y que al parecer es la que tenían más a mano los cazadores recolectores de hace 2,5 millones de años. Una dieta que, al igual que la vegana, rechaza de plano la leche (¿pero cómo diablos creen estos practicantes que alimentaban las madres de entonces a sus criaturas recién nacidas? Marlene Zuk, investigadora de la Universidad de Minnesota, Estados Unidos, autora del libro «Paleofantasía», afirma que los genes cambian a ritmos distintos, por lo que no hay razón alguna para esperar que seamos genéticamente idénticos a las personas que vivieron en el Pleistoceno.
Esta exaltación de los derechos y del bienestar de los animales que amparan con celo los veganos roza en algunos la temeridad. Hace unos días me despertaba con una curiosa noticia en la que aparecía un vídeo de unos turistas que estaban en la playa (de Barcino frente al mar, como diría León Felipe). Se les veía contemplando con impotencia e ira una escena, por demás muy corriente entre los seres vivos, pero inaceptable para sus patrones éticos: un enorme tiburón blanco se zampaba de dos bocados a una indefensa (sic) foca. De haber tenido a mano los instrumentos mortíferos adecuados, junto a la seguridad de no verse ellos también amenazados, a buen seguro que habrían impedido tal acción criminal. Pero es que esto ocurre a diario con las aves rapaces, los felinos y hasta con algunos seres vivos que tenemos por animales de compañía, que no dudan en atacar a su dueño, y hasta comérselo, si no satisfacen en tiempo y forma sus naturales instintos carnívoros.
Es simpática la anécdota que le aconteció a uno que adquirió una pequeña boa constrictor como mascota. La fue alimentando con roedores y otras pequeñas alimañas. Conforme iba creciendo fue tomando la costumbre de abandonar el terrario y plantarse en el dormitorio de su dueño estirándose a todo lo largo de la alfombra que había bajo a la cama. Creía que el animal le tenía en gran estima porque entendía que se encontraba más a gusto reposando junto a quien le procuraba su sustento. Un día le comentó al que se la había vendido este singular comportamiento. Alarmado le dijo que se desprendiera de ella por la vía rápida: la mascota estaba haciendo sus cálculos para ver si ya podía albergar en su interior al gentil humano que la había adoptado cuando decidiera zampárselo de un bocado.
Somos, pues, producto de una evolución que nos ha permitido vivir más y mejor que los humanos de antaño. Y hasta le debemos a nuestra alimentación omnívora que hayamos desarrollado un cerebro desproporcionado para nuestro tamaño con el que hemos cambiado el mundo a nuestra conveniencia, inventando cosas como la tecnología, que ha hecho posible el progreso científico y el bienestar, y también, todo hay que decirlo, para darle al coco con algunas sinrazones como la que nos ocupa. Porque por muchas vueltas que le demos hay muchos seres vivientes, la mayoría microscópicos, que no tienen principio ético alguno y nos ven como un suculento bocado que degustar. Y ha sido el ingenio humano el que ha conseguido frenar en más de una ocasión esta mortífera tendencia.
Philippus Aureolus Theophrastus Bombastus von Hohenheim, comúnmente conocido en la historia como Paracelso, pues la modestia no era precisamente su fuerte cuando se definió motu proprio «igual o semejante a Celso», un afamado médico romano que floreció en el siglo I, fue un controvertido, vanidoso y excéntrico médico suizo que fundó la «iatroquímica», ciencia precursora de la farmacología. En una sorprendente premonición del trabajo llevado a cabo trescientos años más tarde por el gran Louis Pasteur, Paracelso creía (aunque sin demostración alguna que lo avalara) que las enfermedades eran provocadas por agentes externos al cuerpo, y que mediante la aplicación de determinadas sustancias químicas se podían combatir. En 1564 escribió una «Trilogía» en la que para curar las enfermedades defendía el uso en pequeñas dosis de lo que por entonces se tenían por venenos. Suya es la frase: «¿Hay algo que no sea veneno? Todas las cosas son veneno, y no hay nada que no lo sea. Solamente la dosis determina que una cosa sea o no veneno: dosis sola facit venenum».
Los antibióticos, por poner solo un ejemplo, son un veneno que en pequeñas dosis resultan beneficiosos para combatir las enfermedades. Por el contrario cualquier cosa puede convertirse en veneno si se ingiere en dosis elevadas; la inofensiva agua que con tanta profusión bebía nuestro mentado vegano puede llegar a serlo; y más ahora, cuando con tanta insistencia nos recomiendan los expertos su consumo, aunque no tengas sed, para prevenir los efectos que sobre nuestro organismo puedan tener las sucesivas olas de calor con que nos regala periódicamente la Madre Naturaleza (aunque no faltará quien atribuya también este fenómeno al consumo de carne). Considere a una persona que se le meta entre ceja y ceja beber un litro de agua cada hora; si comenzara esta peligrosa odisea por la mañana probablemente no tuviera ocasión de contarlo al amanecer del día siguiente. La razón estriba en que esta excesiva hidratación puede ocasionar un déficit tan importante de sodio en la sangre, fenómeno conocido como «hiponatremia dilucional», que puede llegar a afectar a las neuronas y causarle la muerte. Beber, pues, agua es una cosa saludable…pero hasta cierto punto.
Del mismo modo que sería vano, superfluo e injusto condenar a quien se rige por su destino evolutivo, y hasta disfruta del placer de un buen solomillo (poco hecho y regado con un caldo con prosapia), igual sería de imprudente demonizar a las numerosas especies animales carnívoras, u omnívoras, que pueblan nuestro planeta por no seguir una dieta vegana.
Pero por mucho que algunos se empeñen en eliminar de su dieta todo rastro de vestigio animal en su cuerpo no estaría de más recordarles que muchos seres vivientes pueblan nuestra flora intestinal (y no son precisamente formas vegetales), lo que nos permite hacer la digestión de lo que ingerimos. Incluso algunas bacterias, como las mitocondrias, tuvieron la osadía de introducirse en nuestras células y quedarse allí para siempre; y mediante una curiosa simbiosis fabrican desde entonces para nosotros la energía que precisamos a cambio de recibir su sustento cuando nos alimentamos.
Un fenómeno similar de invasión de microorganismos ocurre cuando se desata de forma natural, o se lanza deliberadamente, una pandemia; los de siempre ven la ocasión propicia para forrarse mediante la fabricación de vacunas (antídotos que usualmente son bichos atenuados que nos inyectan para que nuestro organismo refuerce sus defensas) y así podamos aumentar nuestra esperanza de vida unos años más.
Bichos microscópicos como Saccharomyces cerevisiae alegran también nuestra vida al hacer posible la fermentación del pan y el vino, elementos que curiosamente introducen en su dieta hasta los veganos más recalcitrantes. Son tan importantes que los creyentes los tienen por la carne y la sangre de Cristo durante la celebración de la eucaristía cristiana, y hasta han propiciado escenas verdaderamente emotivas como las que se pueden ver en el filme Marcelino pan y vino.
Y si comer solo vegetales les eximiera a estos practicantes del acto doloso de poner fin a un ser vivo, alguien debería recordarles que las plantas también gozan de este preciado atributo vital. No en vano, compartimos con ellas un acervo genético que es más numeroso, si cabe, que el que nos une a muchos mamíferos.
Pero para que pueda usted verificar en sus carnes que la evolución biológica ha conducido al ser humano por derroteros totalmente distintos a las cábalas que se pueda hacer una mente vegana, solo tiene usted que abrir la boca un poco, o acaso simplemente sonreír felinamente, y mirarse al espejo para convencerse de ello. Aunque supusiéramos que desde que su madre lo trajo al mundo sus progenitores no le hubieran ofrecido nunca la ocasión de disfrutar de una dieta equilibrada basada en, además de las frutas y las legumbres, la carne y el pescado puede usted hacer un notable descubrimiento en su dentadura. Verá que a ambos lados de sus dientes incisivos, arriba y abajo, goza de unos esplendorosos caninos que la evolución le ha dotado para desmenuzar con facilidad la carne que llegue a su boca.
Así que al pan, pan; y al vino, vino