
“Allí donde se queman los libros, se acaba por quemar a los hombres”.(Heinrich Heine).
Hace ya unos cuantos decenios, concretamente en 1941, Jorge Luis Borges, en uno de sus celebrados relatos o, como el gustaba de denominarlos, cuentos, imaginó una “biblioteca universal”, que reuniría todos los libros producidos por el hombre. Es cierto que, aunque parezca mentira, en el siglo de la comunicación y la tecnología, sería imposible realizar el sueño de Borges.
No obstante, el intento más cercano al éxito fue, sin duda alguna, la Biblioteca de Alejandría. Creada en el año 331 a.C. su finalidad era compilar todas las obras del ingenio humano, de todas las épocas y todos los países.
A mediados del siglo III a.C., se estima que la biblioteca poseía cerca de 490.000 libros y dos siglos después había alcanzado una cifra cercana a los 700.000. Estas cifras, en una época anterior, muy anterior, a la invención de la imprenta, nos pueden aportar una idea de por qué, en la época actual, sería imposible compilar todos los libros existentes.
En cualquier caso, la biblioteca de Alejandría sufrió, en el año 47 a.C una destrucción parcial, consecuencia de las escaramuzas en la guerra entre los pretendientes al trono de Egipto. Se estima que, si bien la destrucción no fue total, afectó al menos a 47.000 volúmenes.
Desgraciadamente no fue el único acontecimiento que sufriría la biblioteca, ya que en 272 Aureliano arrasó Alejandría durante su campaña contra Zenobia de Palmira y años más tarde, en 415, tras el asesinato de la filósofa Hipatia de Alejandría a manos de monjes cristianos, fue destruida en su totalidad.
Si hay algo que nos pueden enseñar estos acontecimientos es que guerra y cultura son términos antagónicos, del mismo modo que totalitarismo y fanatismo son antónimos de conocimiento. La contienda, el fanatismo, el totalitarismo, siempre ha buscado la destrucción del conocimiento, para convertir a los pueblos en masas adoctrinables, manipulables, sin criterio y, por tanto, sin capacidad de crítica, para modelar su opinión y convicciones a su antojo.
Muchos son los ejemplos, innumerables, pero baste recordar la quema de libros tras la toma de Constantinopla por los cruzados en 1204; la ocurrida en la Bebelplatz de Berlín, promovida por Joseph Goebbels en 1933; la destrucción de la Biblioteca de Sarajevo en 1992, con dos millones de ejemplares en ella o el incendio de la biblioteca de Bagdad en 2003.
Por lo tanto, es una realidad contrastable que aquellos que han ostentado el poder, político, social o religioso, siempre han tenido mucho interés en que el pueblo no acceda al conocimiento, dado que el conocimiento conduce a la opinión, la opinión a la crítica y la crítica a la subversión. Ningún totalitario, pues, está interesado en que el pueblo adquiera y tenga acceso al conocimiento.
Decía, no obstante, Ray Bradbury, autor de “crónicas marcianas”, que “hay cosas peores que quemar libros, una de ellas es no leerlos”; a lo que yo, en mi infinita impertinencia, añado que otra de ellas es no dejar que otros los lean.
Vivimos actualmente, en el mundo en general y en España en particular, una época oscura, es términos democráticos y sociales. Del mismo modo que la peor mentira es aquella que se disfraza de verdad y se da por admitida, el peor de los totalitarismos es aquel que se disfraza de democracia, de libertad, y logra engañar a una mayoría desinformada. Muchos son actualmente los medios de transmisión del conocimiento, de la opinión. Las redes sociales han dado voz a aquellos que no la tenían o, al menos, no tenían donde difundirla, donde hacerla pública. Pero del mismo modo que la tecnología ha sido clave para este avance, también ha facilitado las censuras de todo tipo, que se aplican disfrazadas de normativa, de corrección política, pero afectando siempre a las ideas de una misma tendencia.
Según Sigmund Freud enunció en cierta ocasión, “Estamos progresando. En la Edad Media me habrían quemado y ahora se conforman con quemar mis libros”. De esta manera, en otras épocas históricas, de todo color político y religioso, se encarcelaba a la gente por sus ideas y ahora, evidentemente, los totalitarios disfrazados de demócratas se conforman con encarcelar las ideas, denostándolas, cerrando cuentas en redes sociales, embargando medios de comunicación y promoviendo acciones legales contra los comunicadores que se salen de la norma, de los cánones oficiales.
Y esto afecta a todo el tejido social y principalmente a la libertad de opinión y de pensamiento. Si alguien como yo, un grano de arena en el desierto, he sufrido la censura de las redes, si otros comunicadores, mucho más influyentes como Cake Minuesa, Vito Quiles, Javier García Isac, medios tan importantes como El Nacional, han sido perseguidos hasta el punto del embargo físico de sus sedes y bienes, en pro de no permitir la libertad de opinión, expresión e información, ¿vivimos realmente en democracia? Me permito cuestionarlo.
Por eso les recomiendo, les aconsejo y hasta les ruego que recurran a los medios libres, a los que no dependemos de inversiones ni subvenciones institucionales, a los que no nos hemos vendido a aquellos que, si pudieran quemarían nuestros libros y, de propina, nos quemarían a nosotros.
Esta semana, sin embargo, hemos asistido al despido fulminante de Vijaya Gadde, principal responsable de la red de censura que, a nivel mundial, ha atenazado a Twitter. Esperemos que no sea el último y pronto veamos caer a Ana Pastor y su cuadrilla de censores, la empresa Newtral, que ha supuesto la eliminación total de la libertad de expresión que fundamenta las redes. ¿Un rayo de esperanza? El tiempo lo dirá.
En fin. A cada cerdo le llega su San Martín. Y a cada cerda, También.
Las redes están ardiendo. Procuremos evitar que ardan las calles. Pero si arden, allí estaré.