
«Allí faltaba gente. Faltaban risas y cantos, mecheros y cigarrillos, enterados y aprendices, chascarrillos y voces… La algarabía de otros tiempos»
Estando apacetando las ovejas en unas tierras que hay en una ladera no demasiado pronunciada, a naciente, a media mañana, bajo la persistente lluvia, enfundado en el traje y las botas de agua, observé una ligera columna de humo que se erguía por detrás de unas encinas que hay en lo más alto de la loma.
Las ovejas estaban tranquilas, bien careadas, entregadas a su labor de llenar la panza con la hierba, y subí a ver qué pasaba. Según me acercaba al alto me llegaron aromas de leña quemada, de encina, y de pelo chamuscado. Alguien estaba de matanza.
No estaban los días para andar matando. Mucha humedad y ningún frío, pero las fechas, la familia, la necesaria ayuda… Ya se sabe.
Alguna vez les he hablado de él. Tenía la puerta de la nave abierta de par en par, las gotas de agua sobrepasaban el dintel y caían sobre el suelo de cemento basto, rugoso, gastado, y lo mojaban. Se encontraba a dos o tres metros de la puerta, en el interior, de cara a la luz, encorvado sobre media canal de un cebón de capa blanca.
Tenía puesto el mono y sobre él una chaqueta vieja de chandal. En la cabeza un gorro de esquiador. Varios mechones de cabellos grises asoman por debajo de los bordes del gorro.
Manchas y salpicaduras de sangre sobre la ropa mostrarían a cualquier ignorante de sus quehaceres que acertara a pasar por allí lo que había estado trajinando.
Estaba la media canal estirada sobre una mesa matancera. Era esta mesa de buenas hechuras, de madera gruesa, y estaba gastada y arañada en su superficie por el uso y el filo de los cuchillos que sobre ella han destazado y sajado huesos, músculos y tocinos.
Extraía un solomillo.
Alguien se movía a su espalda. Poco después, al llegar a ellos, supe que se trataba de su futuro yerno, aunque lo de futuro no es más que mera formalidad pues hace ya tiempo que el muchacho entró en la casa.
Según llegué se incorporó levantando la cabeza a la vez que echaba las caderas hacia el frente en un movimiento que no me resultó desconocido, pues por aquí más de uno lo hace al serle bastante costoso enderezar la espalda al primer intento.
Las manos se fueron a las perneras de los pantalones y a unos trapos. Saludos y sonrisas acompañaron al encuentro. También el ofrecimiento de un café y de unas pastas, unos mantecados cubiertos de azúcar glass y unas perronillas, de esas que elabora el panadero del pueblo vecino.
Detrás de ellos, en unos varales dispuestos sobre una estructura de hierro preparada para esos menesteres, colgaban lomos, una paleta, un jamón, un manto y un costillar. Su esposa lavaba las tripas en un balde de agua caliente del que emanaba una continua vaharada de vapor. También le costó erguirse y más aún el moverse.
Siempre fue costumbre que las mujeres lavaran las tripas y prepasen las morcillas, farinatos y los adobos. Las labores del sacrificio y la preparación de los jamones correspondían a los hombres.
Ellos hace ya mucho que no elaboran morcillas.
La hija no estaba, se había ausentado, andaba a llevar la muestra al doctor veterinario para la comprobación de la triquina.
Allí faltaba gente. Faltaban risas y cantos, mecheros y cigarrillos, enterados y aprendices, chascarrillos y voces… La algarabía de otros tiempos.
Le di guerra. Era necesario. Por él y por los demás. Porque hay que alegrarse, reír, bromear… Y por un momento movió el cuchillo con la misma presteza de otros tiempos.
Le tiró un recorte de carne al viejo mastín. Cachorros los llaman por aquí, a los mastines. Y unos cachos de tocino de barriga a los gatos.
En día de matanza nadie pasa hambre, ni personas ni bestias.
Me llamó explotador.
Le pedí un vaso de aguardiente.
Me llamó borracho.
Le llamé roñoso.
Me agarró de un brazo y me miró fijamente con viveza, con chispa, con una sonrisa franca.
Dijo que era el último año, que todo se acaba, que todo tiene un final. Pero no le hice mucho caso, no quise hacérselo.
Los años van pasando y no perdonan. Tampoco hay relevo, no hay ganas. Los jóvenes escapan del trabajo, de lo duro, abrazan la comodidad, lo fácil.
Los tiempos han cambiado.
Él se cree amortizado.
Tal vez lo esté. Quizá ya no haya sitio en estos tiempos de prisas y holgazanería para gentes como él. Lejos quedaron los momentos de escuchar a la experiencia, a la sabiduría, al enseñante; de respetar; de cumplir.
Se quedó sin madre con diez años.
El padre no tenía un horario de siete horas. Ni de ocho.
Entre las cuatro y las cinco había que estar en pie, aparejando las mulas, aviando a las ovejas, ordeñando a la cabra. Se cenaba a las nueve. Cada día. Todos los días.
No había tiempo ni forma de criar a un hijo. Menos, a tres.
Salió adelante, como tantos otros, cuidando ovejas.
En una ocasión me contó cómo pasaba los días de invierno entre las peñas, bajo un hule aceitado para que resbalase el agua que caía día tras día.
Ahora nos asusta que llueva cuatro días. Antes llovía sin parar. Antes los regatos y las fuentes no cesaban de manar. Basta echar un vistazo a los secarrales castellanos para divisar pozos y fuentes en cruces de caminos y a la vera de lindones y prados comunales. Y la gente cuidaba esas rústicas y toscas construcciones como si fueran suyas, con mimo y diligencia, pues del agua dependía su supervivencia en el verano y los años de sequía.
Las orejas y las manos se curtían a base de sabañones y ortigas.
En las tardes, tras encerrar al ganado en el aprisco, de noche cerrada en el invierno, acudía al pueblo, tres cuartos de hora de camino, a pie, por una vereda enlodada por los cascos de las mulas y las pezuñas de vacas y bueyes, a ver al maestro, a que le enseñara a leer y escribir.
Con la desaprobación del padre.
Acabada la tarea no podían impedirle hacer lo que le viniera en gana. Y él quería aprender. Le gustaba aprender.
Pero no pudo ser.Hubo costumbre entre algunos de por aquí de matar quince días, mínimo, antes de la Nochebuena, y de curar algo un trozo de lomo, embutido y atado, para la cena de ese día.
Había quien prefería sofreír el lomo hecho filetes para luego meterlos en manteca dentro de una olla. Y en esa cena y en fiestas grandes comían esos filetes.
Los lechazos y los pavos eran para gentes de posibles, no para los pobres.
Muchos pavos se cebaban en estas tierras a base de bellotas y algarrobas. Pavos negros, hermosos, grandes, elegantes.
Entonces había más pavos que marranos negros en algunos de estos encinares. La gente no gustaba de criar marranos negros.
Ellos siguen la costumbre aunque ahora el lomo lo congelan y no lo curan. Y para la comida de Navidad, un pollo criado a base de maíz, trigo y berzas.
Una mesa, cuatro sillas y mucha alegría.
Se cansa mucho y pronto. Le duelen los huesos. No oye bien. Come cuatro veces menos que antes y en lugar de carne, acelgas y berzas. Las manos están torpes y tienen que operarle de los túneles carpianos.
Está enfadado consigo mismo, con ese cuerpo que poco a poco va dejando de obedecerle.
Camina diecisiete kilómetros diarios. Se levanta a las cinco. No duerme siesta. Cava la huerta a mano y se sube a las encinas, con la motosierra, a hacer leña.
Pero está enfadado. Y levanta un jamón con una mano como si fuera un vaso de vino.
Me despido de ellos y regreso a las ovejas, a la tarea. Me han arrancado la promesa de pasar a verles el día de Nochebuena y comer un trozo de chorizo y unas rosquillas de anís.
Charlar, reír, compartir.
Feliz Natividad de Nuestro Señor para todos ustedes.
Nadie lo cuenta mejor que Luís