
«Se comprende el grito desesperado del ciudadano anónimo: Por favor, paren la bola del mundo, que quiero bajarme»
Me refiero, claro está, al “régimen político”, no tanto en su forma teórica o constitucional, como en todas sus instancias prácticas. Es decir, interesa más el “ser” que el “deber ser”. El resultado es una suerte de desarticulación, aunque, con un inevitable aire grotesco. De, ahí, la necesidad del verbo “descuajaringarse”, que mueve a la risa. Lo de hacer risible el panorama no es solo un capricho. Hay que oír a los portavoces del Gobierno para percatarse de un efecto tan divertido.
La clave del arco a punto de arrumbarse se halla en la escasa productividad del sector público, generosamente, engrasado de corrupción. Se establece, así, una especie de economía circular, que más parece una réplica del eterno trasiego con que se castigó a las Danaides. Los Gobiernos necesitan una constante subida de los impuestos (tasas, recargos, multas, licencias, permisos, plusvalías, etc.). El círculo se cierra con una corriente continua de ayudas (subvenciones, descuentos, cheques, bonos, etc.), teóricamente, dirigidas a “los más vulnerables”. En la práctica, constituyen premios a los vasallos más fieles o sumisos, de los que el Gobierno espera la correspondiente conducta electoral.
Se hace patente la lista de los excesivos costes que atenazan la economía. Ahí, van algunos: emigración de profesionales, multiplicación de oficinas públicas, el absurdo privilegio del “cupo vasco”, la inflación desmedida, la resistencia a explotar ciertos recursos naturales, etc. Por encima de todo, otra vez sobresale la corrupción generalizada, incluso, ahora, con el aditamento de orgías con hetairas y drogas.
No ayuda mucho a la homeóstasis económica la circunstancia de una pirámide demográfica, que recuerda más el perfil de un cilindro vertical. Es decir, las cohortes de jubilados son tan gruesas como las juveniles. No hay quien pague tamaña desproporción.
Somos muchos los que nos preguntamos de qué sirve mantener un Ministerio de Igualdad, cuando solo le preocupa la de los sexos. Encima, lo hace con un alto grado de fanatismo. Es más, promueve una ley, cuyo resultado es el de reducir las penas a los delincuentes sexuales.
Son otros tantos Ministerios los que están de más o carecen de una función clara. Por ejemplo, los de Cultura, Ciencia, Universidades o Transición Ecológica. Forman parte de los rituales de las subvenciones.
No es el momento para sugerir las necesarias reformas, que habrán de poner patas arriba los andamios del régimen. Acaso, lo más urgente sea dar la vuelta a la legislación vigente con el fin de castigar con severidad la corrupción política. En lugar de una medida tan juiciosa, nos encontramos con propuestas delirantes, que parecen extravíos de las viejas utopías literarias. Un ejemplo puede ser el de la “ciudad de los 15 minutos”. Significa que esa debe ser la duración de la mayor parte de los desplazamientos de la población de las grandes ciudades. En la práctica, significa recortar la libertad de moverse en un radio del espacio mucho más amplio, y no solo para satisfacer los servicios esenciales. Hay otras utopías no menos caprichosas, como sustituir los olivares y otros cultivos intensivos por “huertos de placas solares”. Asombra que los planificadores desprecien tanto la capacidad productiva de la población ocupada.
No es ningún alivio pensar que las excentricidades referidas al régimen político español sean comunes a muchos otros países. Se comprende el grito desesperado del ciudadano anónimo: “Por favor, paren la bola del mundo, que quiero bajarme”.
Amando de Miguel para La Gaceta de la Iberosfera.