La última lección: El retratismo en Sorolla como culminación de un milenario proceso en la historia de la pintura. Por Amando de Miguel

(Extracto de la conferencia del 6 de marzo de 2023 en la Casa de Cultura de Collado-Villalba)
El retratismo en Sorolla

 

Resulta patente que esta conferencia abre un ciclo sobre Joaquín Sorolla, en el centenario de su muerte. El pintor decidió pasar sus últimos años en esta comarca de la Sierra de Madrid. Valga mi lección como homenaje.

Lo más probable es que esta sea la última conferencia que imparto en mi vida, que, también, ha acabado por desarrollarse en estas tierras.

Lo más raro de una conferencia sobre arte es que, en el estrado, no haya una pantalla, en la vayan sucediéndose imágenes y frases. De tal manera, que los asistentes deben seguir mi intervención oral y gestual. Creo que este formato tradicional comunica mucho mejor. A lo largo de la exposición, iré dando muchas referencias que, luego, cada uno podrá convertirlas en imágenes, a través, de sus archiperres informáticos. Así, se realiza mejor la idea de la “conferencia”, etimológicamente, como un negocio que llevan ambas partes interesadas; en este caso, el profesor y el auditorio. El profesor se encarga de la primera parte: la lección. Los asistentes al acto la completan por su cuenta.

Lo más pretencioso de esta charla es que intento entender el retratismo de Sorolla como el fastigio del imponente edificio de la historia de la pintura, levantado tras milenios de esfuerzos. Naturalmente, mi tiempo es limitadísimo y solo podré aportar algunas pinceladas; nunca mejor dicho. La inteligencia y el interés de los asistentes al acto sabrán rellenar los huecos de mi nesciencia.

El arte, en cualquiera de sus formas, es un lenguaje de símbolos para comunicar algo valioso a las personas que no lo han visto realizar. El artista, artesano o artífice dejan su testimonio interpretativo de la naturaleza y sus modificaciones para el deleite de las generaciones venideras. En definitiva, lo que permanece del arte es la obra bien hecha.

En los albores de la humanidad, los primeros símbolos fueron el gesto, el habla, el vestido y los adornos del cuerpo. Se trataba de diferenciarse de los otros cuadrúpedos. Los primeros gestos fueron, seguramente, de alarma o de satisfacción. Las primeras palabras pudieron servir como imperativos. Una vez asentados los cazadores-recolectores, dos descubrimientos dieron lugar al gran salto hacia la historia, propiamente, dicha: la escritura y el usos de los metales.

Retrato de María, su hija.

A grandes rasgos, cabe entender la dimensión cronológica del arte en estas tres grandes fases: (a) Un primitivo arte táctil, fundamentalmente, hecho con las manos. Son los primeros atisbos de la arquitectura (los menhires, tallados, o no, con relieves) y de la escultura. Ahí, se situarían las Venus esteatopigias, símbolos de la fertilidad o, más probablemente, de las hambrunas del pasado milenario. Todo ello se realizó mucho antes de la escritura; es decir, en plena prehistoria. (b) Sobrevenida, ya, la escritura (hace unos 8000 años), aparece la pintura, con el precedente de los dibujos esquemáticos del arte rupestre (Altamira, por ejemplo). Las primeras pinturas, propiamente, dichas, se dan en China, en la India, en Egipto; algo, también, en los frescos y mosaicos de Grecia y Roma, aunque, en la práctica, hay que considerarlos perdidos. Se trata de una pintura caligráfica. Es decir, es parte implícita o explícita de un texto escrito. (c) Todavía estamos muy lejos de la fase definitiva: la pintura, propiamente, figurativa o individualizada, la que da lugar al retrato y el paisaje. Ambos géneros intentan resaltar a un individuo concreto o al medio natural o urbano en que se mueven. Nótese que, entre esas tres fases cronológicas, transcurren siglos y milenios.

No sé si el placer estético es consustancial con la naturaleza humana. Empero, en cada momento histórico (y prehistórico) se manifiesta con unas u otras expresiones. Lo extraño es que la pintura haya tardado tanto tiempo en generalizarse. Algo parecido podríamos decir de la escritura. Ahí, se detecta el parentesco entre esas dos manifestaciones del espíritu humano: ambas tratan con símbolos, más o menos, abstractos: colores, letras, jeroglíficos. Son, por ello, lenguajes y de una notable dificultad para dominarlos.

Hablamos con soltura de la prehistoria, esto es, antes de la escritura con y sin abecedario. Pues bien, la mayor parte de la historia de la humanidad se desarrolló en ese extenso lapso, del cual sabemos muy poco.

Retrato de Mariano Benlliure

Las que llamamos culturas antiguas (China, India, Persia, asirios, hebreos, fenicios, cretenses, griegos, romanos, culturas americanas, etc.) desarrollaron con esmero el arte táctil e, incluso, la pintura caligráfica. Por tal entiendo la no figurativa. Lo suyo fue el arte arquitectónico y las esculturas o relieves. Cierto es que hay magníficos ejemplares individualizados (el busto de Nefertiti, el escriba sentado), pero, son esculturas, no pinturas.

Aun dentro de la historia, propiamente dicha, la pintura representaría un segundo nivel de abstracción, después de la escritura, que no se da con facilidad. Hay que esperar muchos siglos para que se produzca tal avance. Costó un enorme esfuerzo de generaciones el proceso de llegar a la pintura figurativa, el retrato y el paisaje. Se trataba de una especie de apropiación simbólica del prójimo. Todavía, hay culturas en las que no se permite el retrato.

Incluso en los orígenes de la cultura occidental o europea, durante la Edad Media, aunque, haya un desarrollo notable de la pintura, todavía no surge el retrato o el paisaje. Las figuras humanas que aparecen en los retablos y cuadros son personajes bíblicos o encarnaciones de la mitología grecorromana. Los paisajes de algunos de sus fondos no intentan reflejar la realidad circundante. Son, más bien, representaciones idealizadas del Jardín del Edén. De todas formas, supusieron el paso necesario (que duró algunos siglos) para que empezara a manifestarse el gusto por el retrato y el paisaje, esto es, la naturalidad.

Una pintura valiosa implica la existencia de un espectador que pueda contemplarla. La condición llega a ser un agobio en los museos actuales, por el amasijo de visitantes. Por eso, hoy, es más privilegio que nunca, el hecho de atesorar cuadros originales en una casa particular.

Nos podríamos preguntar por qué, durante tantos siglos, los artistas y sus clientes se resistieron a dar el paso de utilizar los pinceles para plasmar figuras cotidianas o paisajes identificables. La respuesta podría estar en la creencia de que ese menester constituía algo sagrado o de una elevación moral inasequible para el común. De, ahí, que la salida fuera la de pintar retablos y cuadros con motivos litúrgicos o mitológicos. Era otra versión de la literatura dominante en la Edad Media, con los mismos motivos de lo que se consideraba egregio. Recuérdense los “libros de caballerías”, que tanto entusiasmaban a don Quijote.

Antonio García en la playa

El gran salto se produce con la llegada del humanismo (siglos XV y XVI). Supone el redescubrimiento de la persona concreta, en un ambiente identificado. Es toda una revolución, antes de la industrial o científica. El nuevo humanismo pictórico se desarrolla, sobre todo, en los Países Bajos, Flandes y Alemania. Son las mismas naciones que se adelantan a cristalizar una burguesía, en el sentido de las personas no adscritas al vasallaje del sistema feudal. (Stadtluft macht frei, esto es, “el aire de la ciudad nos hace libres”). Uno de los efectos prácticos es que esa burguesía puede constituirse en cliente de las obras pictóricas. La Iglesia o los nobles, ya, no son los únicos destinatarios de las creaciones de los pintores. Por tanto, el contenido de los cuadros bien puede ser personas concretas, escenas domésticas o paisajes conocidos. Un cuadro característico de ese periodo es “el cambista y su mujer” (1514) de Quentin Assys. El apogeo del nuevo estilo lo representa Hans Holbein con sus retratos de Tomás Moro (1527), de Erasmo de Rotterdam (1532) y “los embajadores” (1533). Ni qué decir tiene que todos esos retratos de ilustres personajes se realizan en el estudio del pintor. Hasta finales del siglo XIX, los pintores debían obtener sus pinturas de la elaboración que hacían los ayudantes en la trastienda. Esto fue, así, durante toda la Edad Media. En la cual se respetaban ciertas tradiciones. Por ejemplo, el color azul se obtenía sobre la base del lapislázuli, una materia prima importada del Oriente; por tanto, muy cara. Por eso la convención fue que ese color se reservaba para el manto o la túnica de la Virgen María.

Existe un gran acuerdo respecto a asociar la época renacentista con la secularización de la vida pública, tradicionalmente, sacral. Tan decidido es ese proceso que termina por afectar a muchos otros cambios de la sociedad. No es el menor el que aquí nos ocupa. En efecto, la pintura rompe con los moldes inveterados, que obligaban a reservarla para asuntos sublimes, recordando la Biblia o la mitología grecorromana. En su lugar, se introducen tratamientos más cercanos. Por tanto, lo lógico es desembocar en el retrato o el paisaje identificables.

Esta excursión a la Edad Media parece un contrasentido con la época “moderna” que estamos alumbrando; pero, no es, así del todo. Las fases de la historia se suceden con un cierto solapamiento, sin renegar del todo con el pasado. Pensemos en uno de los pintores más característicos de este periodo humanista: Alberto Durero. Es, más bien, un grabador, pero, supo dar con un nuevo género que iba a revolucionar la pintura figurativa: el autorretrato. Hay varias versiones, desde 1493 a 1500. Aunque, sea un rasgo de modernidad, se nota el tirón de la tradición medieval. Durero se presenta con el rostro de lo que, idealmente, parecía ser el de Jesucristo. Hizo lo que pudo para adaptar su figura a la convencional de Cristo. Por cierto, se trata de una idealización que se mantiene hasta hoy en la iconografía religiosa. Como es natural, nadie puede saber cómo era el rostro de Jesucristo. Tampoco es que estemos hablando de una pura idealización por parte de Durero. El cual fue el primero en estudiar el cuerpo humano desde una perspectiva anatómica, esto es, científica. Fue antes de que se permitieran las disecciones de los cuerpos humanos en las Facultades de Medicina.

Autorretrato en el Taller

Hasta la revolución humanista, los artistas eran, más bien, artesanos. Pero, desde ese punto en adelante, les acucia el afán de distinguirse. Es una pretensión que tarda en cumplirse siglos enteros. Insisto en que, en la historia del arte, toda evolución es lenta.

Por lo que respecta a Italia, la cuna de la pintura moderna, cabe hacer una pequeña reflexión sobre la gigantesca figura de Miguel Ángel. El hombre se consideraba, humildemente, como un escultor. Es decir, no pretendía pasar del arte tactil, bien que llegó en ese terreno a extremos sublimes. Por eso se resistió tanto a hacerse cargo de los frescos del techo de la Capilla Sixtina en el Vaticano. Estuvo trabajando en esa grandiosa obra, con intermitencias y vacilaciones, durante diez años, de 1502 a 1512. Estuvo a punto de ser sustituido por Rafael, a quien se le concedió el honor de firmar “La escuela de Atenas”, una inmensa pieza, situada a la entrada de la Capilla Sixtina, todavía, de ambiente medieval. Basta recordar el mayor descubrimiento de la obra de Miguel Ángel: nada menos que la continuidad de la creación, a través, del sutil contacto del dedo de Dios con el de Adán. Sus figuras pueden parecer estudios escultóricos, pero ese encuentro de Dios con el Hombre es toda una apología del humanismo imperante en la época. Por cierto, esa representación, junto al texto del Génesis del que parte Miguel Ángel, es una confirmación del carácter evolutivo de la creación del mundo. La polémica posterior entre el creacionismo y el evolucionismo es un puro disparate.

Nos adentramos en el Barroco con la figura estelar de Velázquez. Recordemos que la esencia del retrato es considerar que “el rostro es el espejo del alma”. Velázquez pudo haber añadido: “y de las manos”. Eso es lo que se traduce en el magnífico retrato del Papa Inocencio X. El cual le dijo al pintor que el cuadro había resultado troppo vero (demasiado veraz). Por cierto, en su estadía italiana, Velázquez compuso un extraño paisaje, quizá, el primero del nuevo género: “Vista del rincón de la villa Médicis”. Da la impresión de que el artista ha trabajado en el exterior, como, más adelante, harían los impresionistas. Velázquez se adelanta a muchos desarrollos. Por ejemplo, el autorretrato y no, precisamente, con el método tradicional del espejo. Figura como un añadido en una esquina de “Las lanzas”. Llega a su plenitud en “Las meninas”, en el que el espectador del cuadro no sabe muy bien de qué se trata. Lo más seguro es que Velázquez buscara una excusa para autorretratarse. En algunos de los académicos retratos de las figuras de la Corte, introduce Velázquez otra novedad: el fondo del paisaje azulado del Guadarrama. Bien es verdad que los retratos se hacen en el estudio del pintor, en uno de los aposentos del Alcázar. Pero, esos paisajes de fondo se pueden identificar como parte de la realidad. Nada tienen que ver con los idealizados de los cuadros medievales. Otra ruptura con la tradición es que, en sus obras con motivos mitológicos, los personajes parecen extraídos de la vecindad. Más ternura da la serie sobre bufones y enanos para entretener a la Corte. Al trasladarlos al lienzo, adquieren una especial dignidad.

No hay más remedio que caminar a trompicones en este rapidísimo viaje por el tiempo. Baste recordar, de pasada, el inmejorable retrato de Jovellanos que le hizo Goya, quien, por cierto, iluminó muy bien el paisaje madrileño. Era, todavía, el siglo XVIII, el de los ilustrados. En el XIX se producen dos revoluciones (aparte de las consecuencias de la Revolución Francesa): la fotografía (en blanco y negro) y la disponibilidad de pinturas industriales. En consecuencia, los pintores, mayormente, impresionistas pudieron salir al campo a gozar de los colores y los paisajes, aparte de unos buenos retratos. Era la eclosión definitiva de la pintura figurativa, tal como aquí la he considerado. Se hizo esperar muchos siglos.

Desnudo de mujer. Joaquín Sorolla. 1902

Por fin, llegamos a la eminencia de Joaquín Sorolla. La novedad es que pinta en el exterior, antes, incluso, que algunos impresionistas. La verdadera novedad es que integra retratos, escenas cotidianas y paisaje. También, se ejercita en temas clásicos, como el desnudo, como réplica de “La Venus del espejo” de Velázquez. El valenciano organizó un viaje a Londres con el exclusivo objeto de contemplar la obra velazqueña. Coincidían en que el atractivo erótico no estaba, propiamente, en el cuerpo desnudo, sino en la posición horizontal. Hace un más de un siglo, una “horizontal” era una suripanta de vida alegre. Sorolla rogó, encarecidamente, a su mujer, Clotilde, para que posara en una réplica del cuadro velazqueño, es decir, de espaldas. Consiguió una obra maestra.

Sorolla realiza varios autorretratos en el estudio por el tradicional método del espejo. No son lo más innovador de su trabajo. El verdadero atractivo está en las escenas de playa, donde los retratados son parte del paisaje. Vienen a ser como instantáneas de una sesión fotográfica. La cima del retratismo podría ser “el paseo a la orilla del mar” (1909) de su mujer, Clotilde, y su hija, María. Los rostros importan menos que los cuerpos cimbreantes, vestidos de blanco, de luz, y en movimiento suave, como, siempre, suelen ser los paseos por la playa.

retrato de Alfonso XIII. Detalle

Un notable avance es el retrato de Alfonso XIII en uniforme de húsar, realizado en los jardines de La Granja en 1907. Es, por tanto, otro experimento de un retrato en la naturaleza con el inusitado colorido del uniforme de gala. Contiene otra novedad: la realización de esta obra fue filmada y se conserva la película. En ella se aprecia el paso de la luz solar a través de las hojas de los árboles. A la par de ese retrato, Sorolla pinta otro de su hija María en el mismo sitio de La Granja. Su hija acababa de salir de una tuberculosis.

Caben algunos matices para interpretar las novedades de Sorolla en el retratismo. Se ha dicho que maneja el color como nadie. Hay más. Pinta los personajes en movimiento pausado y, por tanto, alcanza a plasmar el color que circula por el aire, como reflejo del material soleado. Puede ser la arena, el agua o el boscaje. La conjunción nunca fue tan lograda por los impresionistas, a cuya cofradía el valenciano se resistió a apuntarse. Aun, así, tuvo más éxito en el extranjero que en su patria. Quizá, en España, aún, no se había decantado una burguesía ávida de coleccionar obras de arte.

Es hora de plegarse a unas conclusiones prácticas sobre esta excursión a la historia de la pintura figurativa, en el sentido indicado del retrato y el paisaje. Todos podemos entenderla; basta con saber leer y escribir. Insisto en que la pintura es otra forma de lenguaje. De, ahí, que a Sorolla lo podamos ver como un contemporáneo y un compatriota. Los yanquis hispanófilos lo elevaron a la dignidad de cronista pictórico de la España tradicional, la de los trajes típicos de tantas fiestas locales. No obstante, ese colosal empeño no es lo mejor de su obra. Para mi gusto, sigue destacando el frágil paseo a orillas del mar de Clotilde y María. Hay veces en que un humilde sendero nos puede conducir hasta las estrellas.

el paseo a la orilla del mar

***

Esta ha sido mi última lección. No vean nada dramático en ello. Parafraseando al general MacArthur, diré que los viejos profesores nunca mueren; simplemente, se desvanecen.

Amando de Miguel

Este que ves aquí, tan circunspecto, es Amando de Miguel, español, octogenario, sociólogo y escritor, aproximadamente en ese orden. He publicado más de un centenar de libros y miles de artículos. He dado cientos de conferencias. He profesado en varias universidades españolas y norteamericanas. He colaborado en todo tipo de medios de comunicación. Y me considero ideológicamente independiente, y así me va. Mis gustos: escribir y leer, música clásica, chocolate con churros. Mis rechazos: la ideología de género, los grafitis, los nacionalismos, la música como ruidos y gritos (hoy prevalente).

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