«El malogrado». Por Teresita Ávila

Todos los años, decenas de millares de alumnos de escuelas superiores de música recorrían el camino del embrutecimiento de las escuelas superiores de música y perecían a causa de sus incompetentes profesores, pensé. Hasta llegan a hacerse famosos y, sin embargo, no han comprendido nada, (…).

Thomas Bernhard, El malogrado
El malogrado. En imagen Marvin Gaye and Tammi Terrell – Ain’t No Mountain High Enough

Por una suerte de providencia, esta semana volvieron a programar la película El planeta de los simios, una de las distopías más populares, protagonizada por Charlton Heston (famoso por sus papeles en títulos como Ben-HurEl Cid y, unos años más tarde, en otra producción que mostrará un futuro sombrío, Soylent Green —Cuando el destino nos alcance, en español—). En ella, la humanidad como tal ha pasado a mejor vida, esclava de los simios que la somete, ‘primatizada’. El común denominador de cualquier distopía que se precie pone el acento en la involución de la sociedad, bien en la degradación irreversible de las capacidades, bien en la privación de los derechos y libertades fundamentales recortados sin miramientos, a pesar de haberle llevado siglos a su especie tales conquistas. ¿Tendremos lo que nos merecemos? ¿Cuál será el horizonte hacia el que se encamine el futuro?

Cuando el enfoque consiste en allanar el terreno de forma simplona —no así de la conveniente u oportuna facilitación de medios— y el rasero desciende en un goteo incesante, surgen figuras radicalmente opuestas a lo establecido como modelo de respeto o autoridad, expresado esto rectamente: sin matices dogmáticos. Así, el ejercicio del liderazgo siempre es oportuno, carente de visceralidad. Sigue una línea coherente desde su nacimiento, siendo el prisma humanístico de importancia capital. Asimismo, evita los sesgos y la confrontación cobarde. Huye de la retórica hueca y utiliza términos cargados de sustancia, nutritivos, que alimentan y ensanchan la razón. Por eso, somos capaces de asimilar su dictado y acogerlo como verdadero. En cambio, la contribución a lo banal se apoya en un sentimentalismo ramplón en el que percibimos su materia chusca y directamente engañosa donde, a sabiendas, se admiten sus faltas, su pecado original. Esta complicidad interesada es el premio del mediocre que cree —admitiendo el engaño— ser más listo por ello, animado por un sentido de pertenencia a un grupo que jamás destacaría de no hacer suya la trampa, de no jugar sin las cartas marcadas.

«Los ahora ‘intelectuales’ no escriben ensayos, apenas libros. Mas gozan de una proyección superior a la de otros que sí lo hacen»

¿Qué es un intelectual? Desvirtuado de su contenido intrínseco, hoy se entiende como tal una amplia categoría más parecida a ‘influencer’, ‘creadores de contenido’, ‘líderes de opinión’ que a otra cosa. Y dentro de ella están, por supuesto, ‘artistas’ y ‘políticos’. En general, se englobaría en este magma a cualquier persona conocida a través de los medios. Los ahora ‘intelectuales’ no escriben ensayos, apenas libros. Mas gozan de una proyección superior a la de otros que sí lo hacen, que ejercitan a diario su función: la de pensar y promover el pensamiento, no la ‘ocurrencia’. Tristemente, son la mano que mece la cuna. Y, como no podría suceder de otra manera, por su inoperancia, los errores se exacerban, ocasionando un elevado coste para su reparación, y no me refiero a lo económico en exclusiva. Acaba de suceder: Suecia frena la inversión en pantallas y vuelve a los libros. El riesgo potencial de convertir en analfabetos funcionales a toda una generación ha sido clave para dar marcha atrás al proyecto de digitalización que vislumbraba una especie de ‘Arcadia feliz’ a través de cada dispositivo al alcance de los alumnos. Muy pocos beneficios observados, y sí la evidencia de un paulatino descenso en las capacidades en comprensión lectora, fuerza y motor del progreso. Si una idea no promueve aquello para lo que fue concebida, no es una buena idea. O acaso haya habido errores derivados por una mala intención al no revisarse todas las esquinas, cada fleco, cada carencia previsible. Corregir la trayectoria supondrá una inversión de años. ¿Qué cifra, qué indemnización se consideraría oportuna para los damnificados?… Y lo que es peor, ante el error nadie entona un mea culpa sincero. Una conducta honorable no debería ser un hecho extraordinario sino natural, integrado en la asunción de las responsabilidades. Tampoco es cosa de regresar a la práctica del harakiri.

Hay una nítida frontera entre la obsesión y el deseo de perfección. La primera no es conveniente, y puede derivar en la autodestrucción y el desencanto mostrados por Bernhard en El malogrado. Ninguno de los dos —obsesión y deseo de perfección—, al parecer, le preocupan un ardite a los que tienen la sartén por el mango. Los malogrados se cuentan por cientos de miles, por millones. En un alarde de sarcasmo, Iósif Stalin evidenció las maneras del totalitarismo al declarar: «Una única muerte es una tragedia, un millón de muertes es una estadística». Su herencia ha hecho fortuna y existen muchas partes interesadas perfeccionando el arte de matar, pues nada hay más terrible que enclaustrar el espíritu, único reducto que permite el ejercicio de la verdadera libertad. «Las ideas son más poderosas que las armas. Nosotros no dejamos que nuestros enemigos tengan armas, ¿por qué dejaríamos que tuvieran ideas?».

La falta de coherencia observada entre palabras y hechos —para mejorar el estado del mundo [1]— muestra las nuevas maneras totalitarias, mucho más sutiles y eficaces, cubiertas de un lustroso barniz bajo el que laten las verdaderas intenciones —que no son otras que ejercer un férreo control a través de todos los elementos disponibles a su alcance—. Deteniéndonos en uno de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), la promesa del Objetivo 4Garantizar una educación inclusiva, equitativa y de calidad y promover oportunidades de aprendizaje durante toda la vida para todos es de imposible cumplimiento en un plazo tan breve como el del año 2030. Para el rescate de lo que implica una de las dimensiones humanas insustituibles, la educativa, se exige seriedad, visión a largo plazo, y no los continuos palos de ciego propios de gentes sin ninguna preparación, lo cual no es creíble. Basándose en esa apariencia de imprevisión, se suceden los dislates y se disculpan. Además, la falta absoluta de transparencia en cuanto a los métodos (evidentemente exitosos) aplicados en los centros de enseñanza donde se educa a los hijos de los poderosos, los herederos de las élites, refuerza que la máxima del «Todo para el pueblo, pero sin el pueblo» ha cobrado un valor añadido. Para ser más exactos, ha sido reescrita, reformulada en la expresión «no tendrás nada y serás feliz» que disfrutarán en breve las jóvenes generaciones.

A ellos, los todavía no malogrados, les digo que —por muy ardua que sea la tarea— : Ain’t No Mountain High Enough

‘Cause, baby, there ain’t no mountain high enough

Ain’t no valley low enough

Ain’t no river wide enough…

Notas________

[1] El diseño del mundo futuro obedece a las directrices del WEF (Klaus Schwab, fundador y presidente ejecutivo del Foro Económico Mundial), a unos agentes no elegidos que, a su vez, las imponen a los Jefes de Estado e instituciones supranacionales que operan según sus dictados:

https://es.weforum.org/agenda/2019/12/que-tipo-de-capitalismo-queremos/

Teresita A.

Mi nombre tiene una historia detrás. La culpa no fue del cha-cha-chá -como cantaba Jaime Urrutia- sino de un "accidente burocrático". Nací en Logroño y pasé mi adolescencia en un lugar de cuyo nombre siempre me acordaré. Mis banderas son el humor cervantino y la retranca de Miguel Delibes -a quien tuve el honor de conocer, ya que soy autora de un libro cuya fuente exclusiva es su obra: Fórmulas de tratamiento en la narrativa de Miguel Delibes-. Las vocaciones -al contrario que las casualidades- existen y se persiguen, como los sueños. Y los míos siempre tuvieron en el foco darle a la tecla y escribir. Además, ejerzo como profesora en un instituto vallisoletano.

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