
«Somos el único ser vivo que es consciente de sí mismo y puede reflexionar sobre sí mismo y sobre lo que le rodea»
Nuevamente un día más me espera con una hoja de papel en blanco. Si no fuera por el ventilador, las gotas de sudor caerían por mi frente. No son gotas de agobio, ni de miedo, solo son la reacción del cuerpo ante el calor. A menudo cuando te enfrentas a una hoja en blanco si que puedes sudar pero no por calor, si no por no saber qué palabras poner, qué frases construir, qué parte de tu pensamiento o sentimiento volcar al papel o al blanco de la pantalla del ordenador.
Cada día, cada mes y año estos motivos van cambiando. No lo notamos, pero si releemos párrafos escritos hace años, nos reencontramos con un yo, ya pasado, quizás olvidado, absurdo o lógico, pero siempre sanador. Volcar los recuerdos y sentimientos fuera aunque sea para uno mismo tiene un poder que ya quisiera la magia, blanca o negra.
El corazón, el alma, quedan lavados y esponjosos, el blanco vacío parece actuar de detergente, te lava, y casi siempre te encala el interior. Por eso la pregunta ¿con qué lava su pompón, la señora equis?, no es baladí. Es la pregunta del millón, y cada publicista te contestará que con el detergente que deje la ropa más blanca. Por lo que se ve, con la ropa no hay problema, es más difícil lavar las culpas y las penas, las palabras que no dijimos en su momento, esas que quedaron congeladas en el aire y no llegaron a otros. Lo malo es que a posteriori ya no sirven de nada.
Por eso si hiciera un inventario de las palabras que no dije, no tendría palabras. Tampoco habrá músicas que las acunen en el aire, porque atragantadas en el alma no se hicieron sonidos. Aún enmudecen de pena y de frío. Hay palabras que no dijimos por miedo y por orgullo, y hay palabras que no supimos decir, también hay algunas que no encontré en su momento para explicar mis sentimientos. A veces, hoy tampoco, pueden vivir esas palabras, porque ya nacen muertas, carentes de sentido. No nos pertenecen ya ni a ti ni a mi y aunque las arrancáramos de sus cadenas lejanas no llegarían a los sentidos.
Ahora solo podemos cuidarlas para que permanezcan en el silencio que sintió nuestros latidos, porque si hiciera un inventario de las palabras que nunca dije, no tendría palabras. Por todo esto yo he creado un documento de identidad que llevo conmigo y en el que digo que si pudiera pasear regalando emociones, olvidaría todo lo demás. Si todavía no me siento un número en un carné, sonreiría a los demás. Y tú, si todavía eres curioso, no pierdas tu alma infantil, regálasela a ese vecino al que nunca saludas.
Si todavía conservas las ganas de respirar hondo frente a la inmensidad del mar, guarda en ti el sonido de las caracolas. Si aún te quedan utopías, muévete, tal vez todavía puedas rescatar una parte. Si te sientes vivo, como cuando viste a tu primer hijo, lucha por los hijos de los demás. Si intentas dejar un mundo mejor, probablemente muchos se reirán de ti y pensarán que desvarías, pero otros seres humanos, que aún no existen, un día te lo agradecerán. Su único reconocimiento valdrá la pena.
Por último debo recordar que por muy importante que sea, o por mucho que tenga, tan solo soy un ser humano más. ¡Asómbrate! Un ser humano más, ni más ni menos. Uno único, uno que nunca volverá a ser y que vale mucho porque es irrepetible. Así que sí, cuando me pongo delante de una hoja de papel, dejo de lado los complejos y me olvido de los sudores, sí puedo sudar pero no por calor, si no por no saber qué palabras poner, qué frases construir, qué parte de mi pensamiento o sentimiento volcar al papel o al blanco de la pantalla del ordenador. Cada día, cada mes y año estos motivos van cambiando. No lo notamos, pero si releemos párrafos escritos hace años, nos reencontramos con un yo, ya pasado, quizás olvidado, absurdo o lógico, pero siempre sanador. Recuerda que como ser humano somos mucho, somos el único ser vivo que es consciente de sí mismo y puede reflexionar sobre si mismo y sobre lo que le rodea. No nos despreciemos, no lo merecemos.