
«La conmoción por el nacimiento del Niño Mutante fue tal que suscitó hondas preocupaciones entre los futuros padres, desde Nueva Zelanda hasta Islandia»
Ocupó cientos de portadas, abrió informativos, editoriales de radio, reportajes, dimes y diretes… Trending topic durante semanas… La conmoción por el nacimiento del Niño Mutante fue tal que suscitó hondas preocupaciones entre los futuros padres, desde Nueva Zelanda hasta Islandia. ¿Cómo y por qué había sido posible?…
No hubo científico, experto, astrólogo, filósofo, tertuliano, que no teorizara, demostrara, interpretara, arguyera o debatiera las más sensatas o disparatadas posibilidades de lo sucedido. Se estudió en profundidad a los padres, a los hermanos -tenía dos, mellizos, niño y niña, absolutamente normales-, a los tíos y abuelos, incluso a los vecinos… Se visitó la casa, la calle, el barrio, la zona, la ciudad entera. Nada. Ninguna anomalía aparente explicaba el suceso. Por supuesto, se analizó la dieta familiar. Dieta mediterránea, ecológica, para más inri. No había explicación. Simplemente fue.
Los psicólogos aconsejaron a los padres evitar el colegio. Un niño de características tan singulares no se sabía cómo podía reaccionar ante estímulos como jugar al balón, acudir al comedor escolar, además de cuál sería su estilo de aprendizaje. Mejor observar en casa antes de tomar una decisión precipitada.
El Niño Mutante -Adán en miniatura- aprendía desde el hogar las tareas habituales de una criatura de su edad, ni con mayor o menor dificultad. Tempranamente, eso sí, desarrolló un agudo sentido musical y, evidentemente, tecnológico, dado que su principal conexión con el mundo -salvo el contacto familiar con sus hermanos y algunos primos, no todos- era a través de los sofisticados sistemas informáticos de que se disponía en la época -hologramas incluidos- muy prácticos en las disciplinas de ciencias, historia y geografía.
Un día enfermó. Tosió un poco. Pero en el espacio de unas horas, su color habitual, un verde jade precioso y uniforme, comenzó a volverse opaco, levemente amarronado. El mellizo mayor, al percatarse del cambio, avisó a su madre quien, preocupada, lo acostó para a continuación llamar al médico. La familia tenía el número de un experto genetista a su disposición las veinticuatro horas del día de los trescientos sesenta y cinco del año.
Dormido, con sus antenas ligeramente temblorosas, el Niño Mutante soñaba con un placentero lugar, cálido, seguro y reconfortante, del que llegaban, amortiguados, los ruidos del exterior: la risa contagiosa de su madre, la voz grave de su padre, las travesuras y gritos de los hermanos, la música de Mozart que se escuchaba en casa… Hasta que un día algo cambió. Murmullos, preocupaciones, palabras nuevas aprendidas y repetidas hasta la saciedad por la gente, que las hacía suyas al oírlas mil y una veces escupidas, vomitadas, por televisiones e informativos. Por vecinos tristes, por abuelos arrasados en lágrimas… Sintió encogérsele el alma. Helársele la sangre. Oía, de continuo, el sufrimiento del mundo entero. Las palabras nuevas dominaban mente y corazones, y se introdujeron dentro de su cuerpecito una a una, como pequeños pinchazos que apenas se notaban, pero que fluían incesantes, cayendo como un pesado monolito que lo aplastaba y reducía, que lo sometía tempranamente a una vida sin esperanza.