¿Por qué no se enrolla si su tiempo y dedicaciones se lo permiten y nos acompaña Vd un día, don Benito, en la Paseata de don Manuel? Se trata de un ejercicio saludable que evita las penas y sufrimientos de las caminatas “plomos”.
Manteniéndome a mí en vilo y a don Manuel en ascuas fueron las cosas consolidándose y esta mañana recibo, por debajo de la puerta, la carta de don Benito que se lee aquí.
Por Gracia Díaz-Telenti
“Mi querida Gracia, niña mía:
No soy el oro molido del naturalismo decimonónico español (y en esto siento decepcionarla) soy un servidor más, un escritor que buscó fondos y formas con que poner límites a los excesos de imaginación en que había caído la novela romántica del periodo anterior y situar a mis amables lectores en dos planos: el plano de la realidad, en torno a la cual se mueven los personajes de mis novelas; y el plano introspectivo, que se basa en la manifestación de sus estados de conciencia. Quise poner ante sus ojos una España llena de glorificadores intransigentes y lo qué ocurría dentro de cada uno de ellos: sus pesares, sus anhelos, sus grandezas o miserias, sus desgarramientos vitales, su estupidez, su violencia, su desolación… Esta realidad amplia, inevitablemente, era una realidad vacilante, cuya falta de estabilidad conoceríamos por los personajes que, al enjuiciar o cuestionar sus existencias personales, enjuiciarían y cuestionarían alternativamente la existencia de toda la sociedad. España era una sociedad triste y quise pintarla con algo de humor para que como diría mi amigo don Leopoldo actuara como correctivo del excesivo idealismo que el español lleva en el alma y no sintiera miedo a “hacer la bestia” por ser demasiado ideal, sin que fuera un realismo neto (de esos que también había por acá y era otra cosa) sino como un vejamen oportuno, medicinal, y al mismo tiempo genio satírico por el contraste inverso, a saber: por la comparación del bien ideal con el que se sueña y en que se cree, con las realidades bajas, pero necesarias, con que se tropieza, para las que se tiene vista de lince y que se pinta para censurarlas del mejor modo, que es hacerlas ver como son ellas.
Se nos acusó de no poseer las dotes de observación necesarias para novelar y de ser unos soñadores empedernidos, de estar en las nubes y de no ser capaces de valorar lo que en realidad estaba ocurriendo en la bendita España del XIX. Se nos acusó de muchas cosas, pero eso no nos ha impedido ser grandes en otros tiempos ni evitado que Cervantes o Velázquez inmortalizaran esta grandeza en sus obras, ¡qué por dar breves ejemplos!
Quisieron hacernos creer, en aquella época de opresión, que retratando la realidad con este humor que no escondía nuestras desagradables “improntas” nos convertíamos en anti-sistemas peligrosos y nos censuraron de lo lindo, por motivos estéticos y políticos. Gatillazo que sirvió para transformar nuestra tolerancia en arma revolucionaria:
“…no hay país, de los civilizados, donde el fanatismo tenga tan hondas raíces.” (Con esta frase me defendió Clarín.)
La impersonalidad del autor, preconizada entonces por algunos como sistema artístico, no era más que un vano emblema de banderas literarias,.. El que compone un asunto y le da vida poética, así en la Novela como en el Teatro, está presente siempre… Su espíritu es el fundente indispensable para que puedan entrar en el molde artístico los seres imaginados que remedan el palpitar de la vida. Me pareció más fácil retratar al pueblo, porque su colorido es más vivo, su carácter más acentuado, sus costumbres más singulares, y su habla más propia para dar gracia y variedad al estilo.
Estaba decidido a imitar a Clarín y por eso le escribí una carta y alabé el método con el que perseguía los lugares comunes de la conversación, de la literatura y del periodismo. En esto era, mi buen amigo don Leopoldo, un iniciador.
Una de nuestras mayores dificultades al novelar en España consistía en asimilar el lenguaje literario a los matices de la conversación corriente… Poetas y oradores lo mantenían anquilosado en los antiguos moldes académicos y de estas rancias antipatías entre la retórica y la conversación… resultan infranqueables diferencias entre la manera de escribir y la manera de hablar, diferencias que eran desesperación y escollo del novelista.
Señora mía, usted sabe del papel predominante que las mujeres tienen en mis obras. Son ustedes el encanto de la vida, el estímulo de las ambiciones grandes y pequeñas; origen son y manantial de donde proceden todas las virtudes. Debemos a la parte bella y débil de nuestro linaje los altos ejemplos de abnegación y de heroísmo…, los más gloriosos triunfos del bien… y (su) destino ineludible… (de) amar al hombre.
Nadie ha disfrutado más que yo con sus diálogos, tan especiales e íntimos que se dirían desnudas ante nuestros ojos. Irresistibles, les concedí el tiempo que el teatro les negaba. Doña María Zambrano me lo explicaba así el otro día:
… Despierta el personaje de la tragedia en un instante – el clásico del ‘reconocimiento’-, mientras que el de la novela recorre un camino en el tiempo; se diría que al que vive en la novela se le da tiempo.
Tenía que dejar que ustedes hablasen por sí mismas, simular su conversación y reproducirla con su mismo lenguaje. Todo, con el fin de que el lector recibiera la impresión de estar asistiendo al transcurrir de la vida cotidiana. Cuando me decidí por el empleo del monólogo interior; recogí, en él, los más privados anhelos de mis personajes masculinos y la “parte bella de nuestro linaje”, parlanchín y fuente inagotable de conocimiento y gloria:
– “Vete, huye, lárgate pronto diciendo: ‘Zapato de la sociedad, me aprietas y te quito de mis pies. Orden, Política, Religión, Moral, Familia, monsergas, me fastidiáis; me reviento dentro de vosotros como dentro de un vestido estrecho… Os arrojo lejos de mí, y os mando con doscientos mil demonios’…” (Tormento).
– “Señor, Dios mío: ¿oyes mi voz, o estoy condenada a rezar eternamente sin ser oída…? Yo soy buena, nadie me convencerá de que no soy buena. Amar, amar muchísimo, ¿es acaso maldad…? Pero no, esto es una ilusión, un engaño. Soy más mala que las peores mujeres de la tierra… Es espantoso, pero lo confieso a solas a Dios, que me oye, y lo confesaré ante el sacerdote. Aborrezco a mi madre.” (Doña Perfecta).
– “… ¡Qué soledad! O yo no veo absolutamente nada, o no pasa alma viviente por estos sitios… ¿Quién demonios, que no sea el estrafalario Albrit, este loco enjaulable, se ha de arriesgar por el horrible Páramo en noche tempestuosa?… ¿Qué voz es ésa? Si no es que el viento se da a la imitación del graznido de los hombres, ha sonado una voz… Sí, hasta parece que oigo mi nombre… No, no; es el viento, que sabe pronunciar la última sílaba: brit…,brit…” (El Abuelo)
– “¡Hay, cuánto me molesta este diálogo!… Quiero estar sola y pensar lo que a mí me dé la gana, sin tener que llevar a cuestas el pensamiento ajeno… Fingiré que duermo para que se calle.” (Realidad).
Nunca tuve método fijo. Cuando creí conveniente reflejar en mis novelas la sociedad que me rodeaba, hice uso de la narración en tercera persona, por considerar que esta era la técnica que mayores posibilidades me brindaba para analizar, exhaustivamente, la sociedad. La tercera persona ofrece al novelista la posibilidad de asumir papeles omniscientes, tanto por lo que respecta a los acontecimientos como por lo que a los personajes se refiere. Yo (narrador) conocía el acontecer de mis personajes, penetraba en sus conciencias y en la conciencia social que estas reflejaban. Por ejemplo, no me contenté con presentarles a Senen como un personaje sin escrúpulos ni moral, un trepa inculto y amanerado al que lo único que le interesaba era el dinero fácil sino que, además; sentí la necesidad de poner los puntos sobre las íes y demostrar cuanto le despreciaba. Así que le desvíe en la oscuridad para de este modo mejor justificar su caída.
En 1870 tuve una fe contundente en la clase media, de la incesante agitación que la elabora, de ese empeño que manifiesta por encontrar ciertos ideales y resolver ciertos problemas que preocupan a todos, y conocer el origen y el remedio de ciertos males que turban las familias. En 1897, en mi discurso académico “La sociedad presente como materia novelable”, subvierto su “valor” porque pierdo la fe:
La llamada clase media, que no tiene aún existencia positiva, es tan sólo informe aglomeración de individuos procedentes de las categorías superior e inferior, el producto, digámoslo así, de la descomposición de ambas familias: de la plebeya, que sube; de la aristocrática, que baja, estableciéndose los desertores de ambas en esa zona media de la ilustración, de las carreras oficiales, de los negocios, que vienen a ser la codicia ilustrada, de la vida política y municipal. Esta enorme masa sin carácter propio que absorbe y monopoliza la vida entera…
El intercambio, o al menos el uso de las cartas, fue otro procedimiento que tampoco desdeñé:
– “Tormento mío, Patíbulo, Inquisición: Aunque no desees saber de este pobre, yo quiero que lleguen a ti noticias mías… ¡Malditos los que en el laberinto artificioso de las sociedades han derrocado la Naturaleza para poner en su lugar la pedantería, y han fundado la ciudadela de la mentira sobre un montón de libros amazacotados de sandeces!”
– “Querido padre: perdóneme usted si por primera vez le desobedezco no saliendo de aquí ni renunciando a mi propósito. El consejo y ruego de usted son propios de un padre bondadoso y honrado; mi terquedad es propia de un hijo insensato; pero en mí pasa una cosa singular: terquedad y honor se han juntado y confundido de tal modo, que la idea de disuadirme y ceder me causa vergüenza. He cambiado mucho… A usted puedo hablarle como se habla a solas con Dios y con la conciencia…”
En los veintisiete años que van desde 1870 a 1897, las cosas habían cambiado y mis enfoques e intereses cambiaron con ellas también. La libertad que me adjudiqué como creador es lo que me separó del naturalismo y me integró mejor en la definición que del realismo dio Doña Emilia. Con el tiempo, lo que más me llegaría a interesar fueron los conflictos emocionales, la irreprimible necesidad de explicar las conciencias que por un motivo u otro se sienten desajustadas. La técnica que mejor las representaba era, sin demasiadas dudas, la del diálogo. Una técnica que no es mala, aunque yo no haya sabido andar siempre con acierto por este camino. El lenguaje de “relumbrón” no se ajusta a las conciencias.
Ay, querida doña Gracita, también se me acusó de hacer meros prototipos y este “juicio” me parece insatisfactorio. La vida es muy compleja e incluso personajes que desde el principio se definen y se les define como seres totalmente bondadosos y de piadosas creencias, pueden llegar a cometer una atrocidad a “la luz” de su fanatismo: prueba de nuestra religiosidad mal entendida y de nuestra devastadora intolerancia.
Lo que a mí me preocupaba era la auténtica realidad, una “realidad interior” que no tiene el carácter bondadoso que exteriormente se pretende. Y, desde luego, no niego haber tomado posición y defender una idea determinada: que resulta ser diametralmente opuesta a la cerrazón de cualquier tipo, política, religión o cultura. Fui un escritor comprometido y sentí la necesidad de mostrar la sociedad de mi tiempo y denunciar sus males. Desde una perspectiva realista, ambas cosas me parecieron posibles. A veces, me dejé ver a través de los personajes; otras, me alejé y les hice “hablar”, y hablaron en muchas obras y muchos capítulos. Nunca pretendí la objetivación absoluta pero tampoco negué que los personajes se revelaran por ellos mismos. Hice un poco de todo.
“Le divertirá a usted, querido padre, si pudiera hacerle comprender como piensa la gente de esta población … La exaltación religiosa, que les impulsa a emplear la fuerza contra el Gobierno, por defender una fe que ataca y que ellos no tienen tampoco, despierta en su ánimo resabios feudales, y como resolverían sus cuestiones por la fuerza bruta y a fuego y sangre, degollando a todo el que como ellos no piense, creen que no hay en el mundo quien emplee otros medios…” (Doña Perfecta)
(“La pobre Perfecta habla frecuentemente de esta nube, que cada vez se pone más negra, mientras ella se vuelve cada día más amarilla.”)
Este humilde servidor suyo intentó ser “moderno”, sensible y percibir el mundo abriendo brechas hacia horizontes más amplios e íntimos con los que registrar “los movimientos internos del individuo”.
Desgraciadamente, fui un incomprendido. La benevolencia brilló por su ausencia. Valle-Inclán me criticó explícitamente porque pensaba que dotar de realidad a personajes extraídos de la clase media no era más que una consecuencia de falta de estilo como escritor, humana y novelísticamente hablando. Y en sus Luces de Bohemia, IV, se refiere a mí como al “garbancero”. Afortunadamente para mí, Ortega y Gasset (“La deshumanización del Arte”) hizo una crítica distinta:
“El realismo…, invitando al artista a seguir dócilmente la forma de las cosas, le invita a no tener estilo. Por eso, el entusiasta de Zurbarán, no sabiendo qué decir, dice que sus cuadros tienen ‘carácter’, como tienen carácter, y no estilo, Lucas o Sorolla, Dickens o Galdós.”
– “La ancianidad da derecho al egoísmo; pero a mí, pásmense ustedes, me han rejuvenecido las desgracias, y tras las desgracias han venido las ideas a darme vigor. Por unas y otras yo tengo aún algo que hacer en el mundo… Veo poco, amigos míos; pero lo bastante para hacerme cargo de que os reís de mí. El quijotismo inspira siempre más lástima que respeto. Si compadecéis el mío, yo compadeceré el vuestro: el religioso y el científico… ¡Cómo ha de ser! En la relajación a que hemos llegado, el honor a venido a ser casi un sentimiento burlesco… Me voy…, No quiero más conversación.” (El Abuelo)
– “Mis creencias están como techo de casa vieja, llenas de goteras. De esto tiene la culpa el trato social, lo que uno piensa, y lo que oye, y lo que ve… Mi conciencia es voluble, y suele regirse por las impresiones que recibo y por los movimientos del ánimo. Cuando estoy contenta y satisfecha mis celos no me punzan, mi conciencia se relaja se hace la tonta, y me dice que mi falta no es falta, sino ley del espíritu y de la naturaleza. Pero cuando mi pasión se alborota con las contrariedades, y el alma se me revuelve, y se enturbia…, pierdo la tranquilidad y me tengo por mala, por indigna de perdón.”
– “…Tu pensamiento brilla demasiado para que en mí no se refleje algo de su luz. Mi desgracia es que no puedo seguirte a esas esferas del bien supremo. Veo la realidad mejor y más cerca que tú, claro está, y porque vivo más próxima al suelo.” (Augusta hablando con su marido Federico. “Realidad”).
– – Yo quiero darte las razones que pides – dijo doña Perfecta… Yo quiero desagraviarte. ¡Para que veas si soy buena, si soy indulgente, si soy humilde…! ¿Crees que…negaré en absoluto los hechos de que me has acusado? Pues no, no los niego… Lo que niego es la dañosa intención que les atribuyes… Tú de nada entiendes más que de hacer caminos y muelles… No se lee en la conciencia ajena con los microscopios de los naturalistas… Yo soy una mujer piadosa… Yo tengo mi conciencia tranquila…
Amiga mía, ha sido un placer el tiempo que ha vuelto a compartir conmigo. Me queda la duda y la pena de no haber sabido darle entera satisfacción a sus deseos, desviándome del camino y hacerles plomo la paseata.
Salude a don Manuel y exprésele mi agradecimiento y mis disculpas de pobre viejo. Ha sido largo el paseo pero mis huesos han salido rejuvenecidos. El resople ha sonrosado mis mejillas y por un momento volví a mis años mozos.
Siempre suyo,
Benito Pérez Galdós.”
¡Qué rico, cómo les quiero!