Madrid es tan bella. España es tan bella. Que hasta para estar en dique seco es óptima.
Así, como se cuela el agua en el casco de un buque viejo; así, el salitre en el tiempo se colo en mis huesos.
En estos días aquí me cambiaron esos huesos carcomidos por la resaca marina. Y caminando nuevamente saludo con el aire de las mañanas otoñales al Manzanares.
Pero es temporada de tempestad.
Debemos ser cautos.
Viviendo aquí, por las huertas, la palabra de Quevedo no me deja.
Es incesante su timbre en mi cabeza.
Y me recojo como él en la torre, la de Juan Abad, ( donde mas bien lo recogían)
Todos conocemos la gran afición de Don Francisco a la política y a todo lío de palacio en el que lograra verse inmerso.
Pero serían su sapiencia o aquellos tiempos. La reflexión desde la torre era salud.
«Retirado en la paz de estos
desiertos,
con pocos pero doctos libros
juntos,
vivo en conversación con los
difuntos,
y escucho con mis ojos a los
muertos.»
Qué curioso. No creo que se trate solo de las épocas. También seremos las personas. Cada una con su intención las que marquemos esto de pensar sosegadamente.
No pareciera existir ahora gran tendencia a la paciencia. A la prudencia.
Al análisis, ese diario de conciencia que tanto bien hace..
Y sigue él con sus libros
«Si no siempre entendidos
siempre abiertos,
enmiendan o fecundan mis
asuntos;
y en músicos callados contrapuntos
al sueño de la vida hablan
despiertos.»
Desde la torre con Quevedo. En plena conciencia de la tercera Guerra Mundial que vivimos, además de los dimes y diretes de los problemas domésticos de cada Nación, va un poema de Eduardo Marquina.
«En ocasiones el idioma de infancia nos aclara»
Eduardo Marquina
1879 Barcelona. España
1947 Nueva York. EEUU
La hermana
Verano, agosto: declinaba el día,
pintado el cielo de vapores rojos,
y volvían, pisando los rastrojos,
dos niños -ella y el- a la alquería.
Ella callaba; el chiquitín decía:
«Yo era un soldado, y cuanto ven tus ojos,
no eran parvas de trigo, eran despojos
de una batalla en la que yo vencía.»
«Pero, y yo?» Deja, espera: ebrio de gloria,
yo volvía después de la victoria
y a ti, que eres la reina, te llamaba…»
«No…, no…; la reina es poca cosa;
yo era – dijo la chiquitina- una enfermera;
y tu estabas herido… y te curaba!
A los doctores : Benavides, Sáez, Maza, Diego, Laura, Jesica. Los enfermeros Begoña, Juan Carlos y a todos (que no tengo en la cabeza todos los nombres).
Pero todos ellos son, los que cuando trozos de nosotros recalan en un hospital, en ningún instante permiten que dejemos de sentirnos personas.