
«La ineptocracia es un sistema de gobierno en el que los menos preparados para gobernar son elegidos por los menos preparados para producir»
La amarga experiencia de un gobierno frankensteiniano como el que nos desgobierna actualmente no es nueva en la historia política de España. Hace ahora 84 años, en 1936, se consumó una coalición formada también por los principales partidos de izquierda y los nacionalistas (de casta le viene al galgo el ser rabilargo): el Frente Popular. Eran sus integrantes el Partido Socialista Obrero Español (una formación política astuta y vieja como ninguna; no en vano fue creada diez años antes de que lo hiciera el club de fútbol decano de España, el Recreativo de Huelva), Izquierda Republicana, Unión Republicana, Partido Comunista de España, Partido Sindicalista, Partido Obrero de Unificación Marxista, Partido Galeguista y la Acción Nacionalista Vasca. Es decir, la misma excrecencia política de la que gozamos en la actualidad que, además, fue fruto de un monumental pucherazo electoral que solo en estos tiempos se ha podido demostrar documentalmente. Sus credos eran el republicanismo, el liberalismo, el progresismo, el antifascismo, el socialismo y el comunismo. O sea, lo mismo que proclaman hoy. La idea de democracia y progresismo que tenía en mente para España, tan solo un año antes, en 1935, Francisco Largo Caballero, un sindicalista y político marxista español, histórico dirigente del Partido Socialista Obrero Español y de la Unión General de Trabajadores, iba en la dirección de la insurrección armada para hacerse con el poder y declarar los soviets hispanos siguiendo el modelo impuesto por Lenin (cuyo segundo de a bordo, Stalin, ya se había convertido en un dictador en toda regla; no en vano había provocado la muerte de más de siete millones de inocentes en Ucrania durante el «Holodomor», un periodo de hambre terrorífico como consecuencia de haber impuesto, en 1930, sobre el campesinado la casi completa colectivización de sus tierras).
Este enfermizo pensamiento lo tenía Largo Caballero cuando todavía se hallaba entre rejas, condenado por ser el máximo responsable del terror socialista desatado durante la Revolución de octubre de 1934 en la que se había alzado contra el gobierno legal formado por Alejandro Lerroux y tres ministros de la Confederación Española de Derechas Autónomas, la CEDA. Y mira tú por dónde, paradojas de la Historia, fue un general de brigada de la Segunda República quien reprimió, en nombre del gobierno central, esta revolución protagonizada por socialistas y sindicalistas en Asturias. La prensa comenzó entonces a conocerlo como el «Salvador de la República». El militar en cuestión se llamaba Francisco Franco. Un bando de la época decía:
«El Ayuntamiento de Oviedo ha declarado hijos adoptivos […] al libertador de Asturias, general López Ochoa, y al general D. Francisco Franco […], al cual se le tiene aquí muchísimo cariño, y que llevó desde Madrid toda la organización de las fuerzas que habían de venir en defensa de esta provincia».
Pues como digo, amable leyente, todo el pensamiento de este ser nocivo, Largo Caballero, se resume en este párrafo de su puño y letra:
«Todo el orden existente va a transformarse […] Dentro de cinco años, la República estará de tal forma organizada que a mi partido le resultará fácil utilizarla como escalón para conseguir nuestro objetivo. Nuestra meta es una «Unión de Repúblicas Ibéricas Soviéticas» [ahí es nada]. La Península Ibérica volverá a ser un gran país. Portugal se incorporará a nosotros, confiamos que pacíficamente, pero utilizaremos la fuerza si es necesario. ¡Detrás de estas rejas tiene usted al futuro amo de España! [Estas palabras se las decía al periodista americano que le entrevistaba]. Lenin ha declarado que España sería la segunda República Soviética de Europa, y su profecía será una realidad. Yo seré el segundo Lenin que lo hará realidad».
Entre las reformas que tenía pensadas este individuo estaba la nacionalización de la tierra (la misma película que había provocado Stalin con el Holomodor), la prohibición de las órdenes religiosas (desconocemos si también estaba en su lista la islámica), la disolución de la Guardia Civil, etc. Un programa que, además, se aplicaría mediante decretos gubernamentales, pues los socialistas no contaban (al igual que ahora) con una mayoría suficiente en las Cortes. Los socialistas querían emular lo que los bolcheviques habían hecho en Rusia cuando liquidaron el viejo imperio zarista. Se proponían eliminar el «Estado imperialista español» (otra reminiscencia hispanoboba de la Leyenda Negra Española, plenamente asimilada por estos intelectuales) para dar vida a esta Unión Soviética Ibérica, que sería más grande que España, y en la que se «reincorporará Portugal y se redimirá Gibraltar del vasallaje del imperialismo británico». Así lo proclamó Largo Caballero en un mitin en Madrid, ante unas masas enardecidas y delante de un inmenso retrato de Lenin.
A pesar de la tragedia social que se vivía en la URSS con el comunismo, nuestros gobernantes españolitos seguían, erre que erre, con su idea de la Unión Soviética Ibérica. Estas alarmantes declaraciones cruzaron el charco y los americanos, en la sombra pero ojo avizor a todo lo que acontecía en el Viejo Mundo, empezaron a mover los hilos para que los fatuos deseos de este megalómano socialista no arribasen a ningún puerto.
De hecho, en la URSS la situación distaba mucho de ser tan idílica como la pintaba Caballero aquí en España. En una carta fechada en 1933, la hija del escritor Leon Tolstoi denunciaba la situación que vivía:
«Desde hace quince años, el pueblo ruso padece esclavitud, hambre y frío. El Gobierno bolchevique sigue oprimiéndole y le arrebata su trigo y otros productos que envía al extranjero porque necesita dinero. Lo hace no solo para comprar maquinaria, sino para hacer la propaganda comunista en el mundo entero. Y si los campesinos protestan y ocultan el trigo para sus familias hambrientas, se les fusila».
Los separatistas catalanes y vascos de entonces, al igual que ahora, no tuvieron inconveniente alguno en aliarse con los extremistas revolucionarios. En la proyectada URSS Ibérica, Cataluña y Vasconia serían dos repúblicas confederadas, con lo que su independencia de España estaría garantizada. Además de este cóctel explosivo de ideas y tejemanejes políticos, la izquierda colmó el vaso de su odio a la derecha cuando hizo circular en Madrid, en mayo de 1936, el rumor de que mujeres de esta formación política repartían caramelos con veneno entre los niños. Este «bulo de los caramelos envenenados» alentó entre sus acólitos una lujuriosa violencia, quemando iglesias y asesinando a numerosos inocentes. Estos acontecimientos crearon tal tensión en la sociedad española que, creo que hoy es una obviedad decirlo, desataron una crisis social tal que desembocó en una guerra civil en toda regla.
Con el empeño que han puesto los socialistas con su Ley de «Memoria Histérica o Demacrática» para borrar lo que les conviene de nuestro pasado, curiosamente no han eliminado de calles y plazas a los numerosos «Largos Caballeros» que la engalanan, y que con su verborrea propició la fratricida contienda. Me temo que nuestro sino será volver a repetir nuestro pasado, con sus puntos y comas; aunque con la happycracia que embarga hoy día a la sociedad española, tan poco o nada militante por ideales políticos fatuos como los actuales, me cuesta creer que se vaya a caer en una situación tan dramática como la de antaño. A lo sumo creo que podríamos ver en los escraches urbanos, popularizados por esta ideologizada izquierda, el sustituto de las armas en caso de un hipotético conflicto social.
Imponer por la fuerza, sin más, una ideología al pueblo y vivir de las rentas siempre se paga caro, más tarde o más temprano: ayer, hoy y mañana. Un ejemplo dramático lo vimos en el matrimonio Ceaucescu (el rumano, no el español), una parejita de comunistas que logró exasperar los ánimos de los personajes influyentes, los que siempre están a la sombra, y que, debidamente azuzada a la peña, fueron pasados por las armas en un abrir y cerrar de ojos. O mire usted, si no, el colapso que sufrió la todopoderosa Unión Soviética, tras la caída del Muro de Berlín. Así que ojo con mover los avisperos sociales. Decía a este respecto el poeta bengalí, también artista, dramaturgo, músico, novelista y autor de canciones Rabindranath Tagore: «Qué fácil es empujar a la gente…Pero qué difícil guiarla». Y lo cierto es que este axioma ha servido a la clase dirigente para anteponer los medios a los fines en las cosas de la política.
Cuando todos los países de Europa se ven abocados, por un sentido de estado, a coaligarse, anteponiendo siempre la nación, nuestros políticos se dedican a jugar a los dados a ver qué carambola sale en las urnas, en busca de una mayoría absoluta que no les obligue a rendir cuentas ante nadie; mayoría nacional que creo no llegará de la mano de un solo partido nunca más. Y si no, repasemos cómo están conformados los gobiernos europeos, nuestros referentes más cercanos.
En Alemania, Angela Merkel, líder de la Unión Demócrata Cristiana, gobierna todavía, a la hora de escribir estas líneas, en coalición con su antónimo, el Partido Socialdemócrata (SPD).
Hasta un populista mendaz como él solo, el presidente de Francia, Emmanuel Macron, ha aglutinado en su gobierno a miembros de cinco partidos en los principales puestos, entre los que se cuentan dirigentes socialistas y conservadores.
De los ingleses, ni puto caso, máxime ahora que por fin se han ido a tomar viento atlántico con su Brexit.
Los «países frugales» tienen, al igual que nosotros, idénticos problemas de gobierno que han resulto vía alianzas que aquí se nos antojan antinaturales. Nuestro conocido banquero holandés, el Mark Rutte este que va al Parlamento en bicicleta y promotor de la exitosa ayuda económica que nos ha concedido de marras, y que muchos de los palmeros de Mr. Fraudez creen que ha sido vilmente engañado por su ególatra líder, pues tienen la falsa creencia de que los 140000 millones que nos han prestado nos van a salir gratis, como digo, el tal Rutte, líder del partido de los liberales y conservadores, el Partido Popular por la Libertad y la Democracia, gobierna junto al partido de centro izquierda Demócratas 66 y los conservadores del CDA y el CU.
Sebastian Kurz, el primer ministro de Austria, miembro del partido ÖVP (Partido Popular Austriaco), gobierna en coalición con el Partido Socialdemócrata, el equivalente al de Mr. Fraudez en España.
El irlandés Leo Varadkar, miembro del partido conservador Fine Gael, gobierna el país desde junio de 2017 en coalición con el partido laborista, Labour, de Joan Burton.
En Suecia gobierna, desde 2014, Stefan Löfven, líder del Partido Socialdemócrata sueco; y lo hace gracias a la coalición con el partido de Los Verdes y el apoyo del centro derecha.
Más al este de Europa también suena la misma melodía de consenso, la misma que los hipoacúsicos políticos españoles son incapaces de percibir. El Partido Socialdemócrata de Bohuslav Sobotka gobierna en la República Checa gracias a ANO 2011 (Alianza de Ciudadanos Descontentos), el partido de centro derecha liderado por el empresario Andrej Babiš.
Boiko Borísov, primer ministro de Bulgaria desde 2017, y miembro del partido GERB (Ciudadanos por el Desarrollo Europeo de Bulgaria) gobierna, a pesar de haber ganado las elecciones, gracias al Bloque Reformista, una coalición de partidos de derecha e izquierdas.
En otros países como Estonia, Letonia y Lituania, ocurre prácticamente lo mismo: se gobierna gracias a las coaliciones entre partidos de derecha e izquierda, sin que nadie se eche las manos a la cabeza ni expulsen del partido a quien ose conjurar semejante alianza con su mortal enemigo político, como ha ocurrido aquí en España (en el Ayuntamiento de Cartagena, sin ir más lejos).
En la Europa del Sur hay países que también gozan de cierto sentido común cuando de gobernar se trata. Los únicos que carecemos de ese atributo parece que somos nosotros. En Grecia, Alexis Tsipras, el amigo del Marqués de Galapagar, del partido SYRIZA, una coalición de la izquierda más radical, gobierna, desde 2015, junto al partido de derechas ANEL (Griegos Independentistas). Y eso que son dos partidos tan inmiscibles en sus postulados como el agua y el aceite.
En Italia, Paolo Gentiloni, del Partido Democrático, formación socialdemócrata, gobierna, desde 2016, gracias a varias fuerzas políticas, como la Alianza Popular (centro) y el partido Nuevo Centroderecha, afiliado al PP en Europa.
¿Pero es que no hay un solo gobierno en Europa, similar a este que sufrimos en España, que goce de una firme convicción nacional? Pues sí. Lo hay. Es lo que al inicio de su andadura llamaban en Portugal «El Gobierno de la geringonça», o sea, de la chapuza. A pesar de este singular epíteto, ya que algunos analistas le vaticinaban un «mandato efímero», de «gestores blandos» apoyado en el «populismo antisistema», ha conseguido aglutinar a la izquierda y es un modelo sureño de cómo se pueden hacer bien las cosas.
Lo que pasa en España daría para varios volúmenes, pero quizá se pueda resumir brevemente en una sola frase. El catedrático de Filosofía, académico y escritor francés Jean d’Ormesson, basándose en la Teoría de la Estupidez, de Carlo Maria Cipolla, esa que postula que los incautos son una fracción fija e importante de la sociedad y caracterizados porque de todo lo que hacen no se benefician en nada y a cambio favorecen al que los manipula; también en el Principio de Peter, del homónimo Laurence J. Peter, que afirma que en una jerarquía todo empleado tiende a ascender hasta su nivel de incompetencia, especialmente en la política; y conforme a la conocida sentencia de Edmund Burke, que dice que para que triunfe el mal basta con que los hombres de bien no hagan nada, nuestro ilustre galo resume todo ello en un palabro inventado por él, «ineptocracia», que define así:
«Es un sistema de gobierno en el que los menos preparados para gobernar son elegidos por los menos preparados para producir, y los menos preparados para procurarse su sustento son regalados con bienes y servicios pagados con los impuestos confiscatorios sobre el trabajo y riqueza de unos productores en número descendente, y todo ello promovido por una izquierda populista y demagoga que predica teorías, que sabe que han fracasado allí donde se han aplicado, a unas personas que sabe que son idiotas».
Si esto resultara cierto (y no me cabe duda alguna), habría que buscar los perversos elementos que estos políticos utilizan para sustentar esta manipulación mediática. Y no crea usted que tenemos que retroceder mucho en el tiempo para averiguarlo, pues tenemos un ejemplo de manipulador en potencia que nos puede venir que ni al pelo para desentrañar esta cuestión. Paul Joseph Goebbels dirigió el Ministerio de Educación Popular y Propaganda en Alemania, una cartera que fue creada por Adolf Hitler cuando llegó al poder, en 1933. Antes había sido director de Comunicación del Partido Nacional-Socialista (ojo, socialista), que había contribuido a aupar a Hitler al poder. Desde el Ministerio de Propaganda que dirigía monopolizó el aparato mediático estatal, prohibió todas las publicaciones y medios de comunicación que no estuvieran bajo su control y orquestó un sistema de consignas que eran transmitidas, desde un poder centralizado, al cine, a la radio, al teatro, a la literatura y a la prensa. Fue tal el odio silencioso que desató, que en privado sus compañeros nazis se referían a él con epítetos tan cariñosos como «Mahatma Propagandhi», «el enano venenoso», «la rata» o «el enano intrigante». De la misma manera que el científico inglés Isaac Newton legó a la humanidad los beneficiosos «Principia Mathematica», postulados que permitieron la revolución científica de su tiempo, este perverso alemán, desde su ominoso ministerio de manipulación propagandística, desarrolló un género de «Principia Tractantem», un tratado que contiene 11 reglas para la manipulación social con las que operaron con gran eficacia antes y durante la Segunda Guerra Mundial, y que nuestros políticos, especialmente los de izquierdas, lo tienen en la actualidad como libro de cabecera.
El primero de tales preceptos sería el «Principio de simplificación y del enemigo único», que consiste en adoptar una única idea, individualizar al adversario en un único enemigo: por ejemplo, por muy democrático que sea el partido, la derecha, franquista y fascista, por supuesto.
Otro sería el «Principio del método de contagio», que consiste en reunir a diversos adversarios en una sola categoría o individuo. Por muchos partidos de derechas que haya, su doctrinario les lleva a que sus adversarios han de constituirse en suma individualizada: por ejemplo, la derecha trifachita.
«Principio de la transposición». Se trata de cargar sobre el adversario los propios errores o defectos, respondiendo al ataque con otro ataque: Si no puedes negar las malas noticias, inventa otras que las distraigan: la corrupción política del PP, la mala gestión del Prestige, o del Ébola, por poner tres ejemplos.
«Principio de la exageración y desfiguración»: Hay que convertir cualquier anécdota, por pequeña que sea, en amenaza grave. Por ejemplo, que la derecha va contra las mujeres por querer ampliar el maltrato en la Ley de Violencia de Género también a ellas; o porque exige un mayor control a los que llegan a España en pateras, entonces se dice de ellos que no quieren a los inmigrantes, etc.
«Principio de la vulgarización»: Toda propaganda debe ser popular, adaptando su nivel al menos inteligente de los individuos a los que va dirigida. Cuanto más grande sea la masa a convencer, más pequeño ha de ser el esfuerzo mental a realizar. Ellos saben que la capacidad receptiva de las masas es limitada y su comprensión escasa; además, la peña tiene gran facilidad para olvidar. Aquí entraría el recurrente guerracivilismo, que tan buenos réditos da a la izquierda, la perdedora de la contienda y, por tanto, la rencorosa, según la apreciación de Nietzsche (Según este mismo filósofo, la vencedora siempre adopta el papel de estúpido).
«Principio de orquestación» (y le aseguro, paciente leyente, que no es nada que suene a música): La propaganda debe limitarse a un número pequeño de ideas y repetirlas incansablemente, presentadas una y otra vez desde diferentes perspectivas, pero siempre convergiendo sobre el mismo concepto, sin fisuras ni dudas. De aquí viene también la famosa frase: «Si una mentira se repite suficientemente, acaba por convertirse en verdad». Verbigracia, la pandemia no era previsible puesto que le ha pasado a todo el mundo; hemos salvado a no sé cuántos miles o millones de ciudadanos con nuestra nefasta gestión (incluso han «resucitado» a dos millares que se daban por fenecidos); la luz en España no está tan cara si la comparamos con lo que pagan ingleses (los que defienden este postulado nada dicen del poder adquisitivo de los anglos).
«Principio de renovación»: Hay que emitir constantemente informaciones y argumentos nuevos a un ritmo tal que cuando el adversario responda el público esté ya interesado en otra cosa. Las respuestas del adversario nunca han de poder contrarrestar el nivel creciente de acusaciones. Por ejemplo, se ha creado un subsidio de por vida para todo aquel que no quiera dar un palo al agua; vamos a aplicar la tasa Google para que los ricos paguen más; hemos desenterrado al dictador del Valle de los Caídos; hemos suprimido los nombres de calles atribuidos a colaboradores del régimen franquista; vamos a combatir la corrupta monarquía; vamos a implantar una República Plurinacional; hay que desarrollar la Ley de Memoria Histórica; hemos aprobado la eutanasia y el derecho al aborto sin limitaciones, etc.
«Principio de la verosimilitud»: Consiste en construir argumentos a partir de fuentes diversas, a través de los llamados globos sondas o de informaciones fragmentarias, como decir que el Gobierno está luchando contra las fake news que lo desprestigian en las «redes antisociales»; o preguntar desde el Instituto Nacional de Estadística a la peña qué le parecería que hubiese un férreo control de la información por parte del Estado, etc.
«Principio de la silenciación»: Acallar sobre las cuestiones en las que no se tienen argumentos y disimular las noticias que favorecen al adversario, también contraprogramando con la ayuda de medios de comunicación afines en prensa, radio y, sobre todo, televisión, pagando generosos subsidios con cargo a las cuentas del Estado para proteger al Gobierno.
«Principio de la transfusión»: Por regla general la propaganda opera siempre a partir de un sustrato preexistente, ya sea una mitología nacional o un complejo de odios y prejuicios tradicionales; se trata de difundir argumentos que puedan arraigar en actitudes primitivas, como el miedo a que gobierne la derecha y nos lleve de nuevo a una dictadura franquista; el España nos roba de los del condado; las perdidas libertades en Euskadi en los tiempos del Paleolítico, etc.
«Principio de la unanimidad»: Consiste en llegar a convencer a mucha gente de que se piensa «como todo el mundo», creando impresión de armonía, algo que hemos visto que es una flagrante mentira, pues las palabras de un ministro restando importancia al turismo en España, o la del Coordinador de Emergencias Sanitarias alegrándose de que no vengan turistas para evitar contagios exportados, muestran cuan inútiles son los que nos gobiernan y el daño que pueden hacer a millones de españoles
En fin, que mientras nuestros políticos miran solo por ellos, en el resto de los países de nuestro entorno miran al futuro y no se revisten de fobias que les impida coaligarse con otros de diferente ideología. Nosotros somos, gracias a esta izquierda rencorosa y reaccionaria, la excepción de Europa, la que abandera el «Spain is different», el eslogan que puso de moda precisamente… la dictadura el régimen franquista.
Poco antes de desatarse la fratricida guerra civil, en plena bolchevización de la izquierda española, el diputado en Cortes durante la Segunda República José Antonio Gamazo, además de un firme crítico de la «revolución de Asturias» y de la ola de violencia desatada por el bulo de los caramelos, advirtió lo que llegaría poco tiempo después: «Combatís al fascismo, os duele el fascismo, pero yo os digo que el fascismo lo creáis vosotros».