
«Los gobernantes británicos sacaron a colación la neutralidad de España en la guerra valiéndose del tema recurrente: La Leyenda Negra Española»
Quizá, paciente leyente, se haya usted preguntado, al igual que me ha sucedido a mí, de dónde diablos sacan la eficiencia y la laboriosidad, por poner solo dos humildes atributos, la población germana. Pues aunque no lo crea, de la genética, naturalmente; virtudes de las que nosotros, seres del meridión, carecemos, a pesar del empeño de Serrat de reivindicar que el sur también existe. Lo cierto y verdad es que este sambenito que nos encasquetaron nos ha acompañado desde el siglo XVI, era espacio-temporal donde emergió glorioso el Imperio Español cubriendo las dos terceras partes de la tierra conocida. Algunos tópicos de la Leyenda Negra Española pasaron de ser meros trampantojos propagandísticos salidos de las imprentas protestantes de estilo Cranach (con imágenes impactantes y de poca chicha semántica pues sus artífices eran sabedores de eso de que la letra mata, etcétera), a tallarse en bronce, esculpirse en mármol y pintarse en tablas como historia verdadera, respetable e indiscutible, al más puro estilo orwelliano, de la mano de prestigiosos historiadores contratados a sueldo que, sesuda y reflexivamente, vertían su opinión sobre los habitantes de una España que no habían visitado nunca y que poco o nada sabían del origen de sus usos y costumbres.
«La estirpe real visigoda y el derecho consuetudinario eran teutónicos: estaban degenerando rápidamente y sumiéndose en la normalidad de las naciones del sur».
¿Qué? ¿Cómo se le ha quedado el cuerpo? Estas regaladas palabricas abanicando celestialmente los tímpanos de los que, por cierto, han sido siempre sus enemigos más contumaces, los alemanes (aquí bien podíamos decir eso de que París bien vale una misa), son del historiador inglés William Stubbs, anodino personaje que floreció en el nacionalista siglo XIX y cuyo poco loable cometido de reescribir la Historia no le supuso inconveniente alguno para ejercer al mismo tiempo el noble ministerio del obispado anglicano (algo totalmente impensable en un católico, según la errabunda mente de un britano). Y echándole un par de pelotas, este tal Stubbs justificaría con este postulado cosas tan sorprendentes como la derrota visigoda en la batalla de Guadalete, momento que desata la invasión y el predominio musulmán en Hispania durante ocho siglos. Esta retorcida explicación a esta curiosa evolución darwiniana justificaría por qué el ario visigodo iría envileciéndose y transformándose paulatinamente en el bárbaro que caracterizaría, tiempo después, al habitante de la Hispania. Pero, como hemos dicho reiteradamente, no necesitamos enemigos externos, nosotros solos nos bastamos para autodestruirnos. Roca Barea lo expresa muy bien en estos términos:
«No vaya a pensar el lector que este asunto de los visigodos degenerados es una antigualla de museo o un matiz erudito de medievalista fantasioso. Es una idea que se hace popular entre las clases letradas y seudoletradas cuando se asume que la mayor o menor importancia que un pueblo había tenido o tenía en Europa se mide por la cantidad de genes germanos de que disfruta, un planteamiento perfectamente racista que vino incrustado en el liberalismo y que grandes intelectuales españoles aceptaron como una realidad científica (…) La idea subyacente y casi siempre inexpresada es que todo lo que se ha movido en Europa desde los más remotos tiempos se debe a la raza germánica».
(Claro que sí, hombre, y el Derecho Romano que se aplica en el terreno judicial en todos los lares civilizados, incluido Alemania y aledaños, vino también de los germanos. ¡Ja ja, ja!).
Un intelectual de la deprimida y derrotista generación del 98 que pintaba monas y bailaba con el mismísimo diablo fue nuestro atormentado pensador veleta José Ortega y Gasset, criticado a partes iguales por liberales y conservadores. En su obra «La España invertebrada», abrazando con entusiasmo la corriente liberal europea de moda explicaba que «las razones del fracaso de España venían de la calamitosa naturaleza de las élites visigodas, que llegaron ya casi desgermanizadas y, en consecuencia, carentes de vigor y de capacidad rectora». (Nada, que si quieres arroz Catalina. Por más evidencias mundanas que se pusieran ante las narices de los historiadores explicando la decadencia hispana decimonónica, algunos seguían erre que erre). Como bien apunta la historiadora Elvira Roca Barea, «la tragedia de Ortega (la palabra no es excesiva) y de la generación anterior y posterior a la suya es que necesitan desesperadamente respuestas, y, más desesperadamente todavía, que esas respuestas estén lo más lejos posible de su tiempo».
Sin embargo, si este oscuro razonamiento hubiera sido realmente así llegaríamos a una reducción al absurdo, pues durante el tiempo transcurrido desde que aconteció la invasión árabe, en 711, hasta la toma de Granada, en 1492, o sea, 781 años, los genes debieron revertir su natural aumento entrópico, pues es bien sabido que los descendientes de aquellos reyes godos que sobrevivieron, esperando pacientemente a que llegara el momento oportuno en Covadonga, en lo más abrupto de las estribaciones de la cornisa cantábrica, fueron los que, a la postre, reconquistarían en su totalidad de nuevo España. El historiador, medievalista e hispanista inglés Peter Linehan, autor de «Historia e historiadores de la España medieval», matiza irónicamente la opinión de nuestro clérigo de marras:
«Los problemas de la España del siglo octavo (y los de la del siglo diecinueve, sospechamos) eran para él [Stubbs] tanto fisiológicos y climáticos como morales. Lo que se necesitaba para remediarlos era un régimen de duchas frías y buenos latigazos».
Como se puede ver, nuestro anglicano, con esa malafollá que caracteriza a estos especímenes, le da una vuelta de tuerca a ese racismo contumaz tan propio de esos tipos que pastan por aquellas frías latitudes de la Europa septentrional. Si le diéramos actualmente a sus palabras el valor que le otorgaron sus contemporáneos en vida deberíamos deducir, pues, que los millones de jubilados ingleses, alemanes, holandeses y franceses que pueblan durante todo el año nuestra bendita tierra hispana deben de haber mutado sus genes tiempo ha, y hoy sus portadores deberían ser lo más parecido a… bárbaros radicales islámicos.
Y para que vea usted que este tal Stubbs no fue uno más entre sus pares y que gozó de gran predicamento en su tiempo, tanto en Inglaterra como en América, resulta que fue reconocido universalmente como el jefe de todos los eruditos históricos ingleses, y ningún historiador inglés de su tiempo tuvo el mismo honor en los países europeos. Así que fíjese usted, gentil leyente, cómo estaban en el siglo XIX los fogones de la cocina intelectual anglicana, despachando por un tubo morcillas, salchichas y todo lo derivado del marrano.
Se ha recriminado también al Imperio Español (cómo no, faltaría más) la imposibilidad de cimentar un Reich alemán duradero. Recordemos que el Primer Reich, llamado Sacro Imperio Romano Germánico (toma tomate y chúpate esa, nada menos que «Romano», para que digan que los del sur somos unos bárbaros) fue fundado por el galo Carlomagno en el año 800, a imagen del extinto Imperio Romano. Fue un hombre pío en extremo que dedicó gran parte de su reinado a potenciar el culto del cristianismo, fundando iglesias por doquier. En el interior de sus paredes hizo representar escenas de fieles pulcramente vestidos caminando felices al cielo y conducidos por ángeles; en contraposición, en otras imágenes se pintaba a feos demonios que mandaban a pecadores desnudos a las abrasadoras llamas… del infierno. Carlomagno falleció en 814, a la longeva edad, para la época, de 72 años. Con su muerte se apagó lentamente el imperio que había forjado y también la luz de la erudición que había caracterizado su reinado.
Debieron de transcurrir más de 1000 años para que viera la luz un nuevo imperio alemán. El Segundo Reich fue una suerte de conglomerado de estados peleados entre sí que tomó forma el 18 de enero de 1871, siendo Guillermo I su primer emperador. Este soberbio segundo imperio alemán arrastró al mundo a la Gran Guerra, en 1914, haciéndose añicos en menos que canta un gallo, justo cuatro años después, en 1918, fecha en que los germanos se vieron obligados a firmar un desventajoso armisticio y se transformó en una República, con su correspondiente guerra civil.
España quedó al margen de esta primera contienda mundial, pero la doctrina que más se aprovechó de nuestra ingenuidad y nuestro ya acusado complejo de inferioridad fue el comunismo bolchevique, ideología que fue pergeñada por un amancebado y perturbado Karl Marx (alemán y antirruso, todo hay que decirlo), en cuya obra describía una sociedad injusta y clasista como la britana. No en vano, su famoso «Manifiesto del Partido Comunista» lo escribió en Inglaterra. Era una corriente de pensamiento que ansiaba expandir sus nocivas ideas por el mundo, en especial por una España que, aunque atrasada, no lo estaba tanto como la Rusia que emergió de su sangrienta revolución, en 1917, tras suplicarle de rodillas el armisticio a Alemania, que era quien iba ganando la guerra. Lenin, el nuevo amo de los rusos, acuñaría entonces la palabra «imperialismo» para referirse a toda expansión de un estado, y dotaría a la palabreja de las connotaciones negativas que hoy se tiene de ella, aunque en realidad este término venía más bien a definir el colonialismo que practicaron todos los países anglosajones…menos, precisamente, el Imperio Español. (Me gustaría saber bajo que parámetros habría denominado este iluminado a la URSS que parió junto a su lacayo Stalin).
El Imperio Español era el único que tenía vocación de fusión, de comunión, de permanencia con los pueblos y donde se practicaba la meritocracia, sistema por el cual cualquier persona que formaban parte de los pueblos integrados podía llegar por méritos propios a ser gobernante. Esto no se dio nunca en el Imperio inglés, ni en el alemán, ni en el belga, por eso fracasaron. Los protestantes se limitaban a establecer colonias en las tierras que ocupaban y a trincarles la pasta (como podemos ver hoy día en España en nuestros pueblos costeros, donde estos guiris tienen sus propias tiendas, sus bares, hablan su raquítico inglés, no se integran lo más mínimo con la sociedad española, aunque los maten, y se aprovechan de todos nuestros recursos sanitarios).
La puñalada trapera por la espalda de sus políticos fue el pretexto que se sacaron de la manga los gerifaltes militares alemanes para justificar la derrota a manos de los aliados, en una Primera Guerra Mundial estúpida e innecesaria a todas luces. A tenor de lo que estamos padeciendo (y aprendiendo) de esta singular pandemia, hay autores que opinan que no se le ha dado la suficiente importancia que entonces tuvo en el desenlace del conflicto la mal llamada «gripe española», pandemia que, siempre a ojos de los racistas protestantes, no podía tener otro origen que en el sur, (¿de dónde iba a provenir, si no?); aunque en realidad hoy se sabe que había sido gestada en un cuartel militar americano y que fue exportada a Europa vía soldados yanquis infectados hasta las trancas. Algunos especialistas han apuntado la idea de que por mor a su pureza de sangre esta suerte de peste provocó más muertos entre las filas alemanas que entre las aliadas. (Aquellos que tienen perros o caballos saben bien de los problemas que ocasiona tener un pura sangre). Aunque una explicación más lógica sería que los prisioneros americanos, bastante inexpertos por entonces en el arte de la guerra, eran presa fácil de los experimentados germanos, pero a diferencia de los otros aliados se les mantenía en cautiverio y no se les ejecutaba en el acto, pues pensaban que podrían servir en un futuro de sustancioso canje con los capitalistas americanos. Los contagiados con este virus pegajoso y selectivo (atacaba especialmente a los más jóvenes y fuertes) lo transmitían entonces a los centinelas; estos, a su vez, infectaban a los mandos alemanes y de ahí a todo quisqui, por lo que el número de efectivos germanos se reduciría tan grandemente en unos meses que, a pesar de llevar la iniciativa en la guerra, los cabezas pensantes de sus políticos habrían decidido juiciosamente pedir el armisticio antes que sucumbir a una debacle mucho mayor.
Tras la contienda, Alemania se vio envuelta en una cruenta guerra civil y quedó hecha unos zorros, fruto de las draconianas reparaciones económicas que le impusieron los vencedores.
Y tras este primer gran fracaso bélico global llegó el Redentor (Guía o Führer, como gustaba que lo llamasen) que esperaban las masas germanas, un chalado, que no era ni siquiera alemán, que lucía siempre un ridículo bigotito y que se había embebido hasta las trancas de un racismo impenitente con una verborrea política insulsa, racista y cansina; así que fue a comerles el tarro a los crédulos germanos sobre la necesidad de reconstruir un nuevo Reich por la fuerza, el tercero, al que le había pronosticado una duración de 1000 años (en realidad fue el más efímero de los tres, pues apenas duró doce). Bajo su diabólica dirección, Alemania consiguió llevar al mundo, por segunda vez consecutiva, a una horrible y bárbara, como solo puede gestarla ella, Guerra Mundial. Los jerarcas nazis, a fin de estimular adecuadamente los genes arios, repartieron más de 35 millones de pastillas de Pervitín, un derivado de la metanfetamina (sustancia que tan de moda está entre los jóvenes yonkis de hoy), entre la soldadesca de las diferentes ramas del ejército. Los pura raza podían así combatir días y noches seguidos sin que les asaltara la necesidad de dormir (fueron muchos los que la palmaron por las dosis cada vez más altas que exigía su drogodependencia, y más los que inundaron las salas de los manicomios).
España se mantuvo también neutral en este conflicto, aunque los alemanes, tras arrasar Francia en 1940, animaron a Franco a entrar en liza con la promesa de conseguir lo que los britanos nos habían robado: Gibraltar. Marcelo Gullo, historiador argentino autor de «Madre Patria», dice en su libro que para impedirlo los británicos prometieron devolver a España el «Peñón», amén de comprar las voluntades del dictador: 13,5 millones de dólares, el equivalente actualmente a 220 millones, tuvieron la culpa. Resulta cuanto menos revelador que una nación con tantos valores éticos y democráticos, como Reino Unido, pilar de la civilización, pagara esa enorme suma de dinero a espaldas del soberano pueblo inglés, que padecía sangre, sudor, lágrimas y…hambre. Por supuesto, una vez hubieron soltado la pasta, de la otra cuestión, de la de Gibraltar, se hicieron los suecos.
Está claro que ni un bando ni el otro eran de fiar, y en la línea de la hispanofobia protestante la élite germana de aquellos tiempos nacionalistas, la Alemania fascista, alentaba entre su población una pureza racial que nosotros los españoles (a Dios gracias) carecíamos. Los protestantes añadieron más páginas a nuestra abultada leyenda negra, como la de haber expulsado de España a los judíos, en 1492. Ciertamente ellos se adelantaron en esto mucho antes que nosotros. Inglaterra expulsó a sus judíos en 1290; y Francia lo hizo en 1306, sin que en ambos casos se diera a los hebreos la más mínima posibilidad de convertirse ni de enajenar sus bienes, como sí lo hizo el Imperio Español con ellos. El antisemitismo estuvo siempre latente en la sociedad gala, brotando con fuerza con el «caso Dreyfus», en 1894, poniendo patas arriba toda Francia. Pero de lo que nunca se acusará a los españoles es de haber robado a espuertas a todo un pueblo y provocar un holocausto de tal envergadura como el que los alemanes cometieron, poniendo en práctica la segregación racial y el exterminio industrial de la que tenían por una raza inferior. Y menos mal que Alemania perdió la guerra, porque si no hoy estarían los jóvenes estudiando en las escuelas la preeminencia de la raza aria sobre las demás (suponiendo que hubiesen dejado sobrevivir a alguna de las otras, claro).
Los ingleses, aun a pesar de estar del lado de los vencedores, no salieron mejor parados de esta segunda contienda. Los EE.UU., los verdaderos beneficiados, exigieron a los británicos desprenderse de su imperio mundial (colonias americanas que solo tenían para Inglaterra una mera función comercial, nunca de propagación de la cultura occidental, como sí hizo el Imperio Español) si querían contar con ellos para la victoria final, cosa que hicieron sin rechistar porque habían esquilmado ya todos sus recursos. Para ocultar al pueblo britano esta vergonzosa bajada de pantalones, sus astutos gobernantes sacaron a colación la neutralidad de España en la guerra valiéndose de un tema recurrente: La Leyenda Negra Española (eso es, con un par…), artificio que lo mismo servía para un roto que para un descosido. Estos sinvergüenzas criticaron una neutralidad que antes habían comprado con su sucio dinero.
¿Y no tuvo Alemania en la Historia ninguna posibilidad más de tener un Reich más duradero? Pues claro que sí. Tras infructuosos intentos durante siglos por restaurar el extinto Primer Reich, el de Carlomagno, cuando en 1495 se hizo cargo Maximiliano I de aquellas tierras gobernadas por príncipes que se llevaban a matar entre ellos, aquel proyecto había alcanzado su máxima extensión territorial. Su hijo Felipe, conocido por el sobrenombre de «El Hermoso» por sus correrías mujeriegas, contrajo matrimonio con Juana de Castilla, hija de los Reyes Católicos, y de esta unión el imperio gozó de una extensión territorial nunca antes vista. El hijo de ambos, Carlos V, estaba destinado a engrandecerlo mucho más, pero las luchas intestinas de los príncipes germanos lo abortaron. Fue precisamente la intolerante religión protestante la que impidió que los territorios del Sacro Imperio, que estaban en mejor posición que los demás, se convirtieran en el gran proyecto europeo que planificó Carlos V. Como bien dice Barea, si no lo consumaron fue por una mayúscula inopia política y por una ausente altura de miras de sus oligarquías, que alimentaron el germen de la secesión, el racismo y la división mirando por sus propios intereses, no por los de sus gentes. Ese nuevo Reich con que Alemania había soñado siempre, para su desgracia y la ajena, estuvo ahí, al alcance de su mano. Si no lo tomaron fue porque no quisieron, así que no nos echen la culpa de ello.
Los racistas intelectuales pueden maquillar en sus libros de Historia todo lo que les plazca, o eliminar lo que no les convenga que se sepa, pero hay términos, pobreticos míos, que no han podido borrar, e incluso se enorgullecen de ellos. Resulta que los emperadores alemanes del Sacro Imperio Romano Germánico ostentaron el título honorífico de káiser, palabra derivada de la latina «Caesar» que rinde honor al cognomen de Gaius Iulius Caesar, el general, cónsul y dictador romano (nombrado, eso sí, por el Senado) que dirigió el inmenso y poderoso Imperio Romano desde el sur de Europa. El término césar fue también usado por nuestro Carlos I de España y V del Sacro Imperio Romano Germánico. Los orientales no quedaron a la zaga de los germanos, pues sus emperadores gozaron del título de «tsar», o zar, apelativo que deriva también de césar y que se otorgaba al emperador de Rusia y también al soberano de Bulgaria y de Serbia; y también, en la misma línea semántica, a los monarcas de Irán se les nombraba con el prefijo de honor «sha». Y hasta el tirano general francés Napoleón Bonaparte, tras la fallida revolución francesa, se autoproclamó emperador, motu proprio, no ocultando nunca la gran devoción que profesaba a César. Todos estos términos, pues, han derivado de nuestro César de marras, el bárbaro del sur.
No ha habido ningún monarca después de Felipe II que haya siquiera rozado la posibilidad, como él casi la tuvo, de ser coronado «Rey del Mundo», sustentado por una monarquía universal y cohesionada por una religión de vocación también cosmopolita. Si la supuesta intolerancia religiosa católica (que a fin de cuentas era una competencia exclusiva del Papa de Roma) que la propaganda antiespañola nos cargaba a lomos ha llegado hasta nosotros y la hemos interiorizado es porque poseemos una baja autoestima como sociedad. Como dice Marcelo Gullo Omodeo, nadie habla peor actualmente de España que un español, algo insólito que no ocurre en ningún país del mundo. Sin embargo, pocos estados pueden enorgullecerse de haber convivido en cierta armonía, en su mismo suelo, con las tres religiones y culturas más importantes del mundo: la cristiana, la judía y la musulmana. Y si la Escuela de Traductores de Toledo (que trajo de vuelta a Europa el saber perdido de la Edad Antigua) hubiera florecido en Alemania, otro gallo habría cantado. Cuando Felipe II reaccionaba a la hispanofobia lo hacía dirigiéndose a las élites gobernantes (de la misma manera que hace ahora el gobierno cuando se vierten injurias desde la Cataluña espoleada por los franceses) en vez de al pueblo, que era el destinatario de esas incendiarias soflamas.
Algunos historiadores han tenido que hacer un ejercicio de Historia Comparada para ver cómo se las gastaban en esos países donde se practicaba una teórica «libertad religiosa», el verdadero hecho diferencial, como diríamos ahora, y que no era otro que el de obligar a la peña a comulgar, por güevos, con su religión estatal, de la que su máximo representante era… su propio rey. En sentido moderno, la libertad religiosa es aquella en la que cada cual sigue la confesión que considere más oportuna. Pero esto nada tiene que ver con lo que ocurría en el mundo protestante, donde no se toleraba otra versión de la Biblia que la oficial en cada territorio. Este estigma condujo a las mal llamadas guerras de religión (del protestantismo contra el catolicismo, por supuesto, aunque luego fueron los propios protestantes los que se despedazarían entre sí cuando ya no existían católicos que combatir). En realidad eran guerras civiles en toda regla enarboladas por el engañoso lema de la «lucha por la libertad de conciencia». En la Inglaterra de la sanguinaria reina Isabel, por ejemplo, hubo hasta 17 levantamientos de la población en contra del anglicanismo que impuso.
Esta discriminación racial ha dejado su estela en los tiempos modernos, sin que nadie cuestionara ni denunciara el atropello que suponía contra la libertad de religión. Así, por ejemplo, en la Dinamarca de hasta bien entrado el siglo XIX un católico no podía dejar en herencia sus propiedades a sus sucesores.
Y en la ahora plurirracial Holanda no se les concedía permiso a los hijos de los católicos para estudiar fuera del país.
Y qué decir de la moderna y liberal Suecia. Hasta el año 1976 estaba prohibido por ley que ningún católico nacido allí pudiera ocupar un puesto de funcionario en ninguna administración.
¿Qué imagen habrían proyectado estos tíos de nosotros si hubiéramos hecho algo similar aquí con un ciudadano español que profesara ideas protestantes? ¡Bah! Ni te cuento.
Magnífico capítulo.
Muy bien documentado y argumentado.
💯💯💯