
«Espero que la única soledad que viva esta niña en la vida sea la que ella decida, cuando quiera, como me ocurre hoy a mí»
Esta mañana de sábado he salido a pasear por ese enclave natural que es el Paseo Ribereño, por su margen derecha, la más concurrida; un espacio mediterráneo que florece en los márgenes de los sinuosos meandros del río Segura arrancando desde La Presa, lugar de baño por excelencia, hasta el paradisíaco Menjú, frondoso paraje de palmeras por donde discurren subterráneas las aguas termales que aflorarán en los Baños de Mula, Archena y Fortuna. A primera hora de la mañana me he dado de bruces de nuevo con la soledad, ese insaciable apetito que caracteriza a las mentes errabundas, que de tanto en tanto quieren desconectar de lo mundano, como es la mía. Solo me acompañan el rumor del agua del río y el trino de unos pajarillos que alegres dan la bienvenida al nuevo día. La soledad que se siente a esta temprana hora del día solo es equiparable a la que algunos vivimos en las desiertas carreteras y calles aquellos días de cuarentena inconstitucional por obra y gracia de los que gozamos de oficios tenidos por la sociedad del bienestar como esenciales.
En contra de lo que sucede con demasiada frecuencia en esta bendita tierra, las mansas lluvias equinocciales han sido generosas este año, tercero de la pandemia, sin que ningún ecologista del tres al cuarto haya dado una explicación razonable a este fenómeno valiéndose de su herramienta favorita: la del socorrido cambio climático que tan espléndidamente parece explicar todo lo que con la Madre Naturaleza acontece. Solo hay que indicarles a estos bobos en ciernes que echen una mirada a la escasa vegetación y a los surcos que caracterizan nuestras milenarias lomas y montañas, señales inequívocas de que aquí llueve poco debido a nuestra agraciada, o desgraciada según se mire, situación geográfica a sotavento de las sierras del Segura, de las Villas y de Cazorla, formaciones montañosas que recogen a barlovento las lluvias de las preñadas borrascas atlánticas y nos devuelven de ellas tan solo un cálido viento de poniente. Y que cuando aquí dice de llover lo suele hacer torrencialmente por la irrupción por el este de esas alocadas depresiones aisladas de niveles altos que se asientan en el Mediterráneo.
Así que a la quietud que me embargaba a esta temprana y fresca hora del día me rodea una exuberante eclosión de hierbas y arbustos, verdes como la ova, que en pocas semanas virarán a un amarillo pajizo cuando el astro rey diga aquí estoy yo. Este sol de abril, que se tornará hosco durante la canícula, ahora acaricia la piel y alimenta el alma, y es fuente gratuita de vitamina D, muy recomendada especialmente para aquellos que trabajan en espacios interiores y están más blancos que el papel; ya lo quisieran para sí aquellos hispanófobos e hispanobobos que nos tienen tanta tirria. Se jodan…
Pero tengo siempre la certeza de que la quietud de este idílico paseo, que me permite escribir estos renglones en mi móvil, se verá en cualquier momento interrumpida por alguien que no compartirá esta agradable sensación de soledad que nos ofrece semejante enclave. Así que sin que se haga mucho de rogar aparecen a lo lejos un grupo de desocupadas amas de casa hablando, si es que se puede llamar así al vocerío con que por aquí nos comunicamos, de cosas trascendentes para el común de los mortales, como que vaya arpía que es la vecina del cuarto, tipa a la que todas ponen a parir (pero, claro, porque esta mañana la susodicha ha hecho pellas, que si no la ultrajada sería otra que estuviera ausente); o, cómo no, lo pérfidas que son las suegras de todas ellas, verdaderos Leviatanes de carne y hueso; bicha que en origen surgió de la calenturienta y vengativa imaginación del pueblo hebreo, raro donde los haya, cuyas fantasías religiosas han dado forma a la manera de concebir nuestro mundo occidental.
No podía faltar en esta apacible paseata «dos máquinas de vapor» exhalando agua y dióxido de carbono que pasan por mi lado echando, todo hay que decirlo, el saín por la boca. Sus portadores andan obsesionados, ambos dos, durante su alocada carrera con el registro en minutos, pulsaciones, kilómetros recorridos, calorías, velocidad y otros ítems que les marca la pantalla de su pulsera conectada vía telemática al pulsímetro que llevan en el pecho; entrenamiento que como modernos esclavos cumplen a rajatabla gracias a un programa diseñado por la inteligencia artificial, ya que la suya natural está tan enrobinada que solo la emplean para los instintos básicos. Van ambos que no pueden con su alma voceando sobre el tiempo que hizo cada uno de ellos en la última competición regional y la esperanza que tienen de robarle unos segundos al cronómetro en la próxima cita.
Pasan de largo y vuelve de nuevo la quietud y esa soledad autoimpuesta tan solo rota por el graznido de una majestuosa garza real, que ha debido sentirse satisfecha con el desayuno que le ha procurado alguna carpa del río. Es tiempo de floración, y de alergias, pero es bonito ver a contraluz la abundante pelusilla y el polen que desprenden los sauces llorones, los olmos y especialmente los álamos, gigantes cuyas copas se yerguen imponentes queriendo aprehender el límpido azul del cielo, tapizando un manto lechoso sobre el suelo.
Otra pareja de señoras mayores viene a mi encuentro, una de las cuales comenta a la otra que no sabe qué demonios hacer de comer hoy para toda la familia, cuyos miembros están en el paro, y que está tan aburrida de la vida como para tomar un camino. Tres chicas me adelantan por la derecha con chascarrillos referentes a las injustas notas que le han puesto a una de ellas en la última evaluación y lo hijo de la gran puta que es con ella su tutor de marras.
Vuelve de nuevo la paz. Ahora es una polla de agua la que emerge de una gran roca, de las muchas que perfilan el margen izquierdo del río, acompañada de sus cuatro polluelos. Se lanzan tras su madre al agua y se dejan llevar con la corriente. En la otra orilla los observan una camada de patos, cuyos progenitores despiojan pacientemente a sus polluelos.
Es media mañana y ya se ha levantado el tontolcapullo de la moto, ya estaba tardando; lo hace cabalgando sobre una máquina trucada de pequeña cilindrada con un ruidoso tubarro que casi rompe la barrera del sonido.
En este rincón tranquilo muchos humanos se traen consigo los elementos propios de la urbe; todos parecen tener prisa; todos se agencian sus preocupaciones diarias y las ventean aquí; los solitarios que vienen a pasear parecen no disfrutar del entorno natural, a tenor del alocado ritmo con que van caminando cabizbajos, casi se diría que van contando sus pasos. Otros necesitan de una música monocorde que les haga digerible esa suerte de calvario andarín que debió recomendarle su matasanos para perder peso.
Otro se me cruza con el móvil en la mano haciendo uso del dispositivo manos libres y unos auriculares inalámbricos, con lo que va hablando en voz alta y así todos podamos escuchar parte de la fantástica conversación que entabla con su prójimo.
Pasan también una manada de ciclistas, chillando entre ellos sobre la media de velocidad que llevan ya a esas horas del día. En bandada ocupan la totalidad de la exigua carretera y miran de reojo y con mala hostia al coche que se les acerca por detrás preparados para echarle una maldición en toda regla al conductor si se pone alterado por las prisas.
Vuelve a reinar de nuevo la soledad. Aprovecho ese momento mágico para plasmar por escrito mi actividad neuronal. Rememoro ahora mi infancia, cuando en este mismo lugar nos bañábamos en el río los amigos del barrio y después cogíamos prestado de los bancales un puñado de melocotones para merendar. Algunos de ellos se fueron para siempre muy jóvenes y esta soledad me ayuda a no olvidarlos.
Ha hecho su aparición en el cauce del río un jolgorio que ha enmudecido hasta las aves. Es un grupo de seis o siete embarcaciones neumáticas cargadas de personas para las que no es suficiente con disfrutar de los paisajes que te ofrece este paraje desde esa singular perspectiva, sino que hay que hacerlo chapoteando el agua con las palas como niños y gritando como posesos cuando el fresco fluido vital del río los moja.
Al otro lado del río, en la zona donde las cacas de perro abundan por la despreocupada actitud de sus desaprensivos dueños, que los dejan a pajera abierta, el numeroso grupo de amigos que se reúne todas las mañanas discute hoy con voz estentórea la decisión del gobierno de la nación de levantar la prohibición del uso de las mascarillas en interiores para así, dicen, darle rienda suelta al coronavirus y que la peña se contamine ya sin mesura. Total, la guerra es ahora la única preocupación que transmiten al sedentario televidente los «medios de incomunicación» (como antes fue la del Cumbre Vieja, la carestía de la luz, etc.).
Otro rato más de tranquilidad. Garrapateo unas cuantas ideas más que surgen de mi coco. Estoy casi a punto de terminar mi paseata y volver de nuevo a la urbe. Voy absorto en estas últimas meditabundas reflexiones cuando recibo una inesperada sorpresa, la de una niña de entre seis o siete años, rubia, de ojos azules y con una pinta de no ser de por aquí, de la que a bote pronto habría jurado que sería danesa, alemana o de alguna parte de aquellas frías latitudes, acompañada por otras más que parecían estar bajo la custodia de una chica joven morena. Me ha dado, en un español perfectamente entendible, un respetuoso «buenos días, señor», algo poco usual por aquí en gente tan menuda.
Le he correspondido al saludo, además de con una sonrisa, y ella me ha dicho, acto seguido, que había llegado de Ucrania.
He sentido una punzada de dolor cuando he pensado en la soledad que debe de embargar a aquellas gentes, las que no han podido huir de aquel infierno que la tele nos ameniza a diario durante las comidas, hacinadas en los refugios subterráneos sintiendo día y noche sobre sus cabezas el estruendo de las bombas rusas destruyendo las paredes empapeladas de sus casas donde colgaban sus cuadros y sus diplomas; con el armario estallando en mil pedazos, con sus ropas y sus zapatos esturreados entre los escombros; bombas pulverizando sus recuerdos más queridos, volatilizando los peluches de sus niños, haciendo añicos la colección de suvenires de fina y delicada cerámica que reposaba en sus estantes; explosiones arrancando las hojas de los libros de sus estanterías, ennegreciendo por la pólvora sus fotos familiares y tiñendo de sangre inocente estas dantescas escenas.
A pesar de las imágenes bélicas que de allí nos llegan, negras como la pez, esta criatura goza de una tez preciosa, una piel tan blanca que diríase albina. Se la ve feliz de estar entre nosotros, en esta tierra tan acogedora, aunque siempre tan mal gobernada. Espero que su dura infancia pueda reconducirse algo viviendo en libertad entre nosotros, libertad que puede romperse en cualquier momento y de la que no somos conscientes muchas veces.
Ha sido una grata interrupción de la soledad en esta preciosa mañana que agradezco a la siempre impredecible y caprichosa Providencia. Espero que la única soledad que viva esta niña en la vida sea la que ella decida, cuando quiera, como me ocurre hoy a mí. Feliz estancia entre nosotros, pequeña.
Enternecedor final para este magnífico escrito.
Feliz estancia inocentes niños.