Historias y leyendas de la ciudad de los hijos de Razin. Por José Antonio Marín Ayala

Historias y leyendas de la ciudad de los hijos de Razin. En imagen la casa azul de Albarracín

«Las historias y leyendas de Albarracín no son tan fantasiosas como las de las mil y una noches pero forman parte de la España mágica»

Oteando desde su periférico arrabal hacia el sol de poniente, que al atardecer se refugia al cobijo de la serranía, anclado con atrevimiento sobre la aislada e inexpugnable roca rodeada de riscos cortados a pico por entre los que discurren los mansos meandros de un apacible Guadalaviar y desafiando con arrogancia a cualquiera que quisiera conquistarlo, ora si fuera el gusto del asaltante hacerlo a la altura de su Alcázar, el imponente castillo árabe, ora por la sobria Torre Blanca, o acaso por la Torre del Andador, fortaleza aneja a la impresionante muralla que lo guarece, usted puede admirar uno de los pueblos más bonitos de España, si no el que más, según la siempre cualificada opinión que de él tuvo el escritor alicantino de la generación del 98, amén de viajero empedernido, José Martínez Ruiz, más conocido por el seudónimo de Azorín. Llama la atención del paseante la arcillosa tonalidad de las fachadas de sus casas medievales, algunas colgadas sobre la hoz del río como las conquenses al uso, y otras muchas enclavadas en sus tortuosas calles; las puede usted hallar también señoriales, luciendo orgullosas por cima de sus portones de recio roble adornados de una florida forja con motivos mitológicos los blasones de piedra que personifican la prosapia y el abolengo del señor que un día las habitó. Destaca especialmente por su imposibilidad arquitectónica la veleidosa Casa de la Julianeta, sita entre la calle del Portal de Molina y la de Santiago; y la de la Covacha, en la calle del Chorro, donde todavía reposa el blasón de su dueño mancillado adrede en venganza por el horrendo crimen que perpetró antaño contra un clérigo allí mismo (se cuenta que sabía de las infidelidades que su esposa le profesaba con el párroco de la villa por lo que decidió adelantarse al fallo del Altísimo y tomarse la justicia por su mano).

Esta villa medieval es Monumento Nacional desde 1961 y le fue concedida la Medalla de Oro al mérito en las Bellas Artes en 1996. No en vano fue nominada también para gozar del privilegio de ser Patrimonio de la Humanidad, honor que le fue concedido por un estrecho margen de votos a una ciudad no menos merecedora de tal galardón: Cuenca. Conforme se aproxima uno a la boca del largo y siniestro túnel que taladra el risco sobre el que señorea la villa, a mano diestra según se viene de la capital turolense hay una empinada y prolongada calle (y puedo jurar por mi honor que bate a todas las cuestas que pudiera haber en la villa de los afamados amantes y también en las de cualquier pueblo de su provincia) que, pegándose al riñón más de la cuenta conduce a la Plaza Mayor, repecho que hace honor a su nombre: la Cuesta de Teruel. Además de su longitud y su pronunciada pendiente, que bien valdría para un emocionante final de etapa de la Vuelta ciclista a España, la dificultad se acentúa aún más por el recio adoquinado que la embellece, más propio para hincar entre sus enormes lascas las pezuñas de un equino que los zapatos del paciente caminante.

La sensación que uno tiene cuando pasea por las estrechas callejuelas que sirven de amparo al sofocante calor durante el estío es la de asaltarle la inquietante impresión de que en cualquier momento un caballero medieval armado hasta los dientes puede surgir de improvisto cabalgando al galope sobre su corcel. Sobre este camino adoquinado, cuan si de una diminuta calzada romana se tratara (en realidad, así están todas las calles de este impresionante pueblo), corre una suerte de estrecha acera formada por piedras de un color marrón oscuro, tirando a rojizo, de rodeno, la abundante roca que florece entre los pinares de este bellísimo rincón de los Montes Universales y de cuyos cristalinos manantiales nacen los ríos Guadalaviar, Tajo, Júcar, Cabriel y Jiloca.

Como todos los pueblos cuya ancestral cuna se pierde en las brumas del pasado, el origen de su actual nombre es incierto. Muchos topónimos hunden sus raíces en descripciones naturales donde está enclavado el lugar. Sirva como ejemplo el origen del nombre Alcañiz, otra importante villa de Teruel, que parece provenir del mozárabe «al-cannetu(m)» el cañizal.

Con estos precedentes, algunos investigadores de su toponimia están convencidos de que el nombre con que se conoce el singular pueblo al que nos estamos refiriendo derivaría del término celta «Albragin», que procedería de las palabras «alb», montaña, y «ragin», viña. Aunque el primer término justificaría la situación geográfica de la villa, pues su estratégica ubicación ha sido un fortín muy importante durante su longeva existencia, hasta donde se sabe el morapio de la zona no es precisamente su punto fuerte (cosa muy distinta es la aceituna que crece en esta zona, cuyo aceite no tiene nada que envidiar en calidad a los más afamados jienenses), por lo que parece más probable que el topónimo haga alusión a los fundadores de la villa. Esto no es nada inusual. Muchas ciudades españolas tomaron en el pasado el nombre del gobernante o del conquistador que las regía, como fueron los casos de Barcelona (topónimo derivado del apellido del caudillo cartaginés Amilcar Barca), Pamplona (del nombre del cónsul romano Pompeyo el Grande) o Zaragoza (del emperador César Augusto). Es plausible, pues, que el topónimo de este precioso pueblo derive del nombre de los gobernantes que florecieron por el siglo XI y alcanzaron el poder en la zona, convirtiéndose en la dinastía soberana de la taifa independiente que surgió tras el desmembramiento de Al Andalus, el clan bereber de los Banu Razin; en cuyo caso sus descendientes más directos la habrían bautizado como «al-Banu Razin», la (ciudad) de los hijos de Razin, conjetura que además viene al pelo con la sonoridad de su nombre: «Albarracín».

La taifa fue cedida en 1170 a la familia cristiana del linaje navarro de los Azagra, los cuales fueron tan capaces que pudieron mantener de facto su independencia de Castilla y Aragón durante mucho tiempo, llegando incluso a crear un obispado propio, palacio episcopal incluido. También echó raíces en la villa el importante linaje de los Lara. El poderoso Jaime I El Conquistador no pudo hacerse con ella por la fuerza, pero todo el mundo debería saber que lo que verdaderamente cuenta es la perseverancia, por lo que si se insiste lo suficiente en la vida nada es imposible para un ser humano. Sería, pues, Pedro III de Aragón quien, en 1285, tras sitiarla por hambre, la conquistaría pasando definitivamente a la Corona de Aragón en 1300 y ampliando su nombre a Santa María de Albarracín.

Las historias y leyendas de Albarracín no son tan numerosas ni fantasiosas como las que Scheherezade se vio obligada a contar a un trastornado y misógino asesino de esposas, el rey Shahriar, a fin de preservar su propia vida, tal y como nos ha llegado a través del cuento de «Las mil y una noches», pero sí son lo suficientemente atractivas y bonitas como para formar parte de la España mágica. Pues bien, como decía, al final de la larga cuesta de marras, estrechándose tanto la calle que si un atrevido britano se lo propusiera no le supondría dificultad alguna saltar del balcón de una casa al que tiene enfrente (ya sabe usted que aquí en España algunos de estos tipejos son muy aficionados al balconing y a no conseguir sus peligrosos objetivos), uno se da de bruces con una enorme casa palacio en la ahora renombrada calle de Azagra que es de una tonalidad radicalmente distinta al rodeno: la Casa Azul.

Cuenta la historia que el rico propietario que la compró un veintiséis de octubre de 1669, para más señas don José Navarro de Arzuriaga, caballero, hijodalgo y vecino de Albarracín, descendía de un tal Martín de Arzuriaga, joven natural de Navarra que «siendo hombre mozo por casar», según obra en la carta ejecutoria de su infanzonía, partió en el último cuarto del siglo XVI de aquellas tierras del norte hacia la ciudad de Santa María de Albarracín; fue el caso que sus convecinos lobetanos, que así se hacían llamar los antiguos habitantes que poblaron las tierras de la sierra de Albarracín, comenzaron a llamar al primero de esta estirpe de extranjeros con el nombre de «Martín el navarro», lo que unido al «Arzuriaga» de su apellido dio lugar a que su nombre se conformara como «Navarro de Arzuriaga»; y así pervivió su linaje hasta fecha tan tardía como 1943, año en que falleció su última descendiente por línea directa, apellido ilustre que durante cuatro siglos fue referencia obligada en Albarracín y su serranía.

Cuenta la leyenda que debió ser alguno de estos primeros Arzuriaga quien pintó de azul la casa, y se conjetura que lo hizo para satisfacer la morriña que su amada andaluza tenía de los colores de su tierra. La única casa de Albarracín que tiene una coloración distinta a las demás transitó por la historia de la ciudad durante casi cuatrocientos años. Y aunque a finales de los años sesenta del pasado siglo la Dirección General de Bellas Artes del Ministerio de Educación Nacional envió un escrito al entonces propietario en donde se le instaba a sustituir el hiriente revoco azul de la fachada que tanto daño hacía a la vista (coloración que en nada se parece al añil característico de muchas construcciones de Aragón) por el rodeno, y que además debía dejarla con piedra hasta media altura y después aplicarle yeso rojizo con el bien razonado argumento de que desentonaba del resto de los edificios de la población, la fuerza de la tradición no lo consintió.

Los ricos terratenientes que se asentaron en Albarracín, cuyos Navarro de Arzuriaga eran uno de los más influyentes, se dedicaban al comercio de la lana, a la Iglesia, a servir al rey en la guerra y a arrendar sus tierras a otros a cambio de una renta (una característica distintiva de aquellos nobles era que el trabajar la tierra no iba con ellos, algo que ahora también abunda en nuestra Sociedad del Bienestar, plena como está de sabrosos subsidios, en el seno de la cual un número cada vez mayor de haraganes luchan denodadamente por no dar un palo al agua ni aunque los amenacen con matarlos). Con el paso de los siglos, las tierras de estos nobles afincados en Albarracín se fueron transformando en asentamientos familiares de aquellos que las trabajaban, y más adelante en pueblos independientes en toda regla, algunos más grandes y prósperos que la ciudad nodriza de donde surgieron. En virtud del privilegio que el rey Jaime I concedió en Teruel a la Comunidad de Santa María de Albarracín, o Comunidad de aldeas de Albarracín, los regidores de estos pueblos periféricos de Albarracín, muy a pesar suyo, no pudieron quitarse de encima la pleitesía tributaria que tenían que rendirles. Por consiguiente, se creó una suerte de comunidad autónoma, de la que Albarracín es su capital, de tal forma que todos orbitan y le rinden tributo anual, prerrogativa que conserva toda su vigencia en la actualidad. Así que no solo del turismo vive esta villa singular (destino vacacional que no podrá usted encontrar como mero lugar de paso pues es preciso desviarse adrede para adentrarse en la sierra e ir expresamente hasta aquí si se quiere visitar), sino también de la renta vitalicia de sus pueblos satélites, de la que se nutren las arcas municipales de este pueblo aragonés.

Por su particular disposición, la Casa Azul de los Arzuriaga era prácticamente inexpugnable; toda la parte posterior da a un cortado vertical de veinticinco a treinta metros de altura, mientras que por la fachada principal de la calle Azagra solo se accede a través una robusta puerta. La inmensa casa estaba plagada de salones y habitaciones ricamente adornados. En el sótano había una solitaria celda, a la que llamaban la «habitación del exclaustrado», donde según la leyenda familiar se recluía a los frailes díscolos con las normas de la curia. El exclaustrado era una situación por el que un clérigo abandonaba la vida religiosa (salía del claustro), lo que podía deberse a una decisión voluntaria o, como era en el caso de la Casa Azul, serle impuesta por la fuerza como respuesta a una medida disciplinaria. El destino del exclaustrado era permanecer encerrado en aquella celda sine die.

Durante nuestra desdichada guerra civil, el bando nacional requisó la Casa Azul y estableció en ella la comandancia militar dejándola en tal estado de deterioro tras la contienda que ninguno de sus propietarios tuvo ánimos para poner de nuevo los pies en ella. La casa permaneció así cerrada y prácticamente abandonada hasta que en el año 1971 su por entonces propietario, nieto de la última Arzuriaga, la vendió al Ayuntamiento de Albarracín para que el Estado pudiera construir un Parador Nacional de Turismo.

En el pueblo se había ido transmitiendo de padres a hijos la leyenda de que la Casa Azul guardaba un tesoro. Con la mosca en la oreja, su último heredero dejó constancia en la correspondiente escritura pública de compraventa el derecho que le asistía sobre cualquier objeto que pudiera aparecer oculto en la mansión y que pudiera tener un valor artístico, histórico o considerado tesoro por el Código Civil. Como al final el proyecto de edificar el Parador se quedó en agua de borrajas, el Ayuntamiento la vendió para convertirla en la casa de vecindad que es actualmente.

Un veintidós de diciembre de 1983, los albañiles que trabajaban en la adaptación y rehabilitación del edificio encontraron entre dos escalones de la estrecha escalera que conducía a la «habitación del exclaustrado» un bote de hojalata que contenía nada menos que doscientas cuarenta y nueve monedas de oro; junto a las monedas había una breve nota manuscrita firmada de puño y letra por su legítimo dueño, don Miguel Navarro de Arzuriaga y Asensio de Ocón. En él detallaba la cantidad exacta de monedas que había y su procedencia fruto de sus muchos años de servicio en el ejército. Transcurrieron treinta y tres años desde que don Miguel escondió ese dinero en la casa hasta su muerte, acaecida el once de mayo de 1869 en Zaragoza, donde residía. Nadie se explica por qué no dejó ese dinero en herencia ni lo que motivó que no fuera a rescatarlo después. Y así permaneció oculto en la Casa Azul durante ciento cincuenta años. Dice la leyenda que el jefe de los albañiles andaba desde hacía tiempo a la busca y captura del tesoro escondido, rompiendo un tabique aquí y haciendo una cata allá para ver si daba con su paradero, pero los albañiles lo encontraron antes que él. Tras varios años de pleitos con sentencias contradictorias, el Tribunal Supremo tomó una salomónica decisión: resolvió que la mitad del valor del tesoro correspondía a los obreros que lo habían encontrado, mientras que la otra era para el antiguo propietario del inmueble. La historia dice que el Estado compensó económicamente a cada uno de ellos con diez millones de las antiguas pesetas, con lo que ambos pretendientes quedaron contentos y felices. Las monedas fueron a parar al organismo que siempre gana en estos litigios: el Patrimonio Nacional. Su valor actual es, sencillamente,… incalculable.

Jose Antonio Marin Ayala

Nací en Cieza (Murcia), en 1960. Escogí por profesión la bombería hace ya 37 años. Actualmente desempeño mi labor profesional como sargento jefe de bomberos en uno de los parques del Consorcio de Extinción de Incendios y Salvamento de la Región de Murcia. Cursé estudios de Química en la Universidad de Murcia, sin llegar a terminarlos. Soy autor del libro "De mayor quiero ser bombero", editado por Ediciones Rosetta. En colaboración con otros autores he escrito otros manuales, guías operativas y diversos artículos técnicos en revistas especializadas relacionadas con la seguridad y los bomberos. Participo también en actividades formativas para bomberos
como instructor.

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1 comentario

  1. Magnífico escrito.
    Esto es historia, contada de manera muy amena.

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