Hilario, otra desdichada golondrina… Por José Antonio Marín Ayala

Hilario, otra desdichada golondrina… Portada e ilustración de Tano

«Y ni aun lejos de estas fuentes sonoras, y especialmente durante la noche, se hallaba libre Hilario de la contaminación acústica que le impedía concentrarse en su composición musical»

– ¡Me cago en la madre que te parió mil pares de veces. Ven aquí hijoputa, que me vas a quitar la vida. Tómate ya la leche de una puta vez, desgraciao, que se te hace tarde para ir al cole. Así te quedaras allí y no volvieras!

Con estas amorosas palabras, a eso de las ocho de la mañana, día sí y al otro también, precedidas mucho antes por el correspondiente tirón a romper de la cinta de la persiana de su dormitorio donde conseguía separar impetuosamente y sin dificultad alguna las adormecidas lamas recreando el espeluznante sonido de una ráfaga de ametralladora, así saludaba el día con alegría la vecina, puerta con puerta, de Hilario; y era el patio de luces que compartían el que se prestaba como fabulosa caja de resonancia a sus oídos y le hacía partícipe de esa jovial vitalidad que emanaba de su cuerpo serrano. La susodicha interpelante era una joven madre que se comunicaba de esta manera tan instructiva, amable y cariñosa con el mundo más inmediato que la rodeaba, y especialmente con su retoño, de solo seis primaveras de edad. Aunque Hilario carecía de sonómetro acreditado que pudiera ofrecer una estimación objetiva de cuan violentamente movían el aire sus cuerdas vocales calculaba, grosso modo, que la fuerza sonora emanada del gaznate esta supina energúmena, recluida por aquellas cercanas fechas, para más inri, en casa por razones de fuerza mayor pandémica, pasaría de largo los 100 decibelios, intensidad que podría bastar para que un ciervo en celo durante la berrea pudiera comunicarse cómodamente con su parienta a una distancia no inferior a dos millas terrestres.

De niño, Hilario había asistido al Colegio de los Capuchinos; allí los curas le habían imbuido una fe religiosa que había extraviado cuando entró de lleno en la adolescencia, periodo que se caracterizó por la inevitable crisis existencial impuesta por el implacable designio de las hormonas, por lo que su juventud transcurrió, como tantos otros, corriendo tras las faldas ajenas. Pero aquello pasó y de mayor se había convertido en un apacible funcionario que en sus ratos libres hacía sus pinitos como intérprete de música clásica, afición que le había adentrado en la siempre difícil composición pianística. Dos sonatas inconclusas para piano y algún arreglo jalonaban su modesta aportación musical.

Hilario era un solterón que frisaba ya los sesenta otoños. Vivía en un pisito de protección oficial rodeado de libros y partituras musicales. Un Fazioli en buen estado de conservación que había adquirido en Venecia a precio de saldo le servía de instrumento para materializar su inspiración musical, empeño que solo podía satisfacer plenamente a deshoras por circunstancias «medioambientales».

Hilario tenía un trabajo cómodo como ujier en una de las dependencias más importantes del ayuntamiento: la alcaldía. Los que lo conocían valoraban sus dotes organizativas. Gozaba además de una prodigiosa memoria; no en vano guardaba en su magín decenas de teléfonos de personajes y centros oficiales, y era notoria su capacidad a la hora de solventar cualquier requerimiento que le hacían los huéspedes de la casa consistorial: los políticos. Había sido educado en la discreción de los asuntos que allí se cocían y el respeto a los ciudadanos, por lo que era loado tanto por convecinos como por ediles. El modesto sueldo que recibía por sus servicios le permitía vivir sin apreturas económicas.

Ojalá hubiera sido el de su vecina el único estertor ruidoso que a diario debían soportar oídos tan sensibles y normales como los que correspondían a un ser tan civilizado como Hilario. Pedir que en el precioso pueblo sureño donde habitaba nuestro sufrido ciudadano se respirara ese género de tranquilidad que solo había podido descubrir durante sus viajes a los de la España vaciada era casi tan desesperante como que la Atalaya, la cima que señoreaba la villa, se cubriera de nieve; o tan utópico como esperar que dieran melocotones los frondosos olmos que tachonaban las veredas de su pintoresco Paseo Ribereño.

Era pues el caso que una hora, poco más o menos, después de la manifestación sonora de su vecina hacía aparición por el barrio un camioncete cargado a reventar de anaranjados recipientes. Para teleadvertir a las amas de casa que ya había arribado el tío con su inflamable mercancía, el menda soltaba los correspondientes seis o siete bocinazos de rigor. Pero para que no les quedara duda alguna de que era el butanero y no otro el alborotador de las apacibles moléculas del aire, el susodicho asía por sus orejones uno de los envases vacíos y lo golpeaba reiterada y violentamente contra la estructura metálica que servía de estiba a las botellas de gas, provocando con ello un desagradable sonido agudo que a nuestro delicado Hilario se le metía en el cerebro y le hacía una gracia en el c****** que para qué decirle.

Simultáneamente se dejaba caer también por la calle con su «fragoneta» el panadero, fiel servidor de la comunidad, tan generoso él, que le hacía el favor a unas cuantas sedentarias amas de casa de dejarles en la mismísima puerta de su hogar el pan nuestro de cada día; para tal menester advertía de su llegada a la clientela haciendo sonar un psicodélico claxon provisto de su correspondiente carga decibélica.

Hilario gustaba sobremanera pasear por la zona antigua de la villa; había descubierto que el sedentarismo carece de género y que en esta Sociedad del Sofá habían algunos que, a eso ya del mediodía, abandonaban el mullido elemento que presidía su salón, tras absorber sus neuronas toda la inmundicia televisiva matutina habida y por haber, y se disponían a cabalgar sobre su scooter trucada dispuestos a pasar revista a las calles, alimentándolas con su apestoso humo con olor a gasolina y aceite requemado, y acompañado de un espantoso chillido que no parecía molestar lo más mínimo a su quijotesco jinete.

Pero eso no era todo, la ruidosa sinfonía callejera que amenizaba los pabellones auditivos de Hilario no cesaba aquí. Hubo una pretérita época en que solo unos pocos tenían la suerte de saber motu proprio qué hora era; para el resto de los mortales las enormes campanas de la basílica barroca del siglo XVI recordaban a sus fieles el inexorable paso de las horas. Pero que esta ruidosa tradición se mantuviera hasta el día de hoy, pues el que más y el que menos cuenta con dispositivos para conocer en todo momento la hora, se le antojaba a Hilario una miaja innecesaria. Y más cuando consideraba que este templo contaba con una campana tan enorme que en justicia resultaría más apropiada para presidir el gigantesco campanario de la catedral de la capital que su modesta espadaña. A todo aquel que viviera a no menos de tres manzanas en derredor de tan bello monumento arquitectónico ese santuario debía parecerle un género de martirio auditivo, porque no eran pocos los campanazos a los que se veía sometido a lo largo del día. Cuando Hilario paseaba de noche por aquella zona del casco viejo a veces sentía pavor de que se desatase en cualquier momento, y de forma súbita, el badajazo de marras, por lo que, o bien estaba pendiente de la manecilla larga del reloj, o bien no corría el riesgo y modificaba adrede su ruta buscando un itinerario alternativo por las tortuosas callejuelas que rodeaban al cenobio. El enorme reloj que dominaba la torre se servía de la campana mayor para dar los cuartos de las horas diurnas y… ¡ojo!, también de las nocturnas. El primer cuarto era advertido mediante dos campanazos consecutivos; el segundo lo hacía con cuatro, dos más dos; seis se empleaban para el tercero; y ocho para el último cuarto, al que le seguía a continuación el anuncio oficial de la hora. Todo ello suponía un total de veinte aldabonazos antes de cada hora, momento en que la gigantesca úvula se desahogaba contra la robusta estructura metálica de la campana mayor marcando con su estruendo tantos repiques como cardinales ostentara la hora que se materializaba en esos momentos. Teniendo en cuenta que este aviso horario era perenne, es decir, que no conocía festivos ni fiestas de guardar, el número total de campanazos diarios que soportaba cualquier vecino bajo su influencia ascendía a… El paciente Hilario se había tomado la molestia de hacer la cuenta porque aparentemente no era nada fácil de hallar.

«Vamos a ver, se dijo para sí,…un campanazo para la una, al que debemos sumarle dos cuando den las dos, y así sucesivamente, hasta llegar a las 12… Metiendo todo en el bote nos da un total de 78».

Hilario se dio cuenta tarde de que la suma era una serie divergente que tendía a un «número triangular», tal y como había descubierto Pitágoras veinticinco siglos atrás, por lo que con haber multiplicado 12 por 13 y dividir por dos le habría resultado más cómodo hallar la suma. Así que siguió con sus otros cálculos.

«Además, transcurrido un par de minutos vuelve a repetirse la secuencia de campanazos para cada hora, por si acaso alguien hubiera olvidado la hora exacta, por lo que ahora hay que multiplicar la cifra obtenida por dos, lo que hace un total de…156 estridentes tañidos para las doce primeras horas del día. Bien. Pero también debemos sumarle los correspondientes tañidos nocturnos, todo lo cual hace un total de… 312 aldabonazos».

Al bueno de Hilario, que con la edad había adquirido cierta inclinación a absorber todo aquello que le resultaba esotérico, como si de una revelación divina se tratara se le había mostrado que este conjunto de acordes se concretaba en un guarismo par, el 312, número que tenía a la vez por mágico y redondo; redondo por cuanto acogía en su seno los tres primeros números naturales; y mágico porque lo encabezaba el cardinal que simbolizaba la solemne Fórmula Trinitaria Católica Apostólica por excelencia: Patris et Filii et Spiritus Sancti.

Estupendo, pensó. Pero para hallar el número total de perturbaciones sonoras campaniles, a esta ya respetable cifra tenía que sumarle los cuartos, que como decíamos suponen 20 pistoletazos previos a cada hora. Así que tuvo que multiplicar primero esta cifra por 24, que son las horas que tiene el día, lo que le dio un subtotal de 480. El total de zambombazos sonoros causados diariamente por la campana de marras para este menester era ahora la suma de los 312 correspondiente a las horas, más esos 480 de los cuartos, lo que daba un total de 792 alertas auditivas. Le dio muchas vueltas a este número y no pudo encontrar en él la magia que había hallado en el anterior, salvo por la existencia del 7 que lo presidía, tan mentado en la Historia y tan omnipresente en la Biblia. Además restando los dos últimos guarismos (9-2) aparecía de nuevo el 7.

Si a esta respetable cifra se le añadía la algarabía sonora de las otras campanas menores cuando acompañaban a la mayor tras marcar las manecillas del reloj las doce del mediodía, la hora magna de la jornada, más los llamamientos a los fieles a las dos misas preceptivas de rigor, amén del toque fúnebre diario por el vecino que hubiera abandonado este mundo, así como la celebración de las cada vez más raras bodas por la iglesia, o el más extraño aún bautizo de un recién nacido, la cifra sobrepasaba con creces los 1000 tañidos diarios. Por muy acogedora que se ofreciera a los fieles la Casa del Señor, el día podía hacerse eternamente largo si uno tenía la desdicha de verse postrado en casa cerca de este tormento sonoro.

Y ni aun lejos de estas fuentes sonoras, y especialmente durante la noche, se hallaba libre Hilario de la contaminación acústica que le impedía concentrarse en su composición musical. Por si faltara alguien a la ruidosa fiesta siempre había algún que otro capullo transitando en su tuneado utilitario dotado de un fabuloso equipo HIFI con gigantescos bafles bañándole los oídos con un cadencioso trantrán elevado a la enésima potencia sonora, y regalándole también esta música a todo aquel que a esas horas paseara por las calles en la soledad nocturna; música, si es que a eso se le podía calificar así, más apropiada para idiotizar mentes que para cultivarlas.

Ni siquiera la madrugada estaba exenta de interferencias sonoras. Los abnegados barrenderos municipales, tras dormir de día, tomaban las calles con sus ruidosos camiones y, casi como si les importara una absoluta mierda los que en esos momentos descansaban, descargaban en ellos los contenedores de basura de forma ruidosa y se comunicaban entre ellos a grito pelado sin que mediara mesura alguna.

El sufrido y sensible Hilario sabía que este suplicio no acababa aquí. Antes de despuntar el día otros compinches municipales tomaban el relevo con sus barredoras de calles, completando de ruido los pocos resquicios de tranquilidad que pudiera quedar del desapacible sueño de los vecinos.

Pero si todo esto aún pareciera poco, bien sea por nuestra proximidad a la Comunidad Autónoma artificiera por excelencia, o porque sencillamente no podemos vivir sin ruido, son no pocas las ocasiones en que desafiamos grotescamente la tranquilidad que pueda ofrecernos los raros momentos de una vida sosegada. Así, cuando llegaban las populares fiestas de San Antón, allá por el mes de febrero, los más alborotadores tomaban las calles haciendo correr petardos y carretillas contra todo aquel que tuviera la osadía de reprenderlos. Y lo mismo acontecía la noche que resucitaba nuestro Salvador. O cuando se desataba la ruidosa tormenta del castillo de fuegos de artificio que daba inicio a la feria de agosto; o, si cabe, la más dañina para los sensibles órganos auditivos, por contar con la reverberación de los edificios, traca final, un bárbaro espectáculo donde explotaban unos cuantos cientos de petardos de gran calibre que ponían punto y final a las fiestas.

Pero aun cuando fuera capaz de prescindir de todas estas ruidosas tradiciones evitando todo contacto social, pongamos por caso yéndose a vivir a sitios deshabitados como el solitario cerro de la Atalaya, y aun a riesgo de convertirse así en una suerte de eremita sin más contacto con la humanidad que su íntimo círculo familiar, me temo que el bueno de Hilario no estaría libre del todo si atendemos al peculiar modus operandi con que por estos lares nos comunicamos con los demás. Y es que Hilario había descubierto que no podemos hablar sin levantar la voz, lo que provocaba que a la larga muchas personas padecieran una desagradable sordera; pero, a fin de cuentas, la sordera no te mata; más grave era que si por un casual alguien hubiera dejado la boca abierta a los escopetazos de saliva de sus convecinos se abría una puerta para una más fácil transmisión de bichos tan hijos de perra como el chino este de mierda que llevaba ya jodiendo a la peña más de un año; circunstancia que obligaba a que vecinas como la de Hilario permanecieran recluidas más de la cuenta en casa y dieran la bienvenida a Hilario de una forma tan tradicionalmente soez… como ruidosa.

Jose Antonio Marin Ayala

Nací en Cieza (Murcia), en 1960. Escogí por profesión la bombería hace ya 37 años. Actualmente desempeño mi labor profesional como sargento jefe de bomberos en uno de los parques del Consorcio de Extinción de Incendios y Salvamento de la Región de Murcia. Cursé estudios de Química en la Universidad de Murcia, sin llegar a terminarlos. Soy autor del libro "De mayor quiero ser bombero", editado por Ediciones Rosetta. En colaboración con otros autores he escrito otros manuales, guías operativas y diversos artículos técnicos en revistas especializadas relacionadas con la seguridad y los bomberos. Participo también en actividades formativas para bomberos
como instructor.

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1 comentario

  1. Entrañable, simpática y cierta historia.
    Arduo trabajo recopilar toda la contaminación acústica que podemos llegar a padecer.
    Magnífico escrito.

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