
«Cabe suponer que el término sursuncorda debió nacer de la actitud retadora de algún rebelado agnóstico, cuando no abiertamente ateo o comunista»
Hay ciertas palabras en este glorioso idioma español nuestro, como la que da título a este modesto ensayo, que me dejan un cierto regusto a melancolía, como esa nostalgia que saboreé por vez primera cuando me imaginaba al niño que de la mano de su padre pisaba por primera vez el «Cementerio de los Libros Olvidados», escenario magistralmente retratado en la obra «La sombra del viento», del tristemente desaparecido escritor español Carlos Ruiz Zafón; o cuando uno se adentra en cualquiera de las monumentales catedrales españolas, cuando no en la ciclópea y sobrecogedora de Gante, en la que los seres humanos se sienten empequeñecer miserablemente en su interior; o incluso cuando leí el relato de la paciente e intrigante «fe de vida» de los mortales que dejaron como legado en la Tierra esos pelirrojos y laboriosos escribas en «La biblioteca de los muertos», de Glenn Cooper; y todo ello gracias al aroma que destila el enigma de algunas creaciones humanas.
Suele ser notoriamente más fascinante para el género humano las cosas con cierto halo de misterio que lo que resulta a todas luces evidente. Probablemente haya que encontrar la explicación de esta paradoja en el hecho de que no nos hayamos desprendido todavía del comportamiento que algunos de nuestros genes exhiben cuando ponen en alerta la máquina de supervivencia, que con tanto esmero han construido, ante cualquier peligro, o simplemente a lo que nos es extraño o desconocido. Quizá sea esa la razón de que tenga mucho más éxito e interés una novela de misterio que un ensayo científico. El temor con que la vida nos atenaza a diario en modo alguno ha mermado un ápice el influjo de lo arcano, siendo ahora la amenaza de los seres microscópicos junto a la doctrina medioambientalista, y especialmente los atentados que contra ella se desatan, los verdaderos anatemas y lo que llena de preocupación a diario a la gente corriente y doliente.
Durante gran parte de su existencia en la Tierra el ser humano ha tenido la firme convicción de que los resortes que mueven el mundo deben ser obra de entes sobrenaturales a los que se les dio el apelativo de dioses (hoy la deidad que mueve el mundo que conocemos, y que algunos la dotan de voluntad propia y designios definidos, tiene nombre propio: Madre Naturaleza).
Todas las religiones tienen sus propios profetas y dioses que adorar. Y aunque ahora parezca que el ateísmo, por mor a la diosa ciencia, es el dogma reinante en una sociedad tan tecnificada como la nuestra, el caso es que esta predisposición agnóstica suele desvanecerse como por ensalmo cuando se presentan situaciones verdaderamente desesperadas. Como decía el malogrado poeta, escritor y filósofo argentino Facundo Cabral: «Comunistas hasta que se enriquecen; feministas hasta que se casan; y ateos hasta que el avión comienza a caer».
Al principio debió ser el miedo a que los dioses descargaran su ira sobre la Tierra lo que incitó al ser humano a buscar la fórmula para aplacarlos y evitar con ello las siniestras pandemias, los voraces incendios forestales, las pertinaces sequías, las destructoras inundaciones y, en definitiva, las horripilantes plagas bíblicas que cada cierto tiempo azotan a la humanidad. Algunos individuos de la tribu, ciertamente los más avispados, se erigían, «motu proprio», en intermediarios cualificados entre sus miembros y la deidad. Es probable que una de las primeras acciones en este sentido consistiera en invocar salmos en su alabanza, pero las palabras por sí solas no siempre dan el resultado esperado. Debieron pensar que acaso sería más efectivo hacer algún tipo de ofrenda a los dioses: alimentos, joyas o cosas por el estilo; en otros casos se optaba por abstenerse sexualmente (ingrata decisión que verdaderamente siempre supone un enorme suplicio); y en otras ocasiones se hacía efectivo un auto sacrificio, que usualmente consistía en infligirse dolor a sí mismo como un penitente al uso para que su sangre sirviera de ofrenda a los dioses (en las procesiones actuales de nuestra Semana Santa algunos devotos ponen mucho empeño cuando asumen este rol, azotándose con verdadera saña la espalda con delgadas cuerdas de cáñamo rematadas en sus extremos en puntiagudas bolas de acero). Los mayas se perforaban la lengua con espinas de cactus consiguiendo fácilmente romper los vasos sanguíneos de los que manaba abundante sangre que recogían en un plato y rendían a sus antepasados. La pérdida de sangre sufrida, que podía suponer hasta un 40% de los 5 litros que tenemos en el cuerpo, provocaba alucinaciones que reafirmaban esa hipotética comunicación que tenía lugar con los que estaban en el más allá.
Cuando estos rituales no obtenían el resultado apetecido, todo indica que el paso siguiente debió ser ofrecer en sacrifico una preciada vida humana, pero en modo alguno la del que tenía la idea y oficiaba la ceremonia, sino la de otro, naturalmente.
Se tiene conocimiento de la práctica de estas poco nobles artes en Próximo Oriente, en fechas tan remotas como hace 12000 años. Incluso en el Antiguo Egipto acompañaban al soberano recién fallecido una cohorte de sirvientes y oficiales que se inmolaban con él para servirle en el más allá. Los sacrificios humanos fueron adoptados por cananeos, fenicios y hebreos. De hecho, todavía quedan vestigios de ello en la Biblia.
Entre 1200 y 140 a. C., los cananeos estuvieron celebrando el rito «pasar por el fuego». Consistía en ofrecer un bebé a Moloc, el dios del fuego purificante, que a su vez representaba el alma. Ante los brazos de una enorme estatua metálica del dios, en cuyo interior había una fogata, se dejaba al bebé que caía al interior y moría abrasado vivo. Plutarco relata que «antes de que la estatua fuese llenada, se inundaba la zona con un fuerte ruido de flautas y tambores, de modo que los gritos y lamentos no alcanzaban los oídos de la multitud». Esta horrenda práctica se propagó a lo largo del norte del continente africano.
En ocasiones los sacrificados eran aquellos que ganaban o perdían (en esto no se ponen de acuerdo los expertos) en el «sagrado juego de pelota», un género de desafío futbolero que practicaban los mayas valiéndose de una bola hecha de lo que antaño fueron los cuerpos de sus líderes. El golpeo de la pelota se hacía con la cadera y la portería era un aro de piedra situado en lo alto en un lateral de la cancha. El que debía ser sacrificado era decapitado con una gran espada hecha de sílex. Podemos ver en las representaciones escultóricas los borbotones de sangre manando de su cuello seccionado y el gesto de placer de sus dioses.
En el año 800 de nuestra era, en un intento desesperado por revertir la pertinaz sequía que desató el hambre y las enfermedades, lo que puso fin a su imperio cuando estaba en la cúspide de su poder, los mayas ofrecieron al dios de la lluvia un centenar de niños sacrificados.
Pero una carne de cañón que debió venirles como anillo al dedo era la de los prisioneros de guerra, que aunque su vida valía poco podía cumplir sobradamente con este menester mediático. Era el caso de los moches, un pueblo predecesor de los incas, en Perú, que durante 500 años habían estado invocando al dios de la lluvia mediante el rito de la sangre. Con un arma blanca afilada en forma de semicírculo, el sacerdote hacía un profundo corte en la garganta del prisionero que debía ser sacrificado y recogía su sangre en un cáliz del que posteriormente bebía. Creían que la libación de la sangre, el fluido vital por excelencia, les proporcionaba fuerza y poder. Sin embargo, en el año 800, se intensificó la petición de clemencia al dios, pero en este caso para que dejara de llover. Ingentes cantidades de agua de lluvia provocaron tales inundaciones que arrasaron todo a su paso y acabó con su civilización.
Los mexicas practicaron también con profusión los sacrificios humanos, arrancando el corazón a los prisioneros todavía con vida. Es probable que el corazón del sacrificado representara el del pueblo, o incluso el del rey, que junto a su sangre eran ofrecidos a sus dioses.
Pero los pueblos de Mesoamérica no fueron los únicos que llevaron a efecto estos sanguinarios ritos, se sabe también de su práctica en China, Grecia, África y… Europa.
Los vikingos, un pueblo asentado en Escandinavia, en lo que actualmente comprende a Dinamarca, Noruega y Suecia y que ahora se pone como modelo de civilización, también practicaban sacrificios humanos en honor a sus principales dioses: Odín, Freya y Thor. Como dios de la guerra, Odín exigía la sangre de prisioneros de batallas victoriosas mediante un macabro proceso que llamaban «el águila de sangre». Consistía en atar al desdichado sobre un pedestal en decúbito prono, es decir, boca abajo. Mediante un afilado puñal el sacerdote le hacía cortes profundos en la espalda a lo largo de la columna vertebral, hasta que llegaba a las costillas y tiraba de ellas hacia afuera, quedando a la vista los extremos como si fueran las plumas desplegadas de un águila, de ahí le viene el nombre a este dantesco ritual. El éxtasis y la muerte del condenado llegaban cuando el oficiante le extraía los pulmones. Toda esta operación quirúrgica se hacía manteniendo al prisionero vivo y consciente, pues cuanto mayor fuera el sufrimiento más satisfecho quedaría el sanguinario Odín.
Pero no era el único rito vikingo de sacrifico humano. Había otro que conjugaba estrangulamiento, apuñalamiento y fuego. Se celebraba para despedir a un líder guerrero fallecido. Se elegía a la esclava que sería su compañera de viaje al más allá. Tras varios días de celebraciones en honor del finado se procedía a estrangular a la esclava, a la que también se apuñalaba en el corazón para evitar su sufrimiento, y después se depositaba junto al difunto en un barco que se convertía en una pira. En algunas de estas regiones de Europa se siguieron haciendo sacrificios humanos hasta el siglo XI.
Los sacrificios destinados a las deidades visibles como el sol, la tierra, la fertilidad de los campos, el agua o el maíz tenían la finalidad práctica de hacer funcionar la agricultura, su motor de subsistencia. Algunos pueblos, tras explotarlos trabajando, hacían del sacrifico de los prisioneros un doble negocio: además de lo que se ahorraban en tener que alimentarlos cuando todavía estaban con vida, su carne también podía proporcionar a sus captores las necesarias proteínas animales que precisaban, especialmente cuando en el lugar donde habitaban no se había podido desarrollar la adecuada ganadería. Sabemos por los relatos de los españoles que estuvieron en América del destino caníbal que aguardaba a estos desdichados.
Los romanos fueron en extremo supersticiosos, por lo que entre las filas de sus ejércitos siempre se contaba con un augur con la tarea de adivinar el futuro a base de interpretar el comportamiento de ciertas evidencias naturales (el desciframiento de las cabañuelas para predecir el tiempo atmosférico es un vestigio actual de esta ancestral ocupación).
Los augures gozaban en Roma de gran prestigio; de hecho, el primer emperador romano, Octavio César, añadió a su nombre el cognomen de Augusto (de augur). Basándose en el vuelo o el comportamiento de las aves, los augures eran capaces de auspiciar (término procedente de las palabras latinas avis y spicio–el que mira las aves) si una jornada en particular era propicia para llevar a cabo un gran evento.
Hay un notable hecho histórico que ha pasado a la posteridad en relación con la previsión hecha por un augur del futuro más inmediato. Vamos a viajar en el tiempo hasta la primera de las tres guerras que enfrentó al ejército romano con los cartagineses, un belicoso pueblo de origen fenicio que se estableció en la antigüedad en la que es la actual Cartagena, fundada alrededor del año 227 a. C. por el general cartaginés Asdrúbal, tildado «El Bello»…
Por enésima vez había sido convocado el augur. Era una jornada que se ofrecía espléndida para combatir, con magnífica visibilidad y buen viento. En la cubierta del barco insignia esperaba impaciente el general y cónsul romano Publio Claudio, individuo que ha pasado a los anales de la Historia también como Pulcher, «El Hermoso». (Como puede comprobar, gentil leyente, no parece que entre los gobernantes de antaño hubiera feos). Publio estaba al frente de la flota que iba a iniciar una batalla naval contra los cartagineses, una de las numerosas contiendas encuadradas dentro de la Primera Guerra Púnica.
Con su elegante toga púrpura y escarlata cubriéndole los pies, la amplia capucha ocultando su ajado rostro y con el lituus, su bastón ritual, en la mano el augur subió al barco de guerra. Del interior de una caja que llevaba extrajo los pollos sagrados; del morral que le colgaba del hombro izquierdo sacó la offa, la torta de maíz que tanto les gustaba. Como en días anteriores dejó a sus anchas a los animales vagando por la cubierta del navío y les echó la comida a voleo. Alzó su profunda mirada hacia el cielo, lo dividió en cuatro partes con su lituus, pronunció las palabras sagradas y se sentó pacientemente a observar el comportamiento de los animales. Como sucediera en días anteriores las intrépidas aves no picotearon alimento alguno. No carentes de cierta curiosidad y prepotencia, y con las miradas de toda la plana mayor del ejército puestas en ellos, los pollos anduvieron pavoneándose con aire resuelto por la cubierta ricamente adornada del barco de guerra. Tras un buen rato de que los pollos les hicieran perder el tiempo a los presentes, el augur concluyó una vez más que aquello no era un buen presagio, y por tanto determinó que el día no era propicio para guerrear. Ante esta despótica actitud avícola, poco o nada supersticioso y bastante cabreado, el general Claudio asió de un manojo las aves y las lanzó por la borda escupiendo en un perfecto latín aquello de:
«Ut biberent, quando esse nollent»
(Si no quieren comer, que beban agua).
Contra viento y marea el Hermoso ordenó levar anclas y se hizo a la mar con sus poderosas naves. Ordenó que sus legionarios se dispusieran en zafarrancho de combate. Inició la feroz lucha armada contra los cartagineses con todo el empuje de los soldados más profesionales del mundo…y fue claramente derrotado.
En la batalla de Drepanum, librada en 249 a. C., los romanos perdieron casi 100 de las 123 naves iniciales. El propio Claudio fue sometido a juicio sumarísimo en Roma por la temeraria conducta de haber ofendido a los dioses… ahogando a los pollos sagrados. Condenado por el senado a pagar una enorme multa y su prestigio hecho añicos no vio otra mejor salida en la vida que quitársela.
Los augures habían encontrado también apropiado invocar el beneplácito de los dioses valiéndose de la sangre, aun cuando los sacrificados eran animales. Derramar su sangre y ver el estado de sus órganos internos cuando los abrían en canal les daban pistas sobre si el día era fasto o nefasto para llevar a cabo una empresa importante, que por lo general era guerrear contra alguno de sus numerosos enemigos. Uno de los muchos casos documentados que nos ha llegado hasta nuestros días puede ofrecernos una clara idea de la importancia que cobraba este ritual. Viajemos ahora en el tiempo a Partia….
No satisfecho con las inmensas riquezas obtenidas por el negocio inmobiliario y por los numerosos prostíbulos que había diseminado en la Roma del 53 a. C., el cónsul Marco Licinio Craso, apodado entre el pueblo por «Dives», El Rico, tenía una espina clavada con el senado. No había podido disfrutar de los vítores del populacho en un paseo triunfal por las calles de Roma cuando casi acabó con la revuelta de Espartaco y sus gladiadores (aquí puede ver un claro ejemplo de que no todo en la vida es ganar dinero). A última hora un senado hábil, temeroso del poder que adquiriría Craso si conseguía la victoria, llamó a su dócil general Pompeyo, quien acabaría la faena iniciada por Craso y sería a la postre quien se llevaría las mieles del triunfo.
Craso frisaba ya la sesentena y debió ser consciente de que no le quedaban muchos años más de vida, por lo que sintió el deseo de inmortalizarse ganando una gran guerra. Esto le arrastró a rumiar una invasión militar en el este que le permitiera cubrirse de gloria en Roma, así que maduró la idea de utilizar Siria como base para sus operaciones militares contra los partos. Sus intenciones despertaron una gran preocupación en Partia. Hacía tiempo que este reino estaba en paz con los romanos, manteniendo pactos mutuos de no agresión que habían sido ratificados pocos años antes por el senado. Hacer la guerra a Partia, un siempre peligroso avispero en los confines del imperio, fue uno de los grandes errores cometidos en esta campaña por Craso (solemos decir «craso error» en honor a este aciago estratega cuando metemos la pata hasta el gollete). Los preparativos de la campaña estuvieron plagados de nefastos presagios. Según un relato que nos ha llegado de Plutarco, cuando padre e hijo salían del templo de Afrodita, en Siria, el joven trastabilló arrastrando en su caída a su progenitor, dándose ambos de bruces en el suelo. Esto podía haber quedado como una mera anécdota divertida, pero los romanos le daban mucha importancia a estas cosas cuando era inminente una gran batalla, sintiéndose especialmente inquietos cuando ofrecían sacrificios animales y algo salía mal. Cuando el arúspice puso en el regazo de Craso las entrañas de un buey que había sacrificado para que las inspeccionara se les resbalaron de los brazos yendo a parar todas las vísceras al suelo. Craso, ante este mal augurio, simplemente dijo: «Estas son cosas de la vejez, pero a buen seguro que las armas no se me caerán de las manos».
Para más inri, el día de la batalla Craso no se vistió de púrpura (color que significaba a los gobernantes romanos) sino de negro, un elemento más que inquietó sobremanera a la tropa. Lo cierto es que aunque hubiera estado todo bien ritualizado los romanos desconocían que los partos habían desarrollado un arco formidable cuyas lanzas atravesaban fácilmente sus escudos y armaduras; y fue este hecho, ejecutado por 9000 arqueros a caballo, lo que a la postre derrotó al poderoso ejército de Craso en Carras.
Estos bravos guerreros pusieron en escena una novedosa técnica de combate conocida desde entonces como «tiro parto». Consistía en masas de arqueros a caballo que avanzaban a toda velocidad hacia los legionarios lanzando flechas con gran precisión con sus potentes arcos. Debido a la compacta formación romana los jinetes partos erraban pocas de las saetas. Cuando ya habían descargado sus mortíferas flechas y se encontraban a pocos metros de la primera línea súbitamente cambiaban de dirección y galopaban a una velocidad diabólica a todo lo largo del frente romano lanzando de nuevo flechas a corta distancia y huyendo después rápidamente. Una vez que la caballería romana iniciaba la persecución los jinetes partos se levantaban de sus monturas y mandaban una nueva andanada de flechas por encima del hombro. De los 35000 legionarios romanos (nada menos que siete legiones) que entablaron batalla 20000 de ellos murieron.
Tras la caída del Imperio Romano la Iglesia pervivió durante una turbulenta Edad Media caracterizada por la inestabilidad en el mundo mediterráneo. Que la religión cristiana, al igual que ocurre con otras muchas confesiones, integra en su doctrina muchos de los valores éticos actuales es innegable. No es que no existieran antes de ella, pues solo tenemos que viajar hacia atrás en el tiempo y leer las obras de los filósofos que vivieron antaño mucho antes de que apareciera en el mundo la figura del mesías, lo que ocurre es que la gran proeza de la iglesia católica fue tener la pericia de adaptarse a los tiempos y hacerlas suyas, amén de incluir en sus enseñanzas multitud de ritos, costumbres, mitos y leyendas de muchos pueblos de distintas épocas. Esta capacidad de metamorfosis explicaría por qué una confesión de más de 2000 años de antigüedad goza en la actualidad de tan buena salud. Y si acaso es usted de aquellos agnósticos, o incluso con vocación científica, que duda de esto solo tiene que viajar hasta la Ciudad del Vaticano (el estado más pequeño del mundo) y comprobar cómo miles de niños, jóvenes y mayores se congregan a diario en torno a la figura de su máximo representante en la Tierra.
La iglesia cristiana surgió como cisma de la religión judía, pues algunos de sus practicantes con cargos importantes abandonaron esta confesión tan exclusiva y machista para hacer partícipes de ella a los gentiles y a las mujeres. Tenía, pues, una clara vocación universal. Lo que la sesgó por completo del judaísmo fue que introdujo una perturbadora analogía con los ritos de sacrificios humanos ancestrales y adquirió el concepto egipcio de la resurrección. Y aunque el Antiguo Testamento recoge algún intento en este sentido, como cuando Dios ordena a Abraham darle muerte a su hijo Isaac para comprobar su grado de sumisión, los hebreos tenían expresamente prohibido los sacrificios humanos.
En sus orígenes, la religión cristiana tuvo su suelo en terreno hebreo, pero gradualmente fue expandiéndose a lo largo y ancho del mundo hundiendo finalmente sus raíces en Roma. En el siglo IV Constantino la consagró oficialmente como la religión del decadente Imperio Romano. Los primeros cristianos habían elaborado sofisticados evangelios que recogían la vida, las enseñanzas, la pasión y la muerte de Cristo, su mesías. En el de Mateo introdujeron elementos propios de ofrendas humanas de otros tiempos:
«Y mientras comían tomó Jesús el pan, y bendijo, y lo partió, y dio a sus discípulos, y dijo: Tomad, comed; esto es mi cuerpo. Y tomando la copa, y habiendo dado gracias, les dio, diciendo: Bebed de ella todos; porque esto es mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada para remisión de los pecados. Y os digo que desde ahora no beberé más de este fruto de la vid, hasta aquel día en que lo beba nuevo con vosotros en el reino de mi Padre».
Incluso ahora, visto en retrospectiva, da la impresión de que el destino de Jesús era ser el propio sacrificado, por lo que el ritual de comer en la misa de su cuerpo y de beber de su sangre no era muy diferente de otras culturas cuando lo hacían para de obtener de él su energía.
La iglesia católica había adoptado el latín que hablaban los romanos, y a pesar de que esta ancestral lengua fue la madre de muchas otras que se hablaban en el mundo las misas se seguían celebrando en latín. Esto permitía a los oficiantes de la Edad Media que nadie osara descubrir las enormes contradicciones que encerraban las Sagradas Escrituras y que tampoco pudieran interpretarlas de otra forma a como la oficiaba el cura durante la misa. La invención de la imprenta, cuyos primeros ejemplares que salieron de la rotativa fueron precisamente de la Biblia, puso al alcance de la mano los sagrados textos. Entonces se reinterpretaron los pasajes bíblicos y hubo un nuevo cisma dentro del propio cristianismo con la irrupción de la corriente protestante.
La misa se ha oficiado en latín (todavía sigue siendo así en el Vaticano) hasta principios de 1965, año en el que el papa Pablo VI adaptó la liturgia católica a las directrices del Concilio Vaticano II.
Durante la fase final de la misa hay un diálogo entre el cura y los feligreses, muchos de los cuales ya han tomado la hostia, el cuerpo de Cristo, que dice así:
Dominus vobiscum
(El Señor esté con vosotros)
Et cum spiritu tuo
(Y con tu espíritu)
Sursum corda
(Levantemos el corazón)
Habemus ad Dominum
(Lo tenemos levantado hacia el Señor)
Gratias agamus Domino Deo nostro
(Demos gracias al Señor, nuestro Dios)
Dignum et iustum est
(Es justo y necesario)
Vere dignum et iustum est
(En verdad es justo y necesario)
El sursum corda antes mencionado, traducido por levantemos el corazón (otra clara reminiscencia de los antiguos sacrificios humanos), era una manera de expresar a Dios la comunión espiritual que en esos momentos había con él.
Como dice mi amigo y mentor Bartolomé Marcos, «la expresión- que la inmensa mayoría de los fieles no entendía, como las del resto de la misa, que solían dar lugar después a desternillantes, casi siempre inocentes pero heréticas transcripciones fonéticas-, era una frase imperativo-exhortativa traducida después en español como “levantemos el corazón”, a lo que los fieles asistentes debían responder “lo tenemos levantado hacia el señor” (en latín “habemus ad Dominum”). El desconocimiento del significado por parte de los fieles, el tono mandón con el que se decía, y la solemnidad del contexto contribuyeron a que la referida expresión adquiriera la significación connotativa popular de “supuesto personaje anónimo de mucha importancia”, en quien se delega todo lo que uno no quiere hacer en frases como “¡que lo haga el sursuncorda!, o, “no lo haré aunque lo mande el sursuncorda”, que, por cierto, no mandaba nada de nada».
Por tanto, cabe suponer que el término «sursuncorda» debió nacer de la actitud retadora de algún rebelado agnóstico, cuando no abiertamente ateo o comunista, que para todos los efectos es lo mismo, invitado de piedra a algún bautizo o boda que debió negarse a levantarse del asiento cuando el sacerdote lo invocaba en misa.