Detrás de un gran hombre… Por José Antonio Marín Ayala

Detrás de un gran hombre…

«¿Sigue pensando usted eso de que detrás de un gran hombre…, etcétera, es una expresión acertada? Debería ser una mujer sorprendida»

«Detrás de un gran hombre… hay siempre una gran mujer» reza el dicho, una aseveración tan machista como injusta por el adverbio empleado al comienzo de la frase. ¿Por qué en vez de detrás no poner al lado, o incluso delante? John Lennon decía que «detrás de cada idiota siempre hay una gran mujer». Y tampoco se quedaba corta en sus apreciaciones feministas Estella Ramey, que creía que «la igualdad llegará cuando una mujer tonta pueda llegar tan lejos como hoy lo hace un hombre tonto».

Pero a pesar de la preeminencia que tiene el varón en la sociedad y de la etiqueta que se nos ha endosado tradicionalmente sobre lo del sexo fuerte y esas tontunas tan propias de una sociedad patriarcal, cualquiera que analice un poco la condición humana podrá darse cuenta de que la realidad ha sido, y es, otra muy distinta.

Muchas culturas antiguas adoraban a la Madre Tierra, en clara comunión con lo que era una sociedad matriarcal; incluso actualmente han sobrevivido algunas, como la china de los mosuo, limítrofe con el Tíbet; o la de los minangkabau, en la isla de Sumatra, inmersa la pobre en el mundo islámico; también las hay en el Nuevo Mundo donde viven los bribri, una comunidad gobernada por las mujeres en Costa Rica; y en África encontramos a los akan, que habitan con su sociedad matriarcal en una región de Ghana.

Además de la imprecisa ocupación tildada como «sus labores» con que se etiquetó durante mucho tiempo a las mujeres (como si esta actividad fuese algo diferente a un trabajo, casi como si de una suerte de entretenimiento se tratara), tareas que consisten en cosas tan bien remuneradas como la de llevar la limpieza y el orden de la casa a cuestas; parir y criar hijos; comprar y preparar la comida; lavar y planchar la ropa; y unas cuantas cosas más que no están pagadas con nada en el mundo, las mujeres, como digo, han demostrado muchas veces a lo largo de la Historia que son tan valiosas y tan valerosas, o más, que los hombres y que en muchas ocasiones en las decisiones importantes (especialmente las que labran el terreno de la política) son ellas las que verdaderamente parten el bacalao.

Si antaño la sociedad fue matriarcal, ¿qué mecanismos impulsaron la aparición de la patriarcal que ha caracterizado la práctica totalidad de las civilizaciones del mundo?

Algunos autores han dejado entrever que fueron las religiones, especialmente la monoteísta hebrea, con su doctrina marcadamente machista, las que despojaron a las mujeres del lugar de honor que debían tener en la sociedad relegándolas, como hemos dicho antes, a ejercer solo tareas domésticas. Una muestra de esta animadversión femenina se manifestaba a diario entre los hebreos. Lo primero que hacían los ortodoxos judíos todas las mañanas era saludar al nuevo día dando gracias a Dios por no haber nacido mujer. Cabría también incluir en este tipo de fechorías el código mesopotámico del rey Hammurabi (c. 1792-1750 a. C), el primer conjunto de leyes escrito por un ser humano, puesto que muchos de sus preceptos machistas fueron incorporados a los textos hebreos.

La Biblia está repleta de abundantes citas que muestran la subordinación de la mujer al hombre, situación que ha persistido hasta casi nuestros días, más concretamente hasta la Primera Guerra Mundial. Fue a partir de este conflicto bélico global cuando, por necesidades de personal, las mujeres fueron ocupando los puestos de trabajo abandonados por aquellos desgraciados que habían tenido que marchar al frente defendiendo desde entonces con uñas y dientes su lugar bajo el sol.

Me atrevería incluso a afirmar que todo apunta a que hoy avanzamos hacia una nueva sociedad matriarcal, estadio de organización de la raza humana a la que una vez pertenecieron nuestros ancestros. Pero, a diferencia de nuestros antepasados prehistóricos, me temo que la natalidad no está en el magín del ejército de acomplejadas feminazis de nuestros días.

Hasta un reputado filósofo como Aristóteles justificaba a su manera el patriarcado reinante en su tiempo de esta repugnante forma: «Al igual que los hijos de padres mutilados nacen unas veces mutilados y otras no, también los hijos nacidos de mujer son a veces mujeres y otras, en cambio, varones. La mujer es, y siempre ha sido, un varón mutilado».

Pocos se atrevieron a poner a la mujer por encima del hombre y hasta situarla a la par del mismísimo Dios. Fechada en septiembre de 1978 hay una extraña cita del Papa Humilde, nombre con que se conoció a Juan Pablo I, que debió irritar, y no poco, los oídos de muchos en el Vaticano: «Dios es padre; más aún, es madre». Más perturbador resultó que muriera tan repentinamente, no pudiendo dar cuenta más que durante 33 días de un prometedor pontificado. La versión oficial de su óbito fue la de un infarto fulminante, aunque algunos de los que han estudiado este caso aventuran que fue asesinado con veneno. De hecho, resulta llamativo que no se le hiciera autopsia alguna. De entre las razones de peso que habría para liquidárselo la principal es que estaba a punto de destapar una operación ilegal multimillonaria en el Banco Vaticano, estafa en la que estarían implicados miembros de la curia, la mafia, grupos masónicos y nuestros viejos conocidos de la CIA.

Pero creo que la hipótesis de las religiones monoteístas como causantes del patriarcado explicaría sus características, pero no el fenómeno que lo desencadenó. El cambio debió de producirse mucho antes de que los antiguos rabinos recogieran por escrito en sus libros veterotestamentarios todo aquello que veían, especulaban, fantaseaban o habían oído decir de otros. Es probable que la inflexión se diera con algún fenómeno violento casual, y especialmente cuando la guerra entre los humanos adquirió el cariz de contienda organizada y en modo alguno como la respuesta espontánea y localizada a una agresión puntual. Como es costumbre mía, le ruego que tenga la paciencia que requieren estas disquisiciones para poder explicarme. Dicho esto vayamos a los orígenes de la sociedad matriarcal y a qué fue lo que provocó la transformación en una patriarcal.

Que los mamíferos debemos nuestra existencia en el planeta a un desastre cósmico puede parecer paradójico, pero la verdad es que a consecuencia de un evento catastrófico desatado hace 65 millones de años los dinosaurios nos dejaron un lecho evolutivo del que sacamos muy buen provecho; una extinción, una más de la larga serie con que cuenta la larga historia del planeta, que fue provocada por un cataclismo cósmico como el que muchos temen que hoy que se repita de nuevo: un enorme meteorito. Sobrevivieron a esa época de oscuridad y frío los animales mejor adaptados, entre los que se contaba una especie de musaraña de sangre caliente de la que evolucionaron los mamíferos.

Posteriormente, hace entre 8 y 6 millones de años y sin que nadie haya podido explicar la razón que lo motivó, se produjo un notable descenso de la concentración de dióxido de carbono en la atmósfera; sí, ese gas que ahora tenemos en abundancia y que amenaza con jodernos la vida con un nuevo cambio climático. Esta baja concentración de dióxido de carbono se tradujo entonces en un problema gordo, porque como es el alimento de las plantas su disminución provocó la desaparición de la vida vegetal en grandes regiones del planeta. Y en una de ellas, en el África oriental, tuvo una especial relevancia puesto que allí se hallaban nuestros ancestros.

De todos es sabido (aunque haya todavía algunos que no lo acepten) que los humanos, junto con nuestros primos los chimpancés, provenimos de un tronco evolutivo común que se escindió en África hace 4 millones de años. La mitad oriental del continente se fue desgajando de norte a sur por la tectónica de placas, que es donde se asientan los continentes, lo que dio lugar al profundo valle del Rift. El trozo occidental que quedó unido al continente gozaba todavía de abundantes lluvias y frondosos bosques y allí se quedaron para siempre nuestros parientes, los simios, viviendo en árboles como hasta ahora. La parte opuesta de tierra fue separándose, dibujando sobre ella un clima seco caracterizado por grandes sábanas de donde surgiría nuestra especie.

Otro cambio climático, uno más, quién lo diría, acaecido hace unos 3 millones de años enfrió el Atlántico Norte; se modificó el régimen de monzones de verano del continente africano haciéndolos más fríos y menos húmedos, lo que originó la pérdida de buena parte de las selvas húmedas del África oriental y potenciando todavía más la extensión de las zonas áridas y los espacios abiertos.

Por la fuerza de la supervivencia, en esta zona árida separada del continente africano los especímenes del género homo abandonaron el refugio de los árboles y desarrollaron el bipedismo viéndose empujados a recorrer estas grandes extensiones de terreno en busca de un sustento que ya no le podían ofrecer los escasos árboles que habían sobrevivido. Estos antepasados nuestros ya tenían consciencia de la muerte y fueron desarrollando creencias basadas en los ciclos de nacimiento y muerte. Las cuevas se convirtieron, en este periodo denominado paleolítico, en morada temporal de aquellos que emigraron a otras tierras. A menudo, los bordes de las entradas a estas cuevas eran pintados con la sangre roja de los animales. Marija Birutė Alseikaitė-Gimbutienė, arqueóloga y antropóloga lituanoestadounidense, ha visto en esta manifestación artística un refuerzo del matriarcado reinante ya por entonces: «Las cuevas, grietas y cavernas de la tierra son manifestaciones naturales del útero primordial de la Madre. Esta idea no es neolítica en origen; se remonta al Paleolítico, donde las galerías estrechas, las zonas con forma oval, fisuras y pequeños divertículos, aparecen decoradas o embadurnadas totalmente en rojo. El color rojo debió de simbolizar el color de los órganos regeneradores de la Madre».

La última Gran Glaciación que ha sufrido nuestro planeta aconteció hace 110000 años. Fue gracias a este nuevo fenómeno climático que nuestros antepasados humanos pudieron salir de África y diseminarse por el mundo abandonando en este proceso su alimentación exclusivamente vegetal y haciéndose omnívoros. Esta dieta favoreció su desarrollo cerebral y la forma de pensar y organizar el mundo. Incluso vencieron la resistencia de los mares al poder atravesar a pie un helado estrecho de Bering que conectaba Asia con América, colonización que se produjo hace unos 15000 años.

Es probable que la vida nómada que durante miles de años caracterizó a las sociedades de cazadores recolectores que había por todo el mundo fuera la única posible para los homo sapiens, los más evolucionados de los homínidos, los cuales habían comenzado su andadura en el planeta hace ahora 40000 años. El mundo de entonces debió ser un territorio tan vasto para los escasos 6 millones de sapiens diseminados por el mundo que no es probable que se vieran en la tesitura de disputarse a palos un trozo de tierra. Aunque el encuentro fortuito de dos tribus rivales provocara algún tipo de enfrentamiento entre ellas, la solución que tenía más a mano la más débil para que aquello no fuera a peor debió de ser agachar las orejas y seguir otro camino.

Sabemos por los fósiles y amuletos que han sobrevivido que la sociedad estaba ya claramente determinada por las mujeres; prueba de ello son las venus paleolíticas, esas antiguas estatuillas labradas en marfil, hueso, terracota u oolita que cuentan con una antigüedad de entre 35000 y 5000 años (un período que parte del Paleolítico superior, cubre el Neolítico y, en algunas regiones, llega hasta la Edad del Bronce) esparcidas por numerosos lugares del mundo. De entre las más de 500 figuritas paleolíticas recuperadas y las 30000 neolíticas que se han descubierto hasta ahora cabe destacar la hallada en Willendorf (Austria), la de Lespugue (Haute-Garonne, Francia), la de Dolní Věstonice (Moravia) y la de Grimaldi (Ventimiglia, Italia). En ellas lo que se veneraba, porque es lo que resulta evidente a más no poder, era un vientre abultado, un pubis muy marcado y unos grandes senos, símbolos excelsos de fecundidad y abundancia representados por la Diosa Grávida y Parturienta. Eran la máxima expresión de lo que hoy llamaríamos el predominio de lo femenino sobre todo lo demás. Y es también la respuesta natural que tienen los genes a la necesidad biológica de perpetuarse a lo largo de los eones.

Como recoge Pepe Rodríguez en su monumental ensayo «Dios nació mujer», «durante más de veinte milenios no hubo otro dios que la Diosa paleolítica; y ella, mediante sus advocaciones, siguió dominando también, durante algunos milenios más, la expresión religiosa de las diferentes culturas del continente euroasiático y del Próximo Oriente. […] Pero justo lo contrario sucede con las representaciones masculinas de ese mismo período prehistórico: son extraordinariamente escasas —apenas suponen un 2% del total de figuras humanas halladas en Europa—; las datadas en el Paleolítico fueron grabadas o pintadas, pero ninguna esculpida».

Como hemos dicho antes, hasta que el ser humano no abandonó definitivamente su vida de cazador recolector las sociedades pudieron ser claramente matriarcales. La mujer es la única creadora de vida humana (por mucho que se empeñen algunos varones en forzar en vano este atributo a otros u otres); y si obviamos el momento de la copulación es ella la que invierte en su totalidad la energía requerida para la concepción, gestación y crianza de esa nueva criatura que vendrá al mundo. Los lazos sentimentales que unen a una mujer con sus hijos no son, en modo alguno, comparables a los que pueda sentir su progenitor, y esa es la razón también de que ella se preocupe por el sustento de sus crías buscando el alimento que precisan para su desarrollo.

Como apunta muy acertadamente Pepe Rodríguez, «los ancestrales hábitos de colaboración madre/hijo debieron reflejarse, entre otros aspectos, en que cuando un macho adulto joven lograba una pieza de caza la repartía preferentemente con quienes habían compartido siempre la comida con él, eso es su madre y hermanos, pero no con su pareja sexual (que debía depender del reparto de la pieza de alguno de sus hermanos) ni, por supuesto, con su padre biológico, que siempre le ignoró».

Por esta y otras muchas razones las mujeres fueron el alma mater de los clanes humanos prehistóricos y el objeto primero de divinización. En palabras de Rodríguez: «El concepto masculino de «Dios», que hoy domina en todas las religiones, no es más que una transformación relativamente reciente del primer concepto de deidad creadora/controladora que, tal como demuestran miles de hallazgos arqueológicos, fue, obviamente, ¡femenina! ¿Quién, sino una hembra, de cualquier especie, está capacitada para poder crear, para dar vida, mediante la fecundación y el parto? ¿Quién, sino la mujer, cuida de su prole y se encarga de abastecer las necesidades básicas de su entorno inmediato? Si el homo sapiens primitivo fundamentaba sus conceptualizaciones en analogías, resulta obvio que ningún ser humano pudo pensar jamás en atribuirle las cualidades femeninas de generación, fertilidad y protección nutricia a un ente masculino; por esta razón, la humanidad prosperó bajo la protección de la Diosa única —en sus diferentes epifanías— durante un período que fue desde c. 30000 a. C. hasta c. 3000 a. C.».

La mujer, además, no solo está facultada biológicamente para parir y criar, o recolectar el alimento y alimentar a su prole, así como organizar eficientemente el hogar, sino que es capaz de hacer muchas de estas tareas a la vez. Es cierto también que el hombre cuenta con una mayor fortaleza física, lo que siempre ha resultado de gran ayuda cuando de cazar grandes presas y defender a la prole se trata.

Sin embargo, algo debió de ocurrir a escala global para que este esquema cambiara. Y entre las diferentes hipótesis que se barajan hay una que cobra especial fuerza por la posibilidad real de que se repita en nuestros días: la irrupción de un nuevo cambio climático. Este fenómeno habría acontecido hace 12000 años, época geológica que hemos bautizado con el nombre de Neolítico.

Hoy tenemos evidencias claras del impacto del cometa Clovis en América del Norte hace 12900 años. La inmensa nube de polvo y humo que se habría formado pudo haber iniciado un enfriamiento severo del planeta que habría durado unos 1300 años, periodo que se ha venido en llamar «Dryas Reciente». Los polos fueron avanzando hacia el ecuador terrestre dejando ahora solo una estrecha franja de tierra fértil (incluyendo el ahora desértico Sáhara) donde sobrevivirían a duras penas los sapiens. Esta circunstancia debió causar gran mortandad y pudo haberse desarrollado una feroz competencia por el alimento entre los aproximadamente 8 millones de humanos que sobrevivieron; así que domesticar y tener ahora a más mano animales y plantas de cosechas con que alimentarse debieron ser una consecuencia natural de esta imposición meteorológica. Todo este trastorno probablemente debió dar origen en esta amplia zona ecuatorial del planeta a la agricultura y la ganadería, casi siempre al amparo de los grandes ríos: Sumer, junto al Tigris y el Éufrates; Egipto, en el gran Nilo; el valle del Indo, con el Ganges, en la India; Canaán, en Siria y Palestina; Grecia, en la zona del Egeo, etc. En contra de lo que uno pudiera pensar se ha llegado a afirmar incluso que las plantas y los animales vieron aquí una ocasión fabulosa para domesticar al ser humano: anclándolo a la tierra y sirviéndose de su trabajo podían sus manipuladores genes garantizarse su subsistencia en otras máquinas de supervivencia.

Hacia el 9000 a. C. el ser humano comenzó a cultivar la cebada y la escanda silvestres, plantas que dos milenios después darían lugar a la cebada y al trigo domesticados. Simultáneamente, en Mesopotamia y Anatolia, se domesticaban las ovejas y las cabras.

Esta vida más sedentaria obligó al ser humano a vivir en hogares fijos y a agruparse más tarde en poblados para defenderse de aquellos todavía errantes seres humanos que ambicionaban sus pertenencias. La mayor disponibilidad de alimentos provocó una fuerte natalidad, e incluso la todavía sociedad matriarcal ofreció una nueva forma de dar sepultura a los difuntos en los cementerios que se construían en las ciudades. En palabras de Marija Birutė, «las tumbas neolíticas eran ovaladas, tomando las simbólicas formas del huevo o el útero. Éstas, junto con los enterramientos en pithoi (colocación del cadáver en posición fetal, dentro de una vasija con forma aovada) y las tumbas-horno, expresan la idea del enterramiento en el útero materno, lo cual es análogo al hecho de implantar la semilla en tierra y, por tanto, es natural que esperasen que de una vida vieja surgiese otra nueva».

El matriarcado todavía estaba presente en esta época. Según Pepe Rodríguez, «en la región euroasiática y el Próximo Oriente, con la entrada en el VII milenio a. C., las necesidades mitológicas de las nuevas sociedades en formación llevaron a la Gran Diosa paleolítica a tener que manifestarse a través de un número considerable de advocaciones o epifanías diferentes —como Diosa de la Fertilidad de la Tierra o Diosa del Grano, Diosa Serpiente, Diosa Pez, Diosa Rana, Diosa Erizo y Diosa Mariposa o Abeja—, pero, sin embargo, su omnipotencia y funciones ancestrales permanecieron intactas e indiscutibles».

Las ciudades más antiguas se fundaron por esta época, hace 10000 años, ganando la sociedad que las albergaba en complejidad y rodeándose de murallas para su protección. Esta nueva estructura social, basada en buena medida en la defensa, tuvo también necesidad de expandir su territorio; y lo hizo muchas veces con el uso de la fuerza. En palabras de Pepe Rodríguez, «las guerras son más bien una consecuencia natural del modo de civilización de las llamadas sociedades de producción: cuanto mayor es el nivel de excedentes producidos —riqueza almacenada— y más especializada y compleja es la organización de una sociedad, tanto más difícil resulta mantenerse dentro de un contexto de paz, tanto interno como externo. El control de la producción de riqueza dentro de una sociedad y la voluntad de apropiarse de los bienes ajenos mediante guerras llevará a la formación de un clero poderoso y, mucho después, de la realeza, conduciendo finalmente a la creación y entronización de dioses varones absolutistas y guerreros».

Debió ser entonces cuando la sociedad matriarcal tornó a una de corte marcadamente patriarcal. Como afirma Rodríguez, «en la nueva situación que iría perfilándose, el control de las tierras de labor y de los medios de producción acabaría en manos de los varones»; asimismo las decisiones importantes y los recursos humanos para hacer la guerra partirían también de los hombres. Las mujeres tenían ya demasiadas cosas de las que ocuparse como para dejar todo manta por hombro y alistarse en el ejército para combatir contra el prójimo.

Como bien apunta Pepe Rodríguez, «la propia eficacia productiva de la mujer —tanto en su faceta de reproductora como de recolectora y horticultora—, que fue sostén de las comunidades humanas durante cientos de miles de años, acabó siendo, por mor de cambios socioeconómicos inevitables, el origen involuntario de la progresiva degradación social de las mujeres y del proceso de trasvase mítico que llevaría a sustituir la primitiva concepción de una divinidad femenina por otra masculina […], momento a partir del cual, de forma progresiva aunque irregular, comenzó a imponerse la tipología específica del dios masculino que acabará apropiándose de las cualidades generadoras y protectoras de la diosa, relegando a ésta al papel de madre —virgen, en algunos casos—, esposa, hermana y/o amante del dios varón […] Tal como es lógico suponer, los conceptos y símbolos relacionados con la procreación, la fecundidad y lo femenino serán la base sobre la que se idearán las primeras formulaciones acerca de la existencia de una divinidad generadora y protectora. Las diosas femeninas minarán los panteones religiosos durante milenios, pero, finalmente, serán relegadas a un segundo plano al ser progresivamente sustituidas por diversas elaboraciones de dioses masculinos que encajaban mejor con las necesidades míticas de culturas patriarcales que, durante su proceso de desarrollo, generaron nuevas estructuras familiares, sociales, productivas y políticas, absolutamente distintas a las precedentes…».

Sin embargo, no deberíamos caer en el error de asociar la capacidad de combatir de un ser humano con su mayor fortaleza física. El valor, el arrojo y la astucia, tan esenciales en el arte de la guerra, no tienen por qué provenir de un cuerpo fuerte. Nos han llegado leyendas nórdicas y griegas acerca de mujeres guerreras tan fieras o más que los perturbados varones que hacen de la guerra la única razón de su existencia. Las valkyrias eran mujeres guerreras que en las leyendas nórdicas servían al sanguinario Odín, el padre de todos sus dioses. Tenían poderes sobrenaturales debido a su condición de sacerdotisas y eran representadas con una belleza fuera de lo común. Eran fieras guerreras que manejaban con destreza una larga lanza y también la llamada «hacha de Valquiria», una temible arma blanca de doble filo. Rescataban del campo de batalla a los combatientes caídos que habían mostrado más arrojo y se los llevaban a lomos de sus caballos al Valhalla, su particular reino celestial, para que combatieran del lado de Odín.

Al margen de estas leyendas claramente mitológicas, se cuentan historias de enfrentamientos sangrientos de formidables amazonas contra ejércitos profesionales griegos y romanos. Se ha elaborado la sugestiva, aunque probablemente errónea, teoría de que estas fieras guerreras se cortaban un pecho para que no les molestara cuando tensaban el arco. El propio nombre amazona así lo sugiere, pues proviene de las palabras griegas «a» (sin) y «mastos» (seno). Resulta bastante improbable que sin los medios con que contamos hoy en un moderno hospital alguna de estas guerreras sobreviviera a semejante amputación mamaria, aunque eso no quita que el desagradable término «mastectomía» que emplean los matasanos de hoy para definir esta cirugía invasiva derive de una de estas palabras.

Aunque la Historia ha hecho el honor casi exclusivo de resaltar las hazañas de los grandes generales y gobernantes hubo muchas mujeres que tuvieron un papel sobresaliente en las decisiones políticas y en la guerra. Permítame, loable leyente, dar algunas pinceladas acerca de la vida de un puñado de ellas, mujeres que han pasado a los anales de la Historia gracias a su valentía y a su sobrada capacidad organizativa en la guerra.

Un ejemplo notable lo encontramos en Fu Hao, la esposa favorita de las sesenta que poseía en propiedad el emperador Wu Ding, de la dinastía Shang (algunos sueñan con tener un harén así después de la muerte, pero este fue más listo y pudo disfrutarlo en vida). Esta mujer sirvió en la guerra como notable general y también sacerdotisa valiéndose para tal menester de la piromancia, ancestral técnica para adivinar el futuro por la forma y el color que presentan las llamas cuando arde la madera. Floreció en 1150 a. C. y bajo su liderazgo derrotó a los enemigos que amenazaban la estabilidad del imperio. Conocemos algunos detalles de su vida y de la dinastía a la que perteneció gracias a las inscripciones realizadas en los miles de huesos oraculares que han llegado hasta nuestros días y al suntuoso féretro repleto de joyas y armas con que le rindió honores el monarca cuando falleció.

Artemisia de Caria fue una reina doria, hija del rey de Halicarnaso, que participó en la expedición persa que el rey Jerjes lanzó contra Grecia en el año 480 a.C. A pesar de la opinión mayoritaria de los generales del rey de atacar sin demora a los griegos en Salamina, Artemisia, en cambio, lo desaconsejó advirtiendo lo combativos que eran los griegos a pesar de su inferioridad numérica, proponiendo no emprender ninguna acción contra ellos hasta que hubiesen sido rendidos por hambre; y aunque no fue tomado en cuenta su sabio consejo debido al peso que tenían los varones en el Estado Mayor del ejército, Artemisia ocupó su puesto de combate y destacó por su valentía y notable perspicacia durante la cruenta batalla que se desató y que a la postre perdieron los persas.

Rodoguna de Partia fue hija del rey parto Mitríades I, monarca que gobernó entre el 171 y el 138 a.C. las tierras que actualmente comprenden el noroeste de Irán. Era una notable lideresa a la que seguían a pie juntillas los aguerridos guerreros del emperador. Rodoguna no descuidaba el aseo personal e higiene diarios (como solo una mujer se esmera en ello), pero ante una revuelta militar que se desató en sus dominios se prometió no bañarse hasta sofocarla personalmente, penitencia que cumplió escrupulosamente hasta que alcanzó su objetivo.

Viajemos ahora hasta Roma. Lucio era su nombre de pila y había nacido un 15 de diciembre del año 37. Fue el fruto único del matrimonio entre Agripina (bisnieta del divino Augusto, el primer emperador de Roma) y Cneo Domicio Enobarbo, un primo segundo suyo cuyo apellido hacía honor al cobrizo tono de la barba que lucía. Domicio era a la sazón cónsul, mujeriego, ladrón, asesino e incestuoso. Tras haber unido ambos en matrimonio sus vidas (la de Enobarbo duró tan solo dos años más pues murió de un edema pulmonar), Cneo no se cortaba un pelo cuando decía jocosamente que nada bueno podía salir de una unión entre Agripina y él. Tiempo después muchos debieron recordar estas palabras como un mal augurio a tenor del singular comportamiento que manifestó su vástago cuando maduró. La afligida viuda, que era hermana de Calígula (el primer emperador asesinado por la traición y las espadas de la Guardia Pretoriana), no perdió un minuto; sedujo al emperador Tiberio Claudio César Augusto Germánico, a la sazón tío suyo, y se casó con él (eran las cuartas nupcias del emperador). Su tercera esposa, Mesalina, una ninfómana de corte real que según consta en los testimonios de la época llegó a acostarse en una noche con 200 hombres, le dio un hijo al que llamó Británico.

Corría el año 49 y Lucio contaba por entonces doce años de edad. La astuta y manipuladora Agripina convenció al emperador Claudio para que adoptara a Lucio como hijo suyo, pasando a llamarse Claudio Nerón César Druso. Y no solo eso; persuadió diabólicamente a Claudio para que lo reconociera como su legítimo heredero al trono, en detrimento de su propio hijo Británico.

Conseguido su propósito, Agripina decidió expedir para el pobre Claudio un billete de ida al Hades; obsequió al ingenuo emperador con uno de los manjares que más gustaba saborear: un plato de sabrosas setas aliñadas con especias y… veneno.

En consecuencia, Lucio ocupó su lugar y fue proclamado emperador de Roma con el nombre de Nerón Claudio César Druso Germánico: abreviadamente, Nerón. Nerón ascendió al trono con poco más de dieciséis años bajo el poderoso influjo de una madre que lo dominaba. La efigie del emperador junto a su progenitora en las monedas que se acuñaron es prueba evidente de esta influencia materna.

A Nerón no debió resultarle grata la tarea de gobernar, pues además resultó ser un artista frustrado. El principio de su mandato fue acogido con entusiasmo por el senado, ya que con él recuperó de nuevo todo el poder e influencia en los asuntos de estado que había perdido desde que falleciera Augusto. Sin embargo, a los cinco años de su mandato se volvió tan receloso y perverso que hizo asesinar a su mujer, mató a su hermanastro Británico y mandó ejecutar a su propia madre.

Otro caso notable es el de la reina de los icenos, Boudica, hija del rey Prasutago, que se enfrentó con un poderoso ejército a las legiones romanas que habían ocupado Britania, precisamente durante el reinado de Nerón, en el año 60 de nuestra era, un año después de haber despachado el emperador al otro mundo a su progenitora. Aunque al final Boudica fue derrotada, su ejército exterminó a 70000 de los combatientes que formaban las filas romanas que le presentaron batalla. Boudica no se dejó atrapar por unos vengativos romanos que le tenían preparado un paseo triunfal por la Ciudad Inmortal, suicidándose junto a sus hijas.

El senado romano, cansado de un Nerón tan caprichoso, inestable y suspicaz, pues fueron no pocos los capaces generales romanos que fueron ejecutados u obligados a suicidarse por temor a que pudieran derrocarlo (en una extraordinaria semejanza a cómo se las gastaban otros en otras partes del mundo, por ejemplo los partos), lo destituyó valiéndose del poder que ostentaba la Guardia Pretoriana, la misma que, paradójicamente, garantizaba que los emperadores estuvieran a salvo. Nerón no tuvo más tesitura que abandonar de forma prematura este mundo un 9 de junio del año 68, a la edad de 32 años. En el último momento le faltó valentía para encaminarse voluntariamente al más allá, por lo que tuvo que acudir en su ayuda su secretario personal, el liberto Epafrodito.

Otro tanto de mujer excelsa podría decirse de Zhao de Pingyang, una china de armas tomar que nació en el 598 de nuestra era y que defendió con uñas y dientes los intereses de su padre, el monarca que fundara luego la dinastía Tang. El ejército que comandada, formado por 10000 hombres y con el que derrotó a las dinastías rivales, se hacía llamar en su honor «El ejército de la Dama». En su funeral le rindieron honores propios de un general, con banda de música incluida, algo insólito porque esta ambientación estaba vedada a las mujeres.

Cuando los españoles llegaron al Nuevo Mundo se toparon con féminas verdaderamente luchadoras que asociaron a las antiguas amazonas. Fray Gaspar de Carvajal fue el cronista de lo que le aconteció a los primeros conquistadores españoles que llegaron al Río Grande, el más caudaloso del mundo; río que fue descubierto en 1500 por el menor de los hermanos Pinzón y al que llamó Santa María de la Mar Dulce, siendo en 1541 navegado por Francisco de Orellana y rebautizado con el nombre de Amazonas. Dejó por escrito nuestro fraile lo siguiente: «Quiero que sepan cuál fue la causa porque estos indios se defendían de tal manera. Han de saber que ellos son sujetos tributarios a las amazonas, y sabida nuestra venida venies a pedir socorro y vinieron hasta diez o doce, que éstas vimos nosotros que andaban peleando delante de todos los indios capitanes, y peleaban ellas tan animosamente que los indios no osaban volver las espaldas, y al que las volvía delante de nosotros le mataban a palos, y ésta es la causa por donde los indios se defendían tanto».

El propio clérigo sufrió el envite de una de estas guerreras provocándole una gravísima herida que él mismo refiere así: «Me dieron un flechazo por un ojo, que pasó la flecha a la otra parte, de la cual herida he perdido el ojo y no estoy sin fatiga y falta de dolor, puesto que Nuestro Señor, sin yo merecerlo, me ha querido otorgar la vida para que me enmiende y le sirva mejor que fasta aquí». Interesante relato sobre las hipotéticas amazonas, pero, claro, de aquí a que, como dice la leyenda, a las amazonas les faltara uno de sus pechos dista… un buen trecho.

Cuesta imaginar que una niña de 17 años, por demás campesina y analfabeta, sea capaz de liderar un ejército de miles de hombres con el único propósito de defender los derechos del heredero de la corona de su país; estado por demás que estaba hecho unos zorros por aquellas lejanas fechas, pues se hallaba inmerso en una cruenta guerra civil y había sido invadido por su mortal enemigo. Pues eso es lo que ocurrió en Francia durante la llamada Guerra de los Cien años, que en realidad fueron 116, conflicto que la enfrentó a Inglaterra entre 1337 y 1453 convirtiéndose en el más duradero que ha conocido Europa. La niña en cuestión se hacía llamar «Juana la doncella» y era devota en extremo. La leyenda dice que esa iniciativa le sobrevino a sus 13 primaveras; y lo hizo bajo la aparición de san Miguel, un santo guerrero, que le habría encargado la importante misión de expulsar a los ingleses de Francia y restaurar en la corona al heredero legítimo al trono, Carlos VII.

Juana, que fue recibida en audiencia por el sorprendido delfín, le dijo que Francia solo vencería a los ingleses si ella comandaba las huestes. Como no tenía mucho más que perder de lo que ya llevaba, Carlos le dio carta blanca a Juana para que emprendiera tan alocada aventura. Linda Seidel, profesora emérita del Departamento de Historia del Arte de la Universidad de Chicago y autora del ensayo «Changing images of Joan of Arc», dice que «Juana fue pueblo por pueblo y reunió a pequeños grupos (de hombres) a quienes inspiró en momentos en que Francia era un desorden».

Con el pelo rapado y las vestimentas propias de un zagal, en 1429 inició su aventura poniéndose al frente de las tropas que fueron en socorro de la asediada Orleans. Tras liberarla fue encadenando en pocos meses una serie tras otra de victorias que lograron revertir el curso de la guerra.

Juana ha entrado a los anales de la Historia con el nombre de Juana de Arco y si no fuera por la perfidia humana su historia habría tenido el final feliz que merecía una heroína como ella. La facción francesa contraria a Carlos VII la apresó y la entregó a los británicos, que la pusieron en manos del brazo eclesiástico. A diferencia de la Inquisición Española, la francesa no ofrecía ninguna garantía legal hacia los encausados. En 1430 la enjuició por sus visiones y la declaró hereje, quemándola en la hoguera.

Nuestro pusilánime delfín no hizo nada por evitarlo, más bien al contrario justificó su asesinato. Este pérfido gabacho redactó una carta pública en la que decía que Juana se había vuelto demasiado arrogante, orgullosa y que había dejado de escuchar al rey, por eso había sido capturada y ya no contaba con el apoyo de Dios.

Un cuarto de siglo después de su muerte Juana era objeto de veneración por el pueblo mucho más que el propio rey. A este bellaco no le quedó más tesitura que declarar que el juicio contra Juana había contenido errores de forma y que la absolvía (a buena hora mangas verdes). Los herederos espirituales de los clérigos que cometieron este sacrílego asesinato aprovecharon también el tirón de su popularidad y sin sonrojo alguno tuvieron los santos c****** de beatificarla en 1909 y hacerla santa en 1929.

Otra más. Nakano Takeko, una nipona que floreció en el siglo XIX, sigue siendo reverenciada hoy día en una sociedad como la japonesa que hasta hace poco más de un siglo era hermética como ninguna. Fue protagonista durante las luchas que se desataron tras la desaparición del sistema feudal que había en Japón hasta el año 1868 y su consiguiente apertura al mundo. El desencadenante fue una breve guerra civil que fue ganada por la facción imperial y supuso la modernización de Japón apenas catorce años después de su apertura a Occidente.

Takeko era especialista en artes marciales, y aunque los asuntos de la guerra estaban vedados a las mujeres formó un batallón de féminas que combatieron ferozmente siendo los últimos samurais que hubo en Japón. Herida de gravedad durante la batalla de Aizu, cuando tan solo contaba 21 primaveras, antes de que sus rivales la apresaran pidió a una de sus lugartenientes que la decapitaran según el rito del seppuku.

A estas alturas de la narración es posible que usted se pregunte si es que no hubo acaso ninguna mujer española que destacara en esta virtud tan escasa en nuestros días como es el arrojo y la valentía y que merezca figurar en este insigne palmarés, a lo que debo apresurarme a responder que por supuesto que sí, y además con honores. Especialmente dos de ellas merecen ser recordadas sus figuras. Vayamos con la primera de nuestras ilustres féminas.

Felipe II había sido proclamado rey de Inglaterra cuando se casó con María Tudor. La dinastía de los Habsburgo conseguía con los matrimonios extender más el imperio que con el uso de las armas. La temprana muerte de esta bella mujer británica hizo efímero el propósito del rey de llevar los usos y costumbres del Imperio Español a los habitantes de aquellas inhóspitas tierras, entre ellos el catolicismo, antídoto ético que venía muy a propósito para domesticar algo las almas protervas de sus gobernantes. El asesinato de la católica María Estuardo ordenado por la pérfida Isabel y el apoyo a los rebeldes flamencos con armas y dinero obligó a Felipe II a darle un escarmiento a la «perversa Jezabel del Norte», por lo que planeó la invasión de las costas inglesas. La formidable escuadra naval española destinada a invadir Inglaterra en 1588 para bajarle los humos a los britanos se vio privada del diestro timón de Álvaro de Bazán, el marino más temido por los ingleses, a causa de su repentina muerte. El contingente naval hispano se vio vapuleado por los inclementes elementos meteorológicos, que no por los ingleses puesto que carecían de una flota comparable a la española. Este revés sirvió para que los britanos añadieran a la Leyenda Negra el falso capítulo de que habían derrotado a la «Armada Invencible», epíteto que estos tipos se habían sacado de la manga muy a propósito para poner de relieve una hazaña bélica que nunca llevaron a cabo; estos expertos en manipulación social reescribieron, pues, una vez más la Historia diciendo que a partir de entonces sería Inglaterra la que dominara los mares.

Pero lo que la Leyenda Negra no cuenta es que este suceso en nada mermó la capacidad bélica naval española, pues el Imperio Español intentó en dos ocasiones más, en 1596 y 1597, la invasión, ambas rechazadas de nuevo por los malos vientos que por aquella inhóspita zona del mundo arrecian, día sí y el siguiente también.

Tras el primer intento fallido de invasión español, los ingleses salieron de su escondrijo y como hienas fueron siguiendo el rastro de los restos de la «Grande y Felicísima Armada» que había recalado en el puerto de la Coruña. Planificaron un ataque a lo grande llevando consigo también la peregrina idea de robarle a Felipe II su condición de rey de Portugal pretendiendo poner en su lugar a un acólito suyo. Fue en las costas gallegas donde brilló con luz propia una valerosa mujer de veinticinco años: María Mayor Fernández de Cámara y Pita, más conocida como María Pita, una heroína que en 1589 hizo frente al potente ejército inglés comandado por el infame Francis Drake, un pirata de los mares al servicio de la Corona Inglesa.

En el fragor del asedio británico contra las murallas de la ciudad coruñesa, un intrépido alférez británico osó atravesarla con un grupo de soldados. Puede que fuera una pedrada, o acaso el peso de una afilada arma blanca, que en esto no terminan de ponerse de acuerdo los expertos, lanzada con mano diestra por nuestra gallega e impulsada por una fuerza gravitatoria que tan bien describiría uno de sus más insignes científicos casi un siglo después, Isaac Newton, la que hizo que impactara en el cuerpo del pérfido soldado y lo mandara antes de tiempo al más allá.

Espoleada por la muerte de su segundo marido durante esta pérfida invasión (luego se casaría dos veces más), y al grito de guerra: «Quien tenga honra que me siga», esta valerosa española fue acosando a los britanos hasta que subieron a toda prisa a sus barcazas y pusieron rumbo a su isla.

Cuando todo hubo acabado, el Rey Prudente, haciendo honor al epíteto con que era conocido, le concedió una modesta pensión y el título de «soldado aventajado» (menos da una piedra, especialmente cuando carece de movimiento, claro).

Los ingleses sufrirían hasta cuatro derrotas más a manos de los navíos españoles cuando años más tarde se atrevieron a atacar las costas hispanas. Esta mujer de armas tomar murió a los 80 años, una edad muy longeva para los hombres de la época, pero en modo alguno para una fémina de su coraje.

La segunda de nuestras protagonistas españolas floreció durante el siglo XVIII. Los llamados «Pactos de Familia» fueron tres acuerdos firmados entre las monarquías del Reino de España y de Francia para hacer piña contra Inglaterra, pero la Revolución Francesa y los ánimos expansionistas de un trastornado Napoleón propiciaron su ruptura y la posterior invasión por los gabachos de nuestro país.

En esta tesitura, aunque el invasor francés tuvo entre algunos de nuestros compatriotas un buen recibimiento, a una mayoría de españoles se les hincharon las p****** y empezaron a organizarse para expulsar a los francos más allá de los Pirineos, su lugar natural bajo el sol. Se fue gestando así nuestra Guerra de la Independencia, un conflicto bélico desarrollado entre los años 1808 y 1814.

En uno de los episodios bélicos sobresalió la figura de una mujer española. Fue el 25 de mayo de 1808, durante el asedio por las tropas francesas de la ciudad de Zaragoza. La guarnición militar estaba en esos momentos bajo el mando del general José Palafox y Melci. El militar recibió en su cuartel general la visita de una joven que se ofreció voluntaria para colaborar en la intendencia del ejército. Se llamaba Agustina Saragossa. Su cometido en la defensa consistía en suministrar agua, víveres y municiones a los combatientes, pero estas tareas fueron sustituidas enseguida por otras más importantes. La muerte en combate de los artilleros de una batería que defendía la ciudad asediada fue la espoleta que activó el carácter explosivo de esta mujer. Ni corta ni perezosa asumió el puesto de artillera e hizo escupir por la boca del cañón obuses del calibre 24 contra las tropas napoleónicas, no quedándoles más tesitura a los gabachos que batirse en retirada.

Por esta valiente acción militar Palafox le concedió una pensión de treinta reales diarios, el rango de alférez de artillería y dos condecoraciones. Pero lo más importante de todo fue que esta mujer, conocida entre todos los asediados por Agustina de Aragón, levantó la moral de las 55000 almas refugiadas tras las murallas de Zaragoza.

Tras un nuevo asedio por los franceses, con inestimable ayuda de una epidemia de tifus que se había desatado entre la población, lograron rendirlos por hambre. Agustina y su hijo pequeño fueron hechos prisioneros y conducidos a Francia. Su hijo falleció, pero ella, en 1810, logró escapar de sus captores para volver a enrolarse de nuevo en el ejército destinándola a la defensa del sitio de Tortosa, tras el cual fue de nuevo hecha prisionera. Logró escapar de nuevo y de la misma forma participó en una nueva batalla, la acaecida en Vitoria, en 1813. La tenacidad de esta mujer fue contagiándose al pueblo español de tal manera que meses más tarde los franceses abandonaron la península, no sin antes robar a espuertas todo lo que podían y destruir sin mesura lo que no podían llevarse.

Cuando Agustina dejó este mundo a la edad de 71 años se le rindieron fastos propios de un funeral estado. En 1908 se erigió un mausoleo en la iglesia de Nuestra Señora del Portillo en honor de ella y del resto de mujeres que lucharon en los sitios de la ciudad.

A tenor de lo relatado hasta ahora, ¿sigue pensando usted eso de que «detrás de un gran hombre…», etcétera, es una expresión acertada? Es probable que una dama de nuestros días que la oiga, y más si ha tenido a bien leer estas disertaciones, airada remate la cita diciendo: «hay siempre una mujer… sorprendida».

Jose Antonio Marin Ayala

Nací en Cieza (Murcia), en 1960. Escogí por profesión la bombería hace ya 37 años. Actualmente desempeño mi labor profesional como sargento jefe de bomberos en uno de los parques del Consorcio de Extinción de Incendios y Salvamento de la Región de Murcia. Cursé estudios de Química en la Universidad de Murcia, sin llegar a terminarlos. Soy autor del libro "De mayor quiero ser bombero", editado por Ediciones Rosetta. En colaboración con otros autores he escrito otros manuales, guías operativas y diversos artículos técnicos en revistas especializadas relacionadas con la seguridad y los bomberos. Participo también en actividades formativas para bomberos
como instructor.

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