
«Al otro lado de las alambradas que protegían la trinchera donde servía en primera línea de fuego Raimundo se jugaba también el pellejo un soldado alemán»
Dieciocho primaveras recién cumplidas tenía Raimundo cuando abandonó el arado de su tierra extremeña y se fue en busca de las aventuras bélicas que le ofrecía el otoño de 1914 en la Francia amenazada por la invasión germana. Trabajaba de sol a sol los campos áridos, pero bellos, donde todavía se podían ver las raíces de la tierra prometida de romanos, godos, árabes y cristianos.
Raimundo formaba parte de un grupo de pirotécnicos que se lo pasaban pipa cuando se presentaba la ocasión festera, rompiendo con los estruendosos petardos el silencio de las calles e iluminando de luces de colores el límpido cielo veraniego. Habían acabado las fiestas patronales, con su popular verbena y los tradicionales fuegos de artificio, y sintió el empuje juvenil de marchar al país vecino a combatir del lado de las potencias de la Triple Entente en la Gran Guerra. A fin de cuentas, pensó, la pólvora le era tan familiar que la que se pusiera en juego en el campo de batalla no diferiría mucho de la que él empleaba en sus castillos pirotécnicos.
Aunque España se había mantenido neutral, un montón de jóvenes voluntarios españoles se enrolaron en una aventura bélica que no tendría precedentes. Todo el proceso del traslado de tropas, reclutamiento y adiestramiento se desarrolló en poco menos de dos meses, tal era la necesidad que había de soldados en esos momentos: un largo viaje de dos días en un tren atestado de voluntarios españoles; el control de la temperatura corporal de aquellos ilusos reclutas nada más abandonar Port Bou, allende los Pirineos, para adentrarse en tierras galas; el reclutamiento, junto a otros miles llegados de otras partes del mundo, en uno de los centros militares de la Association Internationale des Amities Francaises; un breve mes de instrucción en un desvencijado cuartel de Toulouse; las prácticas de tiro en la École d’application de Tir; la incomprensible arenga en francés que les lanzó un espigado general gachó justo antes de subir al tren que los dejaría en el frente; y la vehemente bendición urbi et orbi que desde el andén de la estación hacía un orondo cardenal, animando a la tropa a batirse el bronce contra los bastardos germanos, fueron suficientes credenciales para mandar a Raimundo a Ypres, a la Bélgica ocupada por el ejército del káiser, fuerzas que al igual que ayer, y como siempre, ansiaban conquistar el mundo.
Raimundo se había alistado en la Legión Extranjera Francesa, singular y mestiza formación bélica que por entonces contaba entre sus filas con 12000 apátridas de una cincuentena de nacionalidades distintas. El ambiente que allí se respiraba entre los miles de jóvenes era tan optimista que ninguno de ellos creía que aquella contienda fuera a durar más de unos pocos meses.
Entre grandes progresos tecnológicos y una mejora sustancial de la calidad de vida de sus ciudadanos, los gobernantes de una Europa próspera habían ido gestando en silencio una guerra que solo necesitaba el detonante apropiado para ponerla en marcha. El asesinato del heredero del imperio austrohúngaro había sido el pistoletazo de salida. Los siempre soberbios alemanes les habían dado un cheque en blanco a sus aliados en la guerra; pronto abrieron dos frentes bélicos opuestos, uno contra Rusia y el otro contra Francia e Inglaterra. El frente oriental se desarrollaba a campo abierto, con batallas cortas y efectivas con gran movilidad de tropas, lo que provocó la rendición de Rusia; pero la inusitada resistencia del ejército francés en el frente occidental había empantanado la contienda en una guerra de trincheras. El tiro de una rápida invasión gala, vía Bélgica, que había diseñado el jefe del Estado Mayor del II Reich, Alfred Graf von Schlieffen, le había salido por la culata del Mauser a un ejército alemán que llevaba una década preparándose para esta operación. La que presumía sobre el papel ser una fascinante y breve contienda se convertiría en una cruenta e inhumana conflagración mundial que sería alimentada con un nuevo y mortífero armamento producido a escala industrial, una picadora de carne humana que duraría cinco largos años.
Nadie de entre los altos mandos militares en liza había previsto qué hacer ante semejante situación de empantanamiento, pero lo que estaba claro es que se necesitaba continuamente carne fresca de cañón en las tres líneas de defensa de cada bando para reponer la sangría humana diaria que provocaba sobre los defensores los morteros de artillería.
Raimundo había sido integrado en uno de los batallones del 1º Regimiento de Marcha de la Legión Extranjera, una unidad especializada en desatascar el bloqueo que se vivía en las trincheras del frente de Ypres. Sus miembros eran presa fácil de los francotiradores germanos que se hallaban apostados en lo alto de las colinas, llegando a padecer una tasa de mortalidad de hasta el 70 % de los intervinientes.
En ciertos puntos, la trinchera de fuego gala, la más cercana a tierra de nadie, podía estar separada de la alemana unos escasos cincuenta metros. A esa exigua distancia se podían oír las tradicionales canciones de Navidad que en ese crudo invierno brotaban de las sentimentales gargantas germanas; y cuando la brisa soplaba de levante podía sentirse el olor a rancho que desprendían sus humeantes calderos, a diferencia de la comida que el ejército francés proporcionaba a sus reclutas, basada en latas de carne en conserva, galletas, sopa en polvo, las dos tabletas de café instantáneo reglamentarias y un poco de azúcar. Esta trinchera era, sin lugar a dudas, la más expuesta, puesto que desde aquí se observaban continuamente los movimientos del enemigo y se soportaba el ataque que desencadenaba en el momento más imprevisto. La configuración en zigzag servía para que un rosario de bombas, lanzadas una junto a la otra desde las piezas de artillería, no pudiera alcanzar a toda la formación que malvivía como ratas en ellas.
Los hombres solo pasaban a la segunda trinchera, la de reserva, al cabo de tres días para recuperarse un tanto de la llamada «fatiga de combate», un trastorno psicológico cuyos síntomas iban desde el insomnio hasta el llanto incontrolado o el miedo. Y tras permanecer en esta segunda línea una semana los soldados eran transferidos a la tercera, la de retaguardia.
Las tres trincheras estaban intercomunicadas mediante pasadizos, y el paso de una a otra era efectuado a toda prisa por los «corredores», mensajeros encargados de informar a los mandos destinados en primera línea de fuego de las sesudas decisiones que unos cuantos impolutos generales habían tomado en un despacho del Estado Mayor cuando se sabía de las novedades de las posiciones del enemigo y de sus intenciones. La de correo era la tarea más expuesta y peligrosa en este tipo de guerra estática.
Al otro lado de las alambradas que protegían la trinchera donde servía en primera línea de fuego Raimundo se jugaba también el pellejo un soldado alemán, austriaco de nacimiento. Había huido a Alemania para eludir el servicio militar en su país cuando fue reclutado: era, por tanto, un desertor. Tras una solitaria adolescencia y con muchas penalidades económicas a cuestas deambulaba como un mendigo por las calles de Múnich. Al igual que le había sucedido a nuestro paisano Raimundo había visto en el ejército una oportunidad de ser alguien en la vida, una ocasión plena de aventuras por descubrir. Lucía nuestro soldado germano un poblado bigote, de los del tipo barbero, como era costumbre en muchos reclutas por aquellas fechas.
Los alemanes fueron poniendo en juego en el campo de batalla novedosas artes bélicas, estrategias que permitieran romper la monótona posición estática del enemigo atrincherado en los profundos surcos de la tierra. Para tal fin comenzaron a usar lanzallamas que inicialmente usaban los conocedores de estos riesgos ígneos: los bomberos alemanes. Pero esta ofensiva ígnea no estaba exenta de riesgos para sus ejecutores, puesto que el alcance de las llamas era de menor recorrido que la exposición a las balas aliadas.
Luego echaron mano de un arma de mayor recorrido mortífero, el cloro, un jodido gas con olor a lejía que los mandaba al otro mundo tras dos o tres inhalaciones, no sin antes sufrir un suplicio fruto de las quemaduras provocadas en los ojos, la nariz, la garganta, la tráquea y las vías respiratorias. Raimundo y sus compañeros habían descubierto que orinar sobre su pañuelo y ponérselo sobre su boca y nariz a modo de protección respiratoria les prevenía en parte de las fatales consecuencias del cloro.
Este trastornado soldado alemán al que nos estamos refiriendo casi pierde la vista, y la vida, en dos ataques con gas mostaza sufridos por su unidad, la misma que había usado por primera vez este tipo de armamento químico contra los aliados. Cuando fue hospitalizado por las graves heridas provocadas por la iperita, que es como se denominó a este compuesto en honor a Ypres, compuesto tóxico que les cubría el cuerpo de horribles ampollas, fue ascendido a cabo y le concedieron la Cruz de Hierro por su valentía en el desempeño de su faceta de correo.
Raimundo había soñado con hacer historia mostrando su valor, pero se había enfrascado en una guerra equivocada, poco convencional, donde el mayor mérito era mantenerse como fuera con vida cada día. La muerte viajaba a través de la pesada munición de artillería que vomitaban por la boca los cañones situados a varios kilómetros de allí, rompiendo el límpido cielo de Flandes y sembrando la tierra de destrucción día y noche.
Dos de los artículos de primera necesidad más valorados por la soldadesca en el campo de batalla eran el alcohol y el tabaco. Los ingleses, como es habitual en ellos, eran muy dados al whisky; los franceses, en cambio, le tiraban sin mesura a la cerveza y al vino.
Raimundo protegía con su Lebel Model 1886, un rifle letal francés con ocho balas en la recámara y cuyos disparos no generaban humo, a los sanitarios que salían a tierra de nadie a asistir a los moribundos combatientes. Los infirmiers françaises descubrieron pronto que lo mejor que podían hacer por aquellos desgraciados era ofrecerles un último pitillo.
A fin de calmar la ansiedad que le provocaba aquella terrible munición Raimundo se aficionó al tabaco negro francés; encendía un Gauloises tras otro cuando estaba en la trinchera de fuego para hacer más soportable el bramido de los constantes bombardeos alemanes. Las horas en la trinchera, inundada de barro y excrementos hasta la rodilla en medio de un clima húmedo y frío que calaba hasta los huesos, se hacían eternas. Había que tener mucho valor para soportar aquel suplicio sin cagarse a diario en los pantalones de puro miedo. Lo mismo que aquellos que optaban por mutilarse para que los mandaran a la retaguardia. Y qué decir de los que se pegaban un tiro en la sien para acabar con aquella agonía diaria.
El refinamiento germano para encontrar formas de matar no convencionales no tenía límites. Idearon un arma química que, a diferencia del cloro, gas que «cantaba» mucho a gran distancia, tenía un agradable olor a hierba recién cortada: el fosgeno. Este diabólico efluvio tenía además otra peculiaridad: desataba sus efectos mortales varias horas después de la exposición. Y también era particular porque los síntomas aparecían de una manera brutal, mediante unas hemorragias internas que mataban al soldado de forma horripilante. Lo curioso del caso es que empedernidos fumadores como Raimundo eran los únicos en detectar el débil olor a hierba que presentaba el ataque con fosgeno, por lo que siempre se prestaban voluntarios a estar en primera línea, para así dar la alarma a tiempo a sus compañeros de armas y protegerse adecuadamente las vías respiratorias. Por eso fueron tan valiosos en esta curiosa forma de hacer la guerra. Raimundo fue condecorado por ello con la Orden de la Legión de Honor, por su heroísmo mostrado en el campo de batalla y por haber salvado la vida a muchos de sus compañeros, reconocimiento que le permitió gozar de algunas licencias.
Lo primero que hacía Raimundo cuando le daban un permiso de tres días en la ciudad era darse un buen baño sumergiendo todo su cuerpo hasta la cabeza, lo que le permitía despiojarse; luego se disponía a degustar la comida caliente como si no hubiera un mañana; después se echaba a dormir en una cama de las de verdad, y no en la de los piojosos barracones de las trincheras, hasta reventar; y por último se las veía con una de las cientos de prostitutas que el ejército ponía a disposición de los soldados para que conservaran bien alta la moral.
Un día que estaba de licencia por descanso Raimundo salió a dar un paseo por la ciudad, un mundo civilizado hecho trizas donde las mujeres habían ocupado en la sociedad el rol que habían dejado vacante los varones. A la altura de los Campos Elíseos tomó un tranvía conducido por una chica y abarrotado de mujeres que iban camino del trabajo en las fábricas de armamento; fijó en él la atención una amachorrada feminista de la clase alta; al ver a un joven de paisano dedujo que se había escaqueado de la sagrado deber de la milicia, tal era la presión que ejercían sobre los hombres aquellas féminas de su tiempo. La mujer, que debía pertenecer, o simpatizar al menos, con la Orden de la Pluma Blanca, una institución de dudosa ética moral que había sido fundada ese verano de 1914 por el almirante inglés Charles Fitzgerald con el entusiasta apoyo de la escritora Humphrey Ward, una singular mujer que simbolizaba el paradigma de la «moral victoriana», decimonónica tendencia caracterizada por una fuerte represión sexual, una baja tolerancia ante el delito y un estricto código de conducta social, llevaba en el interior de su bolso un manojo de plumas blancas que simbolizaban la cobardía. Con una cara de odio que solo una amargada de la vida puede mostrar así, ante la atenta mirada de las pasajeras que contemplaban la escena, la mujer le puso a Raimundo frente a su cara una de las plumas. Raimundo posó el frío fuego azul de sus ojos en los de ella mientras introducía sus dedos índice y pulgar entre su desabrochada camisa; de entre ellos entresacó una resplandeciente y dorada insignia con el rostro de Marianne, la diosa que encarnaba los valores sagrados de la República Francesa: «Libertad, igualdad, fraternidad»; la efigie estaba rodeada de una esmaltada cruz blanca de diez puntas que pendía de un rectángulo de cinta roja y que Raimundo llevaba colgada al cuello por una cadenita, medalla que identificaba a su portador como «Chevalier de l’Ordre National de la Légion d’Honneur», la más alta distinción concedida en Francia a un ser humano por su valía. La joven feminista retrocedió avergonzada pidiendo mil perdones en francés a nuestro laureado español. Raimundo no le hizo el más puto caso, desviando su mirada hacia la Place de la Concorde, su destino, y abandonando el tranvía sin echar la vista atrás, a semejanza de como ejecutan el pase de desprecio los diestros españoles.
La gripe española, ese sambenito que nos habían encasquetado los yanquis, los mismos que nos habían robado unos años antes nuestras últimas posesiones en América en una guerra provocada por ellos con el pretexto infundado de un ataque a su armada, y que ahora sabemos que fue ocasionada por una vacuna experimental que inyectaron sobre sus soldados cobayas llevada a cabo en un cuartel de Kansas, provocó tal mortandad entre las filas alemanas que quizá fuera esta la causa, y no la puñalada por la espalda de la que siempre se quejó nuestro soldado alemán, la que motivó la derrota de Alemania.
Raimundo pudo sobrevivir a los cuatro años más que duró aquella guerra cruel. En cambio, nunca volvió al frente el soldado alemán que en 1918 había sido herido por la iperita, el que había estado frente a la posición que ocupaba en la trinchera de la primera línea de defensa Raimundo, puesto que sus superiores habían pedido el armisticio durante su convalecencia en el hospital. Así que a las 11 de la mañana del mes 11 de 1919 los que habían provocado la guerra le pusieron fin.
Cuando acabó la contienda, con el trágico balance de nueve millones de soldados muertos en el campo de batalla, siete millones de civiles fallecidos y veintiún millones de heridos, el mundo había sido transformado para siempre. Habían sido aniquilados cuatro imperios y de entre sus ruinas había surgido uno nuevo: Estados Unidos.
Raimundo también había cambiado. Se le veía muy envejecido. Volvió a una irreconocible España donde ya no había trabajo para él. El Patronato de Voluntarios Españoles, fundado a finales de la guerra, pudo hacer algo más llevadera la vida de los excombatientes españoles, aunque nadie podía curar las heridas psicológicas que les marcó un conflicto inhumano. Desde entonces, para todos sus compatriotas el veterano de guerra iba a ser conocido como el viejo Raimundo. El alcohol fue su vía de escape. Las carretillas y los petardos que los jóvenes tiraban por las calles cuando llegaban las fiestas del pueblo ahora lo atemorizaban y huía a casa a esconderse bajo la cama, como cuando se desataba un ataque de artillería en el frente y se recogía en lo profundo de la trinchera.
Se enamoró de una enfermera a la que quiso con locura y que fue su única ayuda existencial, aunque nunca encontró el descanso espiritual que demandaba su errabunda ánima. Vivió siempre con la sombra permanente en sus sueños de la crueldad de la guerra que había padecido. A menudo revivía las escenas de los compañeros que habían caído a su lado en el campo de batalla, con sus cuerpos mutilados por la metralla. Recordaba a muchos de los que padecieron el temible pie de trinchera, una afección que se originaba al estar muchas horas con los pies sumergidos en el agua y el barro, y que se manifestaba en ampollas y úlceras que cuando se abrían mostraban el tejido muerto. En los casos más severos derivaban en gangrena con la consiguiente amputación de la extremidad. Le atenazaban una y otra vez las imágenes del sufrimiento que rezumaba de aquellos jóvenes desahuciados por heridas de guerra incompatibles con la vida y le atormentaban sus llantos llamando desconsoladamente a sus madres.
Dos décadas después de aquella conflagración mundial le tocó sufrir nuestra propia guerra civil. Los franceses, tan poco considerados con los españoles que habían luchado por su causa, abandonaron a su suerte a los exiliados republicanos que se habían refugiado en Francia tras acabar nuestra guerra civil. Muchos serían entregados a los alemanes y bastantes de ellos morirían en sus campos de concentración.
El anodino individuo que estuvo luchando en el bando alemán recortaría las puntas de su mostacho hasta hacerlo parecido a un cepillo de dientes. Este austriaco adoptado alemán se dedicaría al mundo de la política, embrujando con promesas de un futuro mejor a una población desesperada por las necesidades económicas tras la guerra convirtiéndose en el guía de los ingenuos alemanes. Sería el que, veinte años después, movido por un odio sin límites hacia los judíos, a los que definía como «tuberculosis racial de los pueblos» (al parecer él mismo tenía una ascendencia hebrea que ocultó cuidadosamente durante toda su vida) llevaría al mundo a una guerra todavía más atroz. En los círculos militares era conocido con el perruno epíteto de «El Wolff», aunque su nombre de pila era Adolf Hitler.
A Raimundo le tocó ser espectador de los acontecimientos de esta nueva guerra mundial, todavía más terrible que la primera. Era tan ridículo a la vista el bigote que ahora lucía el excabo alemán que su petite moustache sirvió de inspiración a un Charles Chaplin que se aventuraba en el arte de la farándula y la comedia para usarlo como imagen icónica de su genio y figura en la película satírica de 1940 dedicada al Führer: «El gran dictador».
Los franceses se mostrarían igual de insensibles cuando durante la segunda de las guerras mundiales un espía doble español, Joan Pujol, haría creer a los alemanes que el desembarco en Francia no sería en Normandía; serían, en cambio, los británicos quienes nombrarían a Garbo, que así era su nombre en clave, Miembro de la Orden del Imperio Británico, una distinción que solo se concede a ciudadanos de esa nacionalidad. Y aun así debieron hacerlo con mucha discreción, puesto que antes lo habían honrado los alemanes por esa falsa información que les había proporcionado con la Cruz de Hierro, la misma que lucía en su pecho Hitler.
Resulta cuando menos estremecedor el arrojo que mostraron en defensa de Francia los soldados voluntarios españoles durante esta segunda guerra mundial. Destacaron especialmente 15000 de ellos, que intentaron frenar el avance alemán sobre Francia, en mayo de 1940, cavando trincheras como en la primera guerra mundial; pero el arte de la guerra había cambiado a un tipo de ataque relámpago, y de poco sirvió para impedir la rápida invasión sobre Francia. 2000 de ellos fueron evacuados del puerto de Dunkerque gracias a la operación «Dinamo», aunque 7000 serían hechos prisioneros al concluir la ocupación del país en junio.
Otra formación que destacó en esta segunda guerra fue la 9ª Compañía Republicana, «La Nueve». Estaba formada en su mayoría por los republicanos españoles que pudieron huir de los nazis cuando los franceses los entregaron a los alemanes, tras su éxodo español. Ingresaron en la Legión Francesa para combatir junto a los aliados, usando como armamento pesado tanques Sherman con nombres típicamente hispanos: «Madrid», «Guadalajara», «Teruel», «Belchite», «Brunete», «Ebro», «Don Quijote», «España Cañí», «Guernica», etc. «La Nueve» desembarcó en Normandía en la Playa de «Utah», al norte de la Bahía de Carentán, el 1 de agosto de 1944, formando parte del III Ejército Estadounidense al mando del general George Patton. Combatieron en Rennes, Le Mans, Château-Gontier y Alençon viéndose envueltos en un contraataque protagonizado por la 1ª y 2ª Divisiones SS Panzer «Leibstandarte Adolf Hitler» y «Das Reich», a las que se unieron la 3ª División Paracaidista y las 9ª y 16ª Divisiones Panzer. El 20 de Agosto de 1944 la 9ª División Blindada «Lecrerc» solo tenía en cabeza a la 9ª Compañía Republicana Española, «La Nueve». Fue, pues, la primera en liberar París de los nazis, recorriendo 200 kilómetros en tan solo una jornada. La noche del 24 de agosto de 1944 entró sigilosamente en París a través de la Porta d’Italie con un Sherman al frente al que habían bautizado con el nombre de «Ebro», irrumpiendo en la plaza del Ayuntamiento y disparando contra las posiciones enemigas; el 25 de agosto la guarnición del ejército alemán rindió París y se entregó a los soldados de «La Nueve», quienes al día siguiente, el 26, desfilaron triunfales bajo el Arco del Triunfo, los Campos Elíseos y la Catedral de Notre Dame. El 23 de noviembre de 1944, tras acorralar al ejército alemán, tomaron Estrasburgo; y el 5 de Mayo de 1945 culminaron la conquista de la casa de montaña de Adolf Hitler, el «Berchtesgaden» o «Nido del Águila» en los Alpes Bávaros.
Para mayor sufrimiento de su alma, Raimundo sobrevivió a su esposa y a dos de los cinco hijos que tuvo con ella; a la longeva edad de 102 años su corazón, cansado de latir, se detuvo.
Raimundo fue uno de entre el millar de españoles que combatieron en una guerra ajena a nuestras preocupaciones destinada a impedir la tiranía germana. De haber vivido unos pocos años más es posible que hubiera sido uno de nuestros anónimos ancianos, viva y preciosa memoria de nuestro pasado, fallecidos por una pandemia que cada día nuestro experto sanitario televisivo, ese individuo que nos decía que debíamos estar alegres y contentos por la evolución de la misma, los incluía en su peculiar curva estadística; es probable que hubiera sido un muerto más por un camuflado virus francotirador que el gobierno español nunca fue capaz de visibilizar de entre una infectada población y que, al igual que sucede en los asuntos de la guerra, cuando los mandos militares no conocen exactamente la posición del enemigo resulta del todo imposible e infructuoso… combatirlo.