
«El tóxico fenol se puede convertir en una extraordinario aliado para las necesidades humanas cuando se combina de la forma apropiada»
Existe en los alrededores del municipio cartagenero de La Aljorra un establecimiento industrial químico cuya actividad productiva es la fabricación de policarbonatos, un polímero plástico. Es el segundo más importante en producción de Europa, planta que a vista de pájaro empequeñece a la villa de origen árabe por sus notables dimensiones. De aquí se expiden diariamente toneladas y toneladas de pellets de un plástico muy especial y polivalente, material del que se servía también la NASA para algunos componentes de sus naves interplanetarias cuando era propiedad norteamericana. Esta materia prima, que engloba a las resinas epoxi, al nylon y a otras fibras sintéticas, mediante la oportuna extrusión en otras fábricas dará forma a artilugios tan dispares como gafas de sol, discos compactos de grabación digital de CD y DVD, teléfonos móviles, luces, faros, espejos, incubadoras para bebés prematuros, accesorios náuticos, separadores blindados para taxis y bancos, y hasta potentes escudos policiales. Es un plástico muy resistente y como tal se emplea profusamente en la construcción y en la industria presentando notables ventajas térmicas y mecánicas frente al vidrio o al acero inoxidable. Una de las sustancias químicas que sirven de base para la síntesis de estos policarbonatos es el fenol.
¿Y cómo se sintetiza esta sustancia?, se preguntará usted. Pues mediante el petróleo. Si acaso usted había creído alguna vez que el abandono de los combustibles fósiles en favor de las fuentes de energías alternativas sería el fin del petróleo se equivoca. En 2011, el petróleo, el gas natural y el carbón suponían ellos tres el 87% del consumo energético del planeta. A pesar de los grandes esfuerzos que se están haciendo para no depender del monopolio del oro negro a base de buscar alternativas energéticas, o el sacrificio que se está haciendo con el motor de combustión interna en favor de una incierta movilidad eléctrica, lo cierto y verdad es que el transporte representa tan solo el 28% del total de petróleo consumido en el mundo. El 40% de la electricidad que promete mover dentro de una década millones de coches eléctricos se genera actualmente con fuentes energéticas de origen fósil. Además de la síntesis del fenol, la química orgánica se sustenta en los componentes que llevan disueltos los productos petrolíferos. Cumeno es el nombre utilizado comúnmente para el isopropilbenceno, un hidrocarburo aromático que se encuentra en el petróleo. El cumeno es la materia prima que permite sintetizar el fenol.
El fenol es un compuesto blanco cristalino que por la acción de la humedad del aire, puesto que es higroscópico, se va tiñendo de un color rosado que paulatinamente pasa al rojo, sólido que durante un verano murciano torna al estado líquido por la vía rápida, pues funde a 43 grados centígrados. No en vano, para hacer más fácil su almacenamiento, transporte, trasiego y uso se mantiene líquido a una temperatura cercana a los 90 grados centígrados.
De este importante compuesto se obtienen también medicamentos, entre los que cabe destacar el ácido acetilsalicílico, nuestra popular aspirina. Su característico olor dulce y alquitranado delata su origen y esta aplicación médica. Forma parte también de la composición de algunos remedios farmacéuticos destinados a disolver el cerumen del oído para favorecer su extracción indolora, a la vez que actúa como deshidratante y desinfectante auricular.
Condensando el fenol y el formaldehído, otra sustancia tóxica y corrosiva, se sintetiza la bakelita, un plástico duro que puede que usted lo halle todavía por casa ya que era el material del que estaban hechos los robustos teléfonos fijos de toda la vida.
Pero aunque la transformación química del fenol sirva para cosas tan prácticas como las anteriormente referidas, en estado puro es una sustancia extremadamente tóxica. Casi todos los tóxicos se caracterizan por provocar un daño importante en los órganos internos del cuerpo humano, daño que puede acarrear la muerte, cuando se introducen en el organismo, aun cuando sea en cantidades minúsculas. La ruta de entrada de la mayoría de tóxicos es por vía respiratoria o digestiva, pues es la más directa. Sin embargo, los perversos médicos de las SS abrieron una vía más expeditiva para asesinar a los prisioneros que tenían en los campos de concentración: mediante inyecciones intracardiacas de Izal, un medicamento para tratar la faringitis compuesto por una solución de fenol.
El fenol es uno de esos pocos tóxicos que con tan solo entrar en contacto con la piel desnuda te manda al otro barrio si tardas en salir pitando hacia el hospital para que te apliquen sobre la piel PEG, iniciales que definen al polietilenglicol, un laxante muy usado para aquellos que tienen serias dificultades con el tránsito intestinal, pero que curiosamente es el antídoto que lo neutraliza.
Si esta sustancia es generosamente tóxica para el ser humano tanto o más lo es para los restantes seres vivos, por lo que las buenas prácticas en la industria química obligan al empresario a eliminar las pequeñas fugas que se producen en las plantas donde se almacena y procesa el fenol. La forma más efectiva e ingeniosa que han encontrado para eliminarlo es derivarlo primeramente a una balsa de decantación. Una vez contenido allí se las ve con un ser vivo muy particular, una bacteria que ha sido modificada genéticamente en un laboratorio de bioseguridad (en alguno de estos centros algunos «seres inhumanos» también se dedican a la siniestra experimentación con microorganismos patógenos, como el coronavirus, con la finalidad homicida de hacerlos más selectivos, mutantes y resistentes), bicho este que tiene la virtud de gustarle con locura este tóxico. Y que se lo coma no es lo más extraordinario que hace esta bacteria. Resulta que tras darse un generoso atracón de fenol excreta sustancias tan poco nocivas para la salud que sus ingenieros genéticos dicen poder usarse para abonar los campos murcianos. Ahí es nada…
Cómo se descubrió esta sustancia y el origen de su nombre tiene también su peculiar historia. Si le resulta de interés su descubrimiento y su etimología tenga la bondad de acompañarme en un pequeño viaje al pasado.
Cuando el carbón presidía la revolución industrial del siglo XIX, pues por entonces era la única materia prima disponible para obtener energía abundante y barata (aunque, quién lo iba a decir, ahora ha sido rescatado de nuevo como fuente energética por culpa del chantaje que con su gas natural nos está haciendo a los países dependientes el perturbado este de Putin), se descubrió que al calentarlo en ausencia de oxígeno se desprendían gases que le conferían un carácter extremadamente inflamable.
Como este misterioso efluvio proporcionaba una luz brillante cuando ardía se echó mano del socorrido diccionario griego para mentarlo. Y lo más parecido al término «brillar» que hallaron fue el impronunciable nombre «phainomai». No obstante, como este gas fue utilizado por entonces para alimentar los faroles que se habían instalado en las calles de algunas ciudades para que las iluminaran se le puso el más fácil, y yo diría que adecuado, nombre de «gas ciudad». Este efluvio era en realidad una mezcla de gases, entre los que se encuentra presente el peligroso monóxido de carbono, otro tóxico del que dicen los especialistas que provoca una muerte dulce. Fue por esta razón por lo que el gas ciudad se dejó de emplear en el interior de las viviendas, ya que era peor el remedio que la enfermedad. Mucho después se aislaría el principal gas responsable de su inflamabilidad, el elemento más ligero de los 118 que actualmente recoge la tabla periódica: el hidrógeno.
Corría el año 1834 y la química, especialmente bajo la batuta de los alemanes, hacía grandes progresos con el manejo de los productos del carbón. El químico alemán Friedlieb Ferdinand Runge, que a la sazón estaba trabajando para los ingleses, sin que aquello le supusiera remordimiento alguno por ser de toda la vida sus adversarios más empedernidos en la guerra, destiló una sustancia incolora de carácter ácido del alquitrán de hulla, un derivado del carbón. Como lo había obtenido impuro inicialmente Runge lo llamó «Karbolsäure» (traducido como ácido carbólico, pues lo había obtenido del carbón). Debió parecerle un nombre tan impronunciable en alemán como a nosotros, los latinos, por lo que echó mano del antiguo término que designaba al gas de marras que se obtuvo de la hulla, aunque el sonido más parecido que encontró para el término griego «phainomai» fue «fénico», por lo que a esta sustancia la denominó ácido fénico. Siete años más tarde, en 1841, el químico francés Auguste Laurent lo obtuvo puro y fue capaz de determinar su fórmula molecular. Charles Gerhardt, otro químico francés, descubrió que poseía un grupo OH en su composición molecular, y como por entonces todo lo que llevara este radical se consideraba un alcohol y su nombre debía acabar en «ol», al ácido fénico de Runge lo renombró fenol.
La primera vez que se tuvo un conocimiento más de andar por casa de este potente tóxico fue cuando a alguien se le presentó la papeleta de no poder encender unos tocones de madera en la chimenea de su casa. Y no porque la materia prima estuviera húmeda, no, el problema residía en otra parte. Cuando arde la leña, además de las vigorosas llamas generadas se desprenden humos, gases y sustancias diversas fruto de la pirólisis de la madera. Pirólisis es otra palabra griega formada por piros (fuego) y lisis (romper). Este proceso tiene lugar cuando una sustancia se descompone en otras más complejas por la acción del calor. La aplicación de una llama sobre algo que puede arder no necesariamente tiene que derivar en una combustión completa, como sucede cuando encendemos el fuego de nuestra cocina de gas y este se transforma casi exclusivamente en dióxido de carbono y agua. La madera está formada por celulosa, una sustancia compuesta de carbono, hidrógeno y oxígeno, y mediante la pirólisis puede transformarse en otras muy variadas. No quiero que piense que la pirólisis es algo excepcional, de hecho muchos la practicamos a diario en la cocina cuando sirviéndonos de una cazuela transformamos en su interior, por intermediación del calor del fuego, sustancias tan poco digeribles para nuestro estómago, como pueden ser ciertas verduras, la carne cruda o las patatas, en sabrosos y saludables guisos cocidos.
Estos productos de la pirólisis de la madera se depositan en el conducto de la chimenea y la experiencia dice que conviene limpiarlo regularmente porque si no cuesta cada vez más llevar a buen puerto el milagro de la combustión. Además existe otro problema mucho más gordo, y es que las peligrosas llamas del hogar pueden ascender por el obstruido tiro y provocar su inflamación con resultados funestos para la estabilidad de la chimenea, de la propia vivienda y de sus moradores. La prevención de este inconveniente dio origen a la profesión de deshollinador, tan en boga durante la Revolución Industrial y que tan magistralmente recoge la película Mary Popins. Estos individuos dieron origen a una organización que pasó a llamarse con el tiempo «The Prowlers» (los Merodeadores), primigenios bomberos que patrullaban las calles inspeccionando el estado de las chimeneas de las viviendas. Iban provistos de cubos, escaleras y ganchos a la caza y captura de los incendios que se desataban en estos escenarios domésticos. En Nueva York había torres de vigilancia formadas por ocho de estos supervisores que despertaban a los vecinos cuando detectaban algún fuego hogareño.
Cuando Carl Reichenbach, en 1833, extrajo de las paredes de la chimenea este residuo líquido pringoso altamente inflamable, Runge, el químico alemán que había aislado el fenol de la destilación de la hulla descubrió que entre el pandemoniun de sustancias que lo formaban también se hallaba presente el tóxico de marras. A partir de entonces, a cualquiera de los compuestos químicos que pudiera llevar en su seno esta sustancia se los denominó «compuestos fenólicos o polifenoles». Runge se percató de que los compuestos fenólicos eran muy eficaces para preservar la madera de la acción destructiva de la carcoma cuando se aplicaba una capa sobre su superficie, por lo que se hicieron de uso muy común como biocidas.
A ese residuo de la chimenea plagado de compuestos fenólicos se le puso el nombre de «creosota», palabro formado por las griegas kreas (carne) y soizein (preservar); no es descabellado que alguno lo usara para evitar la putrefacción de la carne en unos tiempos donde los frigoríficos todavía no habían sido inventados. Una práctica muy frecuente antaño era «creosotar» las traviesas de madera de las vías del tren para prevenir el deterioro provocado por hongos y bacterias. A pesar de que la creosota es un producto biodegradable y sus tratamientos biocidas pueden perdurar décadas, algunos de sus componentes, como el benzopireno, están considerados cancerígenos y su empleo actualmente está prohibido para muchas aplicaciones.
No solo en los laboratorios ha avanzado la ciencia, la tecnología y el progreso; la guerra y los campos de batalla han sido también escenarios fantásticos para aquellas mentes inquietas dispuestas a experimentar sin ningún pudor con los combatientes. Los cirujanos militares, conforme a los dictados emanados de su código deontológico y al juramento hipocrático, se han fijado desde siempre como meta suprema salvar la vida del paciente (excepto en estos tiempos que vivimos, donde la práctica oficial de la eutanasia está poniendo en jaque todo este montaje), sin importar los métodos usados para ello.
Desde sus orígenes, con la figura del cirujano barbero, hasta nuestros días, con estos seres que se tienen a sí mismos casi por dioses, la práctica médica se ha surtido de todo un arsenal de instrumentos y pócimas para llevar a buen puerto sus fines. Así, en el maletín de un matasanos militar no podían faltar utensilios que hoy nos parecerían más propios de la fontanería que de la rama médica: la sierra, los alicates, el escalpelo, el martillo, el cincel, la lima, las tenazas, etc. Aunque muchas operaciones eran tildadas por los facultativos de exitosas por haber conseguido mantener con vida al paciente tras el destripamiento a que muchas veces era sometido, eran no pocas las ocasiones que al poco moría como consecuencia de la infección de sus heridas. No en vano, el porcentaje de mortandad en los hospitales de campaña durante el siglo XIX era de un sobrecogedor 50%.
Quizá haya oído usted hablar, cuando no lo haya usado alguna vez, del Listerine, una solución antiséptica que recomiendan los dentistas para eliminar los patógenos que se depositan entre las encías. El nombre de esta solución bucal hace honor a Joseph Lister, un cirujano militar inglés. En la década de 1860 había leído los trabajos del gran químico francés Louis Pasteur acerca de la putrefacción de los gusanos de seda causada por el crecimiento anaeróbico de microorganismos. Pasteur describía tres formas posibles para eliminar estos bichos invisibles al ojo desnudo: mediante la filtración, por la acción del calor o con la aplicación de productos químicos corrosivos. El segundo de estos tres métodos, la aplicación de calor, es el que permite que hoy nos podamos beber la leche envasada, o el vino embotellado, con total seguridad, proceso que en honor a él se llama pasteurización. Lister pensó que la gangrena provocada por las heridas infectas era a fin de cuentas una forma de putrefacción, y que pudiera ser provocada por los microorganismos presentes en el ambiente de batalla, cuando no de los propios instrumentos quirúrgicos. Así que se valió del calor para eliminar este potencial foco de infección de sus materiales médicos, aunque era a todas luces evidente que esta fuente ígnea no podía usarse sobre la delicada piel de los pacientes. Como diríamos por aquí: cuesta más el ajo que el pollo.
Como uno de los usos de los compuestos fenólicos era eliminar los microorganismos, y por ende el hedor propio de las sustancias putrefactas (nuestro Zotal de toda la vida), Lister pensó que podrían ser también efectivos para desinfectar y así evitar la aparición de la gangrena en las heridas. Lister tuvo la genial idea de emplear el fenol como antiséptico, pero a una concentración lo suficientemente pequeña como para no matar al paciente. Lo disolvió puro en agua hasta obtener un exiguo 5% de solución. Pulverizándolo sobre la mesa de operaciones y poniendo compresas con esta solución sobre las heridas consiguió, en el periodo comprendido entre 1865 y 1869, reducir el índice de mortandad postoperatoria hasta el 15%. Para el año 1910 la mortalidad por infección había descendido hasta un 3%.
Un estudio reciente del departamento de Tecnología de los Alimentos de la Universidad de Murcia, la UMU, ha descubierto que la dieta murciana, y por ende, la mediterránea, tiene notables efectos vasodilatadores, antiinflamatorios y estimuladores del sistema inmunológico. Mucho se ha escrito sobre las bonanzas de este tipo de alimentación, dieta que en un estudio publicado por el New England Journal of Medicine demostraba que reduce en casi un 30% el riesgo de sufrir enfermedades cardiovasculares, por lo que quizá no sea ninguna novedad a estas alturas, ni para usted ni para nadie. Lo realmente extraordinario de esta investigación es que los científicos murcianos han demostrado que la razón última de que platos tan genuinamente levantinos como la ensalada murciana, las peras a la Monastrell, la dorada a la sal, el sabroso pisto, el zarangollo, los melocotones a la Garnacha y el arroz con verduras y bacalao, por mencionar solo unos pocos de los 22 guisos que los investigadores analizaron, tengan un poder antioxidante tan elevado responsable de la buena salud del corazón, de que retrase la aparición de la temida diabetes y de que ahuyente el cáncer se debe a que en la estructura molecular de estos alimentos hay unas sustancias que a estas alturas de la narración ya nos son familiares: los compuestos fenólicos. Incluso el aceite de oliva virgen extra resulta ser también fuente de un poderoso polifenol: el oleocanthal.
Pero no queda aquí la cosa. Muchos matasanos nos recuerdan constantemente que el consumo de alcohol es malo para la salud, algo que cualquiera en su sano juicio no debería poner objeción alguna. Sin embargo, diversos estudios sugieren que en cantidades moderadas el vino puede ser un buen aliado para prevenir las enfermedades cardiovasculares, la diabetes y la hipertensión. Y no debería sorprendernos esto viniendo de una bebida que, a diferencia de la cola, que es mucho más reciente y de la que se sabe poco o nada de qué está hecha, se sabe perfectamente su composición y goza de una gran longevidad entre los humanos. De hecho, la evidencia más antigua de la producción y consumo de vino proviene de una vasija datada en el año 5400 a. C. descubierta en el poblado neolítico de Hajii Firuz Tepe, en los montes Zagros, Irán. (Ay, ay, ay…Lo que ha cambiado el cuento, caperucita. Ahora resulta que el origen del vino proviene de un lugar del que hace más de cuatro décadas está prohibido su consumo, concretamente desde 1979, cuando sus dirigentes establecieron su fantástica República Islámica).
El doctor Ramon Estruch ha investigado el posible efecto beneficioso del vino, que no del alcohol (lo que ha tenido como consecuencia que algunos de sus doctrinarios compañeros galenos, los abstemios, se lancen como hienas contra él), lo que explicaría algunas cosas bastante singulares. En sus propias palabras: «Esto ya se observó en 1992, en la denominada “paradoja francesa”, que demostró por qué los franceses, habituados a comer muchos quesos, leches y mantequillas, grasa saturada, etc., tienen una tasa de infarto de miocardio muy baja comparada con la de otras poblaciones con elevado consumo de derivados lácteos. Se observó que su factor diferencial es que eran, y son, uno de los principales consumidores de vino del mundo. El vino les contrarresta los efectos negativos de la grasa saturada en el riesgo cardiovascular». ¿Y cuál cree usted que puede ser la razón de este carácter benefactor de una bebida cuyo 85% de contenido es agua? Pues el propio doctor nos responde a este enigma. La razón está en «su alto contenido de polifenoles, compuestos bioactivos que tienen las plantas. A diferencia de las vitaminas, que son esenciales para el organismo, podemos vivir sin polifenoles, pero son beneficiosos. Están en la piel de los vegetales, que los sintetizan para protegerse de las agresiones externas, de las plagas. Si los toma el ser humano también le protegen: tienen un efecto antioxidante y antiinflamatorio».
Cualquiera que tenga el buen gusto de saborear esta milenaria bebida espirituosa sabe que de todos los tipos de vinos que hay los tintos, especialmente los madurados en barrica, son los más gustosos, aunque suelen ser también los más caros. Pero el estudio del doctor Estruch muestra un resultado sorprendente que nos viene muy bien a nuestra salud y a nuestro bolsillo. «El vino joven barato es el más rico en polifenoles que protegen la salud cardiovascular. A medida que envejece, contiene menos».
Así que ya ve usted cómo una sustancia de lo más tóxica se puede convertir en una extraordinaria aliada para las necesidades humanas cuando se combina con otras de la forma apropiada.
Es difícil condensar tanto y tan diverso conocimiento en un texto relativamente tan corto. J.A.M.A. ha demostrado una vez más ser un hombre de vasta cultura y que, con el hilo conductor de la química nos puede hablar de cualquier otra cosa. ¡Enhorabuena!