
«Hemos dado tanta prisa en acelerar la transición energética que la estamos haciendo más pestilente y cara de lo que sería deseable»
De los cuatro Jinetes del Apocalipsis responsables de la mitad de la contaminación atmosférica en el mundo, o sea, Estados Unidos, China, la Unión Europea y Rusia, solo nuestros dirigentes europeos, como si les fuese la vida en ello (aunque a la postre lo que siempre cuenta es la nueva cartera de negocios que muchos avispados están abriendo con la transición energética), se han puesto como posesos a la tarea de reducir las emisiones del dióxido de carbono bajo la quijotesca creencia de que los que sufriremos sus consecuencias vamos a salvar el planeta nosotros solicos. La recompensa será que solo nosotros disfrutaremos del cacho de atmósfera que nos ha tocado vivir sin contaminación alguna (hala, que se jodan los demás). Me va a permitir la licencia de mentar este gas de marras con el sugestivo epíteto de «ceodós» en virtud de cómo se pronunciaría su fórmula molecular (CO₂).
Para empezar, y sin pretender que piense usted que soy un contumaz negacionista del cambio climático, no parece estar tan claro el grado de culpa que tiene la mano homicida del ser humano en este asunto medioambiental. Algunos expertos dicen que deberíamos meter también en el saco de las emisiones de este gas de efecto invernadero fenómenos naturales desatados por la Madre Naturaleza, sabia donde las haya, como los volcanes o los incendios forestales. Especialmente en este último caso los que son ocasionados por los rayos de las nubes secas que este aciago año, fruto de las persistentes olas de calor, se van a salir de la lista en cuanto a hectáreas calcinadas; también convendría contar con la aportación que hacen los seres vivos, que tienen a este gas por un producto de su respiración. Especialmente las termitas, que son mayoría, los rumiantes y las propias personas, que emitimos en promedio un generoso kilo de dióxido de carbono al día; y también habría que considerar factores todavía más difíciles de cuantificar como las manchas solares, los cambios cíclicos del polo magnético terrestre y otros fenómenos astronómicos que dan lugar, cada cierto tiempo, a glaciaciones y otros desórdenes naturales que son una consecuencia de los cambios climáticos. De hecho, sabemos de la existencia de muchos cataclismos de esta naturaleza ocurridos en el pasado, mucho antes incluso de que el ser humano siquiera existiera.
Este soberano programa europeo de purga del ceodós, de llevarse a pleno efecto en fechas tan próximas como estos tíos han establecido en su agenda 2030 solamente contribuiría a reducir un mísero 25 % el total de las emisiones, sin que estemos seguros de antemano que semejante esfuerzo servirá a la postre para algo más que no sea joder la vida normal de los ciudadanos, más de lo que ya están.
Y es que a diferencia de rusos, americanos, indios y chinos (que siguen instalando centrales térmicas a cascoporro y este asunto se la trae floja) nosotros nos hemos dado tanta prisa en acelerar la transición energética que la estamos haciendo más pestilente y cara de lo que sería deseable. Le ruego que tenga paciencia para poder explicarme.
Dicen los que se dedican a esta curiosa actividad que en política tener razón no es lo importante, sino que se la den a uno. Será acaso por eso que cuando los poderes fácticos se asocian con los gobernantes el resultado puede ser cualquier cosa menos ventajas para los ciudadanos. Que los coches eléctricos son el futuro porque contaminan mucho menos que los de combustión interna es uno de los mantras más invocados por estos tipos, en curiosa comunión de pensamiento con los neoecologistas de salón.
Pero resulta que solo los ricos, los de verdad (no los currantes de la clase media que algunos dirigentes comunistoides tienen por tales), verbigracia, los funcionarios de alto nivel, los que legislan, los empresarios de altos vuelos, los directivos, los artistas (especialmente aquellos mediocres que viven como Dios gracias a los subsidios procedentes de nuestros impuestos), los escasos aristócratas de cierta prosapia que todavía pululan en la sociedad y ese medio millón de ánimas que se dedica a la política, todos ellos, digo, acaso puedan permitirse el lujo de comprarse hoy día un caro coche «0-0 emisiones», aun cuando la autonomía en kilómetros de estos cacharros sea escasamente la mitad de la de cualquiera de los mucho más baratos de combustión interna. Y es que no hay misterio en esto. La densidad energética de unos escasos 60 litros de combustible líquido en un coche de combustión es mucho mayor que la electricidad que pueda acumular en sus varios cientos de kilos la batería de un coche eléctrico. Y ojo que muchos gobiernos han dejado ya de incentivar su compra, porque como a la postre el vehículo eléctrico será la única opción posible en el mercado no resulta ser un buen negocio para Papá Estado lo de dejar de recaudar impuestos por la movilidad, por muy sostenible que esta sea.
Un amigo mío fue derecho a un concesionario de estos a preguntar por uno de los nuevos coches eléctricos que están lanzando al mercado. Parece haber cierta proporción, al menos al principio de la secuencia, entre la autonomía teórica en kilómetros que ofrecen y su precio. Un utilitario de 100 km puede rondar los 10000 pavos. Uno de 200, 20000. Uno de 300… 30000. Pero aquí acaba la proporción lineal. A partir de aquí la cosa es clara y salvajemente exponencial. Por ejemplo, un Tesla Model S con unos escasos 600 km de autonomía cuesta más de 100000 euracos.
Mi amigo estaba interesado en el de 20000. Así que se dirigió al vendedor y le preguntó.
―¿Qué vida útil tiene la batería?
―Pues depende. Si realizas las cargas lentas… unos 10 años―le respondió.
―¿Y cuánto cuesta una batería nueva?, inquirió.
―Ah. Mejor que para entonces te vuelvas a comprar otro eléctrico―, le aconsejó.
Así que esas son las cuentas ahora: una gran inversión económica inicial y al cabo de dos lustros repetir de nuevo la película. Pero es posible que pase como con los teléfonos móviles, que al principio eran carísimos y luego llegaban a regalártelos si comprabas un televisor.
Pero quizá eso no sea lo peor del coche eléctrico. Imagine que sale a hacer un largo de viaje como solía hacerlo con su viejo utilitario de combustión. Con esta nueva forma de movilidad tiene que considerar la menor autonomía que tiene para no aventurarse hacia cualquier destino ignoto y morir en el intento. Así que tendrá que planificar bien la ruta para que cuando le avise que hay que repostar tenga a mano puntos de carga que le permita continuar su aventura, porque de no ser así puede que sufra un síncope. Esta autonomía teórica puede verse seriamente mermada si usted tiene la desdicha de verse atrapado en una retención duradera, bien sea por obras en la calzada, bien por un accidente de circulación, o acaso por una intensa nevada, máxime si además está tirando a base de bien del aire acondicionado o la calefacción. La ausencia de un enchufe eléctrico puede que le deje miserablemente tirado en el camino.
Puede que cuando todo esto se ponga definitivamente en marcha descubramos entonces que la «movilidad sostenible» no se sostenga en modo alguno con la única aportación de las energías renovables. Pero dejemos a un lado por ahora los problemas de suministro eléctrico (y el precio de la factura mensual que ya estamos sufriendo) que dentro de escasamente dos décadas (que es el plazo dado por el gobierno para acabar con el motor de combustión) va a ocasionar en España la recarga de las baterías de los presumiblemente 34 millones de coches eléctricos que circularán por nuestro país.
Pasemos ahora a analizar algunos aspectos de la construcción y el uso de los susodichos autos eléctricos. El simplón ecologismo de salón nos quiere vender la moto de que el coche eléctrico es tan ecológico que va a ayudar a revertir el cambio climático, que conseguirá eliminar los problemas de salud de la población causadas por la contaminación atmosférica y que aliviará el bolsillo del sufrido ciudadano por el alto gasto en combustible fósil mensual.
Estoy seguro de que en su afán por proteger el denostado medio ambiente y en su infinita preocupación por nuestro bienestar, lo único que le mueve a Elon Musk con la comercialización de sus flamantes y asequibles Teslas es un espíritu filantrópico.
Una de las cosas curiosas del coche eléctrico es que apenas se siente cuando se desplaza (una circunstancia, por cierto, rara de ver en el medio natural), lo que va provocar más de un disgusto serio en nuestra ruidosa sociedad, y más con la cada vez mayor hipoacusia que padece la peña, en especial cuando algún impaciente conductor pise a fondo el pedal del acelerador. Estos diabólicos cacharros son capaces de pasar de 0 a 100 km/h en menos de 5 segundos, tiempo más que insuficiente para esquivar a un silencioso bólido que se abalanza sobre ti, aun a pesar de que medie entre él y tú la nada desdeñable distancia que hay de una portería a otra de un campo de fútbol.
A algunos les puede dar la risa tonta cuando descubran el ecologismo que encierra la construcción y el uso de un coche eléctrico, así como las repercusiones que va a tener para la supervivencia de otros seres humanos no tan ricos como parece ser que somos nosotros.
La primera singularidad es que las enormes baterías que lo mueven están formadas actualmente por litio, un jodido metal que pertenece a la familia de los alcalinos. En su estado puro este metal es tan ligero que flota en el agua aunque, todo hay que decirlo, el fluido vital le sienta como el culo; de hecho provoca explosiones al contacto con ella; además, el litio se halla concentrado en unas pocas zonas de la Tierra y es difícil de extraer. Para aislar una tonelada de carbonato de litio, que es la manera más segura que tiene de manejarse, hay que evaporar aproximadamente medio millón de litros de agua salada, siendo además necesarios 30000 litros de agua dulce. Pero esto no debería preocuparnos, puesto que las mayores reservas de litio se encuentran en los países latinoamericanos y si alguien va a sufrir escasez de agua no vamos a ser nosotros los europeos, faltaría más.
Ahora bien, con esta tonelada apenas hay para fabricar las baterías de dos docenas de vehículos Tesla Model S, los de nuestro filántropo constructor, ya que cada uno de estos coches eléctricos necesita 45 kg de carbonato de litio.
Vamos a otra, que esta no ha valido. Como la autonomía en kilómetros recorridos que ofrece una batería de litio es escasa se está probando con otros materiales como el cobalto. ¿Y qué demonios le pasa al cobalto?, se preguntará usted. Pues mire, los expertos estiman que en el futuro el 75% de este tipo de automóviles lo emplearán. Pero el suministro de este mineral se enfrenta a los riesgos políticos del principal proveedor del mundo, la República Democrática del Congo, un país donde la explotación laboral campa a sus anchas y las guerras civiles son el pan nuestro de cada día. La especulación de los inversores hará también que el precio se dispare; de hecho, el precio del cobalto ya ha subido un 50% desde el pasado año.
Venga. A otra cosa, mariposa. Vamos con el cobre. Este metal tampoco se fabrica; se extrae de las entrañas de la Tierra, hasta que un día acabemos con él. Para fabricar un automóvil eléctrico se necesitan unos 75 kg de cobre, tres veces más que el que se precisa para un coche con motor térmico. Según los expertos, la demanda de cobre no crecerá solamente por la implantación del coche eléctrico, sino también por la progresiva ampliación de las redes eléctricas para alimentarlos, por la propia electrificación de los países emergentes (que también tienen el mismo derecho que nosotros al disfrute de la energía) y la futura urbanización de unas ciudades cada vez más grandes. Hay serias dudas de que exista suficiente cobre para transformar en eléctrico todo el parque automovilístico mundial que algunos cifran en unos 1400 millones.
Además, la extracción de este elemento se hace en minas a cielo abierto, lo que ocasiona una grave y permanente contaminación del suelo debido al drenaje ácido necesario. Pero de nuevo no debemos alarmarnos porque la repercusión medioambiental será para los países del Tercer Mundo, pues las restrictivas legislaciones que regulan los atentados ambientales de estas explotaciones mineras en los países del Primer Mundo son pocas o inexistentes en aquellos lares.
Y la última, el pilar en el que se asienta el efecto invernadero y el cambio climático: las emisiones de ceodós. Según un controvertido estudio, un coche eléctrico vendría a contaminar más que un diésel (cágate lorito). Y la razón que aducen los que han hecho esta investigación (de los que no sabemos si conservan todavía íntegras sus vidas) está en la construcción de estos coches y en la manera en que se consigue generar la electricidad que recarga sus baterías. Comencemos por este segundo punto.
Los investigadores tomaron como referencia dos vehículos: el Mercedes Clase C 220d diésel, y el Tesla Model 3 eléctrico. La sorprendente conclusión a la que llegaron es que un eléctrico contamina entre un 11 y un 28% más que un diésel. Las emisiones de un Mercedes Clase C 220d, cifradas en 117 gramos de ceodós por kilómetro, se compararon con las que generan las baterías del eléctrico a lo largo de su vida útil en la génesis de la electricidad para moverse. Las baterías que utiliza el Model 3 emiten entre 11 y 15 toneladas de ceodós durante su vida útil. Como hemos dicho anteriormente, este tipo de baterías suele durar aproximadamente 10 años. Basándose en que el coche hará unos 15000 kilómetros al año, este vehículo eléctrico de referencia contaminaría entre 73 y 98 gramos de ceodós por kilómetro, es decir, menos que un coche diésel (perfecto, ¿no?). Pero ahora viene la segunda parte de la ecuación. Según el mencionado estudio, a la hora de contabilizar estas emisiones nunca se tiene en cuenta que para producir electricidad a través de la recarga de las baterías también se genera ceodós, por lo que, según los cálculos realizados, a un Model 3 hay que sumarle entre 156 y 181 gramos de dióxido de carbono por kilómetro. O, lo que es lo mismo, este modelo de Tesla contaminaría entre 229 y 279 gr/km, casi el doble de lo que lo hace el Clase C 220 diésel.
Y ahora veamos qué pasa con la construcción del coche eléctrico. Explica David Bond, director gerente de Footman James, que «es fácil suponer que los automóviles clásicos son más dañinos simplemente por sus motores viejos y menos eficientes; sin embargo, los datos de este informe refutan esa teoría. Realmente se trata de cómo se mantienen y utilizan estos vehículos; está claro que, si bien los coches nuevos, modernos y eléctricos pueden parecer mejores para el planeta en el día a día, el problema es el impacto que causa su producción». Fabricar un Volkswagen Golf térmico conlleva la emisión de 6,8 toneladas de dióxido de carbono, mientras que un Polestar 2 eléctrico se va a la friolera de 26 toneladas.
No toda la contaminación atmosférica se debe al ceodós. El desgaste de los frenos, el uso del embrague y los neumáticos de cualquier coche son tan contaminantes que, en conjunto, contribuyen al 50% de la polución del aire. Y también los coches eléctricos contaminan, ya que no se libran de utilizar frenos y neumáticos. Es más, a causa de su voluminosa batería, un coche eléctrico pesa unos 400 kilos más que un térmico del mismo segmento, ocasiona un mayor desgaste de frenos y neumáticos.
Que conste que no estoy en contra de estos artilugios, pero a no ser que inventen otro tipo de baterías tenemos varios problemas. Uno que no es baladí es cuando a una de estas se le cruza el cable y empieza a arder de forma desaforada. La extinción de los coches eléctricos a base de echarle agua es una tarea tan ardua como ineficiente, pudiendo durar la combustión horas, pues hasta que las numerosas celdas que la forman no ardan completamente el baile de llamas y humo no va a parar un solo segundo. La más reciente ocurrencia bomberil para afrontar la extinción de este tipo de autos en llamas es izarlo con la pluma de una grúa y sumergirlo en un contenedor rebosante de agua, al más puro estilo arquimediano. Si lo dejas un día entero así puede que termine por apagarse. Mientras tanto emitirá a la atmósfera un buen brazado de gases tóxicos que ocuparán el lugar dejado por el ceodós. Claro que una vez lo saques del agua ya puedes despedirte de tu caro coche para siempre.
A fin de que nos olvidáramos por aquellas lejanas fechas ya de 2019 del sonrojante caso de los ERE urdido por sus barones andaluces, nuestro doctor cum Fraudez, máximo representante de la progresía hispana, aprovechó la coyuntura de la renuncia chilena para regalarnos una feliz idea progresista que habría de revertir de manera definitiva el cambio climático de nuestros días. Para tal efecto convocó en Madrid la 25 Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, la COB 25, que bien podría llamarse CBM 25 (Concilio Buenista Medioambiental); evento al que nuestro dirigente invitó, como no podía ser menos, a la trastornada adolescente Greta Thunberg para que ella y los gobernantes venidos de todos los rincones del planeta, que no los científicos, nos alumbraran con sus ocurrencias medioambientalistas. Debo confesarle que si un servidor tuviera la suerte en la vida de una «Geta Tumbos» (que no la personalidad, Dios no lo quiera), a la que no parece asaltarle preocupación alguna en estudiar para ganarse la vida y hasta gozar de despreocupados mecenas que le inviten a uno a viajar de un lado a otro del mundo, probablemente también me apuntaría a defender con entusiasmo esta buena causa; es más, hasta me atrevería a beber el agua del grifo y llevarla conmigo en una botella de vidrio como las de antaño, como estuvo dando ejemplo la muchacha nórdica de marras en la Cumbre del Clima de Madrid; ahora, eso sí, lo haría siempre y cuando tuviera la certeza de que el ser humano ha inventado un nuevo y ecológico modo de fundir los envases de cristal reciclado sin que se emita el tan temido ceodós durante la combustión del gas natural o el diésel que hacen funcionar los hornos de fundición.
Volvamos al calentamiento global, que es de lo que nuestro «Greto» hispano quiere que ahora nos preocupemos, individuo incoherente por naturaleza que para dar ejemplo al mundo se desplazó al mentado Congreso en coche eléctrico, en tanto que a la boda de su cuñado lo hizo antes en plan Falconetti: regando la atmósfera hispana con unas 60 toneladas de ceodós en un viaje de ida y vuelta por aire que fue el equivalente a la emisión del gas de marras por casi 600 coches diésel.
Como el asunto con que nos encontramos es el vertido de ceodós a la atmósfera, los gobernantes se han propuesto eliminar la fuente del problema en vez de aplicar, en plan industrial, los ingeniosos métodos que han desarrollado los científicos para capturarlo y convertirlo en cosas útiles. Buscando un símil lo más parecido es como si usted tuviera sobrepeso y la solución fuera abstenerse de comer o, mejor aún, dejar de existir.
Con su captura y transformación se podría sintetizar el preciado mármol, que se abarataría tanto que podríamos permitirnos usarlo para pavimentar nuestras calles; o incluso podría transformarse en un potente combustible energético con que sustituir a los de origen fósil y así seguir usando los motores de combustión actuales. Hoy se puede hacer resultando de este proceso una emisión cero de ceodós. Pero está claro que los intereses económicos puestos en la balanza son los que son y de todo esto no quieren ni oír hablar.
Realmente el término progresista está, creo yo, indebidamente apodado a estos practicantes, pues si de progre se tilda a todo aquel que defiende estos postulados que venga Dios y lo vea. Pareciera más que estos apóstoles de nuestros días abogaran para nosotros (nunca para ellos) una vuelta al Paleolítico, a aquel periodo geológico en que el planeta era algo más sostenible: con escasa población humana, sin la calefacción central generadora del ceodós, sin automóviles contaminantes y sin fábricas; en definitiva, sin más polución medioambiental que las fogatas que aquellos seres humanos prendían en el interior de las cavernas para protegerse del frío y de los animales. E incluso algunos nostálgicos practican en la actualidad con verdadera devoción los usos y costumbres de aquella época pretérita, convencidos de ser más sana que la actual.
¡Ah, qué gloriosos tiempos aquellos, si volvieran!, pensarán con deleite y añoranza nuestros nuevos predicadores del Apocalipsis Medioambiental. ¡Qué felicidad soñar que en aquella lejana época no había nadie que pudiera robarle la infancia a una tierna infanta como la protagonista de esta película de nuestros días, por lo demás rica, caprichosa y desocupada!
Tan solo habría que ponerle un pero a esta, para ellos, idílica y rediviva era del ser humano: la esperanza de vida que podía esperarse de una niña como esta en aquellos tiempos, sin más habilidad demostrada para la supervivencia que una afilada lengua, se cifraría, en el mejor de los casos, en un par de… décadas.
Pero mire usted los cambios de rumbo que da la vida; quienes se proclamaban hasta hace poco paladines en esto de la «nuclear no gracias», los germanos, ahora van y a cuenta de la guerra esta que ha desatado el hijo de Putin este de mierda declaran energía verde a la nuclear (que lo es) y de paso también al gas natural (que de verde tiene lo que yo de pianista). La razón de tal proceder es eminentemente pragmática (algo de lo que carecen nuestros gobernantes hispanos), pues el antiguo taxista bolchevique va a cortar el grifo gasístico y se avecinan unos meses muy crudos. Este hecho ha puesto el precio de la luz por las nubes, una putada que ya estamos sufriendo todos, especialmente aquellos valientes que ya habían hecho una gran inversión en un coche eléctrico con el que prometían desplazarse con costo cuasi cero y aparcamiento gratuito en las zonas residenciales de las grandes ciudades.
Y no es la única medida; los germanos han puesto en funcionamiento de nuevo las viejas centrales de carbón, para que este invierno, aun cuando siga la guerra en Ucrania, la peña no pase frío. Los japoneses han tomado también buena nota, y a pesar de sufrir en lo de Fukushima lo que no está escrito van a reiniciar siete de los reactores nucleares que habían parado, a los que se sumarán otros diez que han autorizado recientemente. ¿Y nosotros qué? Pues nada, a lo nuestro de siempre; poniendo fecha de clausura a nuestras nucleares.
La precipitada y temeraria decisión política de acabar en un plazo tan breve de tiempo con el motor de combustión está provocando el efecto contrario al deseado. Uno que tenga un coche de gasolina fabricado en el año 2000 ya se puede dar por sentenciado. Prácticamente no puede circular por las calles, y cuando tenga que desprenderse de semejante chatarra le van a dar por él algo así como una mierda pinchada en un palo. Y así seguirá avanzando la norma hasta llegar a la «Euro 7», cuyas medidas draconianas absorberán al coche de combustión y lo harán desaparecer de la faz de la Tierra en dos décadas.
Así que la única movilidad sostenible (y verdaderamente ecológica) que se me ocurre no es la que nos ofrece el coche eléctrico, sino la de desplazarnos de un lado a otro…a pie.
El que busca desesperadamente hoy un coche para desplazarse al curro se decanta por uno diésel o gasolina de segunda mano, o kilómetro cero, más barato, pero también igual de contaminante, pues los sueldazos de los españoles están como para pasarse al eléctrico sin pensárselo dos veces (aunque tampoco creo que el poder adquisitivo de muchos compatriotas nuestros esté tan saneado como para afrontar alegremente el precio del litro de combustible).
Para muchos usuarios de los coches de combustión invertir hoy en el mantenimiento de su coche es casi como tirar el dinero, por lo que están descuidándolos y provocando una mayor contaminación de la que antes había (no hay más que ver, y oler, las bocanadas de humo que salen de los tubos de escape de muchos motores tras largos periodos de tiempo sin cambiarles siquiera el aceite). El resultado de toda esta política es, a cuenta del cambio climático, una mayor polución en nuestras ciudades.
Y nosotros por estos lares, por razones de fuerza mayor, viéndolas venir este verano con medidas de ahorro de lo más medioambientalistas, como la de espantar a la gente de los restaurantes y centros comerciales con un aire acondicionado a 27 grados, y apagando la luz de los escaparates a las diez de la noche. Un gobierno ideologizado que cierra la puerta, por razones puramente populistas, a la renovación de las nucleares, a los recursos energéticos naturales que tenemos sin explotar y haciendo sufrir a sus ciudadanos las consecuencias de un país energéticamente dependiente de los demás.
Veremos qué nuevas ocurrencias nos tienen reservadas los nuestros este invierno. Seguro que seguirán siendo igual, o peor, de caras, ingratas y apestosas que la maravillosa transición energética que han pergeñado.