
«El balance político resulta negativo para España. No es, solo, por la corrupción rampante. Más grave es la inclinación hacia los modos autoritarios»
Nos encontramos en los amenes de la llamada “Transición democrática”, que sucedió, pacíficamente (con la excepción de la escoria de los terroristas vascos) al franquismo mortecino. Empezó con mucho entusiasmo y una gran honradez, pero, al final, se nos acaba de desmadrar. Una parecida secuencia de degradación se observó a lo largo de la II República.
Una de las claves de la perversión de la actual democracia ha sido el recurso a la corrupción política por parte de, casi, todos los partidos gobernantes. Con el tiempo, ha ido a más. Hasta el punto de llegar a la hipocresía de dejar sin castigo proporcionado a los que roban, no para su lucro personal, sino para el partido. El asunto no es nuevo. Hace más de un siglo, Santiago Ramón y Cajal se lamentaba: “Es singular paradoja creer que no se roba a nadie cuando se roba a todos”.
Digamos que la centralidad de los casos de corrupción se produce conforme avanza el valor de “disfrutar” de la vida. El ideal más característico de nuestro tiempo, amenazado por la inflación galopante, no deja de ser contradictorio con la miseria de la invasión de Ucrania. Realmente, se trata de una guerra civil europea. Así, se plantearon las dos guerras mundiales. Es manifiesto el proceso secular de la decadencia de Europa. También, al Parlamento de la Unión Europea le ha llegado la corrupción.
El balance político resulta, particularmente, negativo para España. No es, solo, por la corrupción rampante. Más grave es otro demonio familiar: la inclinación hacia los modos autoritarios, ahora, por medio del uso y abuso de la propaganda.
Hace un siglo, la Dictadura de Primo de Rivera y, después, el franquismo fueron regímenes del “ordeno y mando” de forma programática. La República y la Transición democrática han desembocado en parecidas prácticas autoritarias, simplemente, degenerando. Al igual que en la República, la Democracia actual se derrumba por la presión de Cataluña a favor de su secesión. Esto es, se desintegra la nación española, dizque la más antigua de Europa. El paso previo es aún más grave: los mandamases catalanes intentan erradicar la lengua castellana, con la que se comunican con el mundo. Véase el contraste con Irlanda, cuyo centenario de la independencia acabamos de celebrar. Se discutió, entonces, si el nuevo Estado se iba a quedar con el gaélico, prescindiendo del inglés invasor. Triunfo la sensatez. El inglés se adoptó como idioma común. Cien años después, Irlanda supera en bienestar al Reino Unido.
Cataluña fue la locomotora económica en el siglo XX español. Hoy, ya, no lo es. Su decadencia industrial es la más pronunciada en España. Pero, está cerca de conseguir la erradicación del castellano, al menos en la vida pública. Será un elemento adicional de su ulterior decadencia.
La degradación del experimento democrático no es, solo, el de la hegemonía ideológica del progresismo gobernante (una mezcla de comunismo latinoamericano y de tontería). El cual se traduce en una especie de noria, que eleva los cangilones con el agua de los impuestos, para derivarla en buena parte a las subvenciones de los estratos serviles.
Los recursos humanos de la población española se encuentran exhaustos. La tasa de fecundidad de las españolas es la más baja del mundo y de la historia. En España, hay más mascotas que niños. El malempleo real ha llegado a un extremo costosísimo. El Fisco no va a poder pagar las pensiones.
Se dirá que es un balance harto pesimista. No, lo que pasa es que la realidad es pésima.
Amando de Miguel para Libertad Digital.