
1
Un día Luis se volvió invisible.
No era consciente de cómo había ocurrido. Tampoco exactamente de cuando, pero si tenía una idea aproximada. Hacía aproximadamente una semana, un par de días después de la muerte de mamá. Una mañana, después de todo el protocolo que arrastra la muerte, exhausto en su cuarto del pequeño piso de Carabanchel que compartía con ella, después de un par de noches de insomnio en las que trató de llorar su pena, sin lograrlo, se levantó pesadamente de la cama. Llevaba, además, un par de días sin tomar su medicación; Trastorno esquizoide, eso le había dicho el loquero. Solo accedió a visitarlo por mamá. Él no estaba loco, simplemente no le gustaba la gente. No es tan raro. Él tampoco le gustaba a la gente.
Fue ese día cuando se dio cuenta de que algo había cambiado. No es que no se viera en el espejo, es que no se reconocía en el reflejo que este le devolvía. Casi se sobresaltó al encender la luz del baño y ver a ese tipo ahí. Era grisáceo, ausente de los colores de la vida, casi transparente. En cierto modo, se parecía a él, pero no era él.
En cualquier caso, una vez que sus ojos se acostumbraron a lo que estaban viendo, le dio igual. No era un hombre dado al pánico, ni tan siquiera a la ira. Por eso vivía con mamá. Le habían declarado no apto para el trabajo, y cobraba un subsidio por incapacidad absoluta. En cierto modo, eso fue lo primero que le vino a la cabeza. Si ahora que era otro, seguiría cobrando el subsidio.
Cogió una coca cola de la nevera y se sentó en el sofá. La casa tampoco parecía la misma. Una casa son paredes, puertas, ventanas, pero un hogar es la gente que lo habita. Esa seguía siendo su casa, pero ya no era un hogar. Mamá ya no estaba. ¿Qué iba a ser de él?; ¿Quién le iba a poner el colacao por la mañana? ¿Quién le iba a tapar con la manta?. Sintió frío, en el alma y en el cuerpo. Su pequeño subsidio no les permitía afrontar todos los gastos y la calefacción, aunque era noviembre, estaba apagada. Buscó la manta que mamá le ponía en las piernas, por la tarde, mientras veían la ruleta de la fortuna. Se la echó por encima. Entonces, por fin lloró.
2
Durmió. Al fin durmió. Durmió horas, después de que las lágrimas del duelo aligeraran su carga emocional. Y se despertó algo aliviado, más consciente de su nueva realidad. Lo malo del duelo es que, los primeros días, renace al despertar. Por unos segundos, no eres consciente de lo perdido, hasta que tu mente te recuerda que no es un sueño, que es una realidad que has de asumir, lo quieras o no. Con la carga un poco más liviana, con la cabeza embotada y la vejiga llamando a retreta, “la coca cola, claro”, se dirigió al baño. Esta vez no se sobresaltó. Observó al extraño del espejo y le pareció que el gris se había vuelto más claro, que era más transparente. Era como ver una de esas viejas películas de Buster Keaton que tanto le gustaban a mamá, en blanco y negro.
Además, tenía mucha barba, y los pelos despeinados. Mamá no le dejaba salir sin afeitarse, peinarse y ponerse Varón Dandy; “hay que salir guapo, Luisito. Cualquier día te echas novia, que tu madre no te va a durar toda la vida”. Pobre mamá. No se daba cuenta de que a su Luisito no le miraban las chicas.
En realidad, no le miraba nadie. Luis se limitaba a ser un acompañante, unsecundario, alguien que seguía a su madre a todas partes. A la compra, al médico, a la peluquería. Siempre taciturno y callado, al contrario que mamá. Mamá aprovechaba cualquier ocasión para pegar la hebra con quien se le ponía a tiro. En realidad, se daba cuenta que lo que más echaba de menos era la conversación. Luis solo hablaba con su madre. Rechazaba cualquier tipo de relación social, por miedo, irónicamente, al rechazo. Nunca fue un niño aceptado, y en consecuencia, no era un adulto aceptado. ¿Era realmente una enfermedad? ¿existen las enfermedades del alma?; porque Luis sentía que era allí donde residía su mal. No en su cabeza, en su alma.
Repentinamente, Luis se sintió ahogado. Las paredes de su piso vacío parecían combarse hacia dentro, amenazando con aplastarlo. Sintió la necesidad, casi agónica, de salir a la calle. No estaba afeitado, no estaba bien vestido, iba en zapatillas, pero todo eso le daba igual. Sentía que el oxigeno de la casa se había agotado, que no podía respirar, así que, sin dudarlo dos veces, con lo puesto, abrió la puerta y se lanzó, escaleras abajo, hacia la calle.
3
Hacía frio, pero a él le pareció maravilloso. Sintió que el aire le limpiaba el polvo acumulado de los días en casa, de la falta de higiene sobrevenida. Desde la muerte de mamá, no le apetecía hacer nada. Por un momento, sintió, al pisar la calle, algo parecido a una leve felicidad. Salió tan rápido que casi se lleva por delante a su portero, que barría la acera de las últimas hojas otoñales. El portero no le miró. No levantó la vista siquiera. A Luis le extrañó un poco, dado que siempre que salía con su madre les saludaba afablemente. Siempre tenía una broma para ella, que le devolvía el mejor pago, su risa alegre, lo único que le quedaba de la joven que fue un día. Pero claro, el portero saludaba a mamá. Ahora que no estaba, se había acabado la risa. Pobre hombre, en realidad, estaba afectado.
Luis cruzó la calle. Estaba nublado y había llovido por la noche. Al llegar al parque que había enfrente de casa, por llamarlo de algún modo, sorteó algunos charcos, ya que iba en zapatillas. Finalmente, se sentó en un banco, a ver pasar a la gente.
Le gustaba mucho mirar a los extraños, preguntarse cómo serían sus vidas, a que se dedicarían, si estaban tristes, alegres, enamorados. En realidad, Luis vivía la vida como un espectador, no como los que pasaban, que tenían objetivos, inquietudes, obligaciones, problemas, alegrías. Luis no sentía que tuviera nada de eso, con lo bueno y con lo malo que ello conllevaba, así que hacía tiempo que había decidido que su objetivo en la vida era estar con mamá. Por eso, ahora, se sentía tan vacío. “¿Qué va a ser de mi sin ti, mamá?”.
Algunas de las caras que pasaban ante él sin detenerse le eran conocidas. No en vano, se sentaba siempre en el mismo banco. Sabía que, sobre esa hora, pasaba la vecina del tercero, esa morena tan simpática y tan guapa, que a veces se sentaba con él y con su madre, a interesarse por cómo se encontraba. Tenía una sonrisa radiante y Luis, secretamente, anhelaba ese momento. Entonces, la vio venir.
Venía hablando con el móvil. A pesar de todo, sintió que su corazón se aceleraba, como le ocurría siempre. De cualquier modo, ella pasó por delante sin ni siquiera girase, imbuida de una conversación bastante vehemente. Luis sintió que se le arrugaba el alma y el estómago; Casi se retorció en su banco. Entonces, por primera vez desde que murió mamá, sintió pena de sí mismo. Una pena fría y gris, como ese día otoñal, que le anunciaba lluvia, frío y soledad. Mucha soledad.
4
Volvió al piso, casi arrastrando las zapatillas y el ánimo con la misma desgana. En la escalera, se cruzó con los estudiantes del segundo b, que iban a lo suyo, dando voces y corriendo, como siempre. Ni se fijaron en él, que subía, por otro lado, sumido en su pesadumbre. De cualquier modo, al llegar a casa, sintió hambre. Entonces cayó en la cuenta de que llevaba dos días sin comer.
No había pensado siquiera en ello, pero el cuerpo es exigente cuando tiene una necesidad, así que abrió la nevera. Todavía quedaban varios tuppers de comida de mamá. Siempre hacía de más; así, alguna noche, cuando más cansada se encontraba, podían tirar de sobras. Luis dudó un instante. Sabía que la comida de su madre le traería recuerdos y no estaba seguro de poder afrontarlos en ese momento, pero el hambre es pertinaz, así que, finalmente, cogió un plato de albóndigas y lo puso en el microondas.
Fue al baño a lavarse las manos. Lo hacía más por respeto a mamá que por ganas; “Luisito, hay que lavarse las manos al volver de la calle, que si no luego te las llevas a la boca y a saber lo que has tocado”. Así que, nuevamente acudió al baño. Allí estaban sus pastillas, en el suelo. La verdad es que no las había echado de menos, así que, con una patada, las lanzó detrás del bidet.
Solo entonces levantó la cabeza. Entonces, solo entonces, se dio cuenta de que el espejo le ofrecía un baño vacío. No podía verse en el espejo. Por un momento, pensó que había muerto, como mamá, y no se había dado cuenta, pero inmediatamente recordó la patada a la caja de pastillas. Abrió el grifo, y se dio cuenta de que notaba la frialdad del metal, su volumen en su mano y que el grifo giraba y el agua brotaba de él, como si tal cosa. Así que dedujo que no podía estar muerto. Recordaba una de las películas favoritas de mamá, Ghost, y sabía que, si estás muerto, no eres corpóreo y, por lo tanto, no puedes abrir un grifo, a no ser que te enseñe otro fantasma, como el tipo raro que enseña a Patrick Swayze. Así pues, él estaba vivo. “¿Cómo, si no, iba a sentir hambre?”. En Piratas del Caribe, el capitán Barbossa decía que no podía saciar su sed, que no notaba la espuma del mar ni el viento en la cara, y él, ahora mismo, notaba la humedad de sus zapatillas que, finalmente, habían sucumbido a los charcos.
Volvió a la cocina. Las albóndigas de mamá le calentaron el estómago y el alma. Eso, y los dos vasos de vino tinto que acompañaron al plato. No había pensado en nada mientras comía. Luis, había desarrollado la capacidad de dejar su mente en blanco, de repartir los problemas en departamentos estancos que iba abriendo uno a uno para purgar su contenido. Solo una vez hubo terminado de comer, con el aplomo que proporciona el estómago lleno y el calor del vino, pensó en lo que le estaba ocurriendo. Entonces, pensó en el portero, pensó en la vecina, pensó en los estudiantes y se dio cuenta, no sin cierta alegría, de que Dios le había concedido, probablemente como compensación a su perdida, lo que tantas veces le había pedido. Si, sin duda, Dios le había vuelto invisible.
Se fue a dormir.
5
Al día siguiente, se levantó de muy buen humor. Por primera vez, desde la muerte de mamá, sentía algo parecido a la felicidad. Había sido una noche inquieta, en la que, entre el sueño y la vigilia, había tratado de asimilar la nueva situación. En realidad, era una suerte. Poco cambiaba la cosa, salvo que podría moverse entre la gente sin miedo al rechazo, a las miradas censoras, a los cuchicheos de los vecinos al verle pasar. No obstante, para empezar, decidió que lo mejor era seguir la rutina. Ese día lucía un sol radiante, por lo que decidió cruzar la calle hasta su banco habitual.
Y allí se sentó, pero sin la congoja, sin la sensación perenne de estar fuera de lugar, sin el deseo de querer encogerse, de que nadie se fijara en él. Se sentó, cruzó las piernas, estiró los brazos y, por primera vez desde hacía mucho tiempo, dibujó una sonrisa.
La gente, como de costumbre, discurría por el paseo del parque, delante de su banco. Por la cercanía de la casa, pasaron varios vecinos. Ninguno pareció verle, a pesar de que, en más de una ocasión, les saludaba con la mano. Le daba la risa, se sentía eufórico. De nuevo pasó la vecina del tercero, esa morena, otra vez sin volver la cara. Ahora, de cualquier modo, lo entendía todo y le invadió una sensación de felicidad y paz, de triunfo.
Entonces, pasó una vecina de la zona, habitual del lugar, con su perrito. El perro se acercó a él, moviendo la cola, pero la señora tiró de la correa y aceleró el paso. “Tienen un sexto sentido, los animales”, pensó Luis.
De cualquier modo, aquello se parecía bastante a la normalidad y volverse invisible no era, precisamente, nada normal, así que decidió que había que valerse de la nueva situación de algún modo, hacer algo distinto, aprovechar las ventajas.
Sin saber exactamente que iba a hacer, decidió improvisar. Luis nunca había dejado espacio a la improvisación. La espontaneidad no formaba parte de su personalidad, ni de su vida, así que, puesto que ahora era otro, pensó en comenzar por ahí y se lanzo a pasear, sin rumbo fijo, por las calles que no le eran habituales. No le gustaba salir de su zona de confort. Esto era nuevo para él.
Iba por la calle en zapatillas y bata, despeinado, sin afeitar, pero le daba igual porque nadie podía verle. “¡Esto es genial!”. Cruzó la calle por medio, cosa que nunca le hubiera dejado hacer mamá. Eso sí, con cuidado, porque los conductores no podían verle, pero sí atropellarle. Iba dando saltos, gesticulando con los brazos. Entonces decidió comprobar si la gente, a pesar de no poder verle, si podía oírle.
Una señora venía por la cera con sus bolsas de la compra, absorta en sus pensamientos, así que Luis decidió probar. Se le acercó sigilosamente y cuando estaba a su lado, gritó con todas sus fuerzas. La señora no se giró siquiera. Dio otro grito de pánico, tiró las bolsas y echó a correr. Nunca se había divertido tanto. No podía contener las carcajadas. Cuando se repuso pensó que era una suerte que la gente no pudiera verle. Con ese aspecto, sin duda parecería un loco.
Fue divertido, pero él lo que quería era aprovechar de verdad. Pensó en meterse en el vestuario de chicas de algún gimnasio. Siempre que había soñado con ser el hombre invisible, había pensado en hacerlo. Pero ahora que podía, le daba pudor. Uno no abandona sus convicciones de la noche a la mañana porque no se refleja en los espejos, así que decidió darle otra vuelta al asunto.
Entonces se acordó de otra de sus películas favoritas, Harry Potter. Sin duda, dedujo, no sólo él era invisible, sino su ropa también, Si no, la gente se extrañaría de ver una bata y unas zapatillas recorriendo Carabanchel, así que, probablemente, todo lo que metiera debajo de la capa se haría invisible también, como en la saga del joven mago. Así que decidió hacer algo que nunca se le hubiera ocurrido hacer. A fin de cuentas, de eso se trataba, porque por otro lado, ¿Cómo podía ir al supermercado?. No podía pagar en caja, en su estado de invisibilidad, así que, Excitado como un niño pequeño, se fue al Carrefour.
Las posibilidades que se abrían eran infinitas. Con su subsidio, había cosas que no había probado en su vida, así que, una vez en el supermercado, eligió ciertos productos que siempre le habían causado curiosidad. Sobre todo, el salmón ahumado. Cogió un par de sobres, que introdujo en los bolsillos de la bata, para que no se vieran. Después, un buen chorizo ibérico y una botella del tinto más caro del lineal, que se guardó en el interior de la bata; y una bolsa de “regañás”, para el salmón.
Por hoy, ya estaba bien. A fin de cuentas, podía volver cuando quisiera. Pero al pasar frente a las cajas vio una botella de Chivas 12 años, y solo por la belleza del objeto, se la guardó también.
Pues nada. Ahora a casa, a comer como un señor. Tenía unas ganas particulares de comer salmón ahumado, ya que nunca lo había probado en su vida; entonces, al salir a la calle, la alarma del Chivas hizo saltar la sirena. Por un momento, se sobresalto, pero luego, con una sonrisa, comprendió que era invisible. El asunto casi le divirtió, pensando en el desconcierto que iba a ocasionar, hasta que escucho la voz del vigilante, un armario ropero de dos por dos, que gritaba “¡Eh tu!, ¿A dónde te crees que vas?”.
Entonces, se volvió. Entonces, vio las miradas de los clientes clavadas en él. Entonces, sintió como el vigilante se le echaba encima, haciéndole caer al suelo, con botellas y todo.
Entonces, y solo entonces, comprendió que no.
Que no era invisible.