En aquella ocasión, la parte frontal del palco estaba ocupada por su nuera, Mrs. Lovell Mingott, y su hija, Mrs. Welland; y, ligeramente apartada tras las matronas cubiertas de brocado, se sentaba una joven vestida de blanco cuyos ojos se fijaban extáticos en los amantes del escenario. Cuando el «¡M´ama!» de Madame Nilsson llenó la sala silenciosa (la conversación siempre cesaba en los palcos durante el aria de La Margarita), un cálido rubor cubrió las mejillas de la muchacha, expandiéndose por su ceño hasta las raíces de los rubios cabellos y bañando la joven pendiente del pecho hasta la línea donde topaba con un sencillo escote de tul sujeto por una solitaria gardenia. La joven bajó los ojos hacia el inmenso ramillete de lirios silvestres que reposaba en su regazo, y Newland Archer vio cómo las yemas de sus dedos, cubiertos por guantes blancos, tocaban dulcemente las flores. Respiró un hálito de vanidad satisfecha, y posó de nuevo sus ojos en el escenario.
Edith Warton, La edad de la inocencia. Círculo de Lectores

«El interés por el detalle civilizado no es baladí en una sociedad que aventura lanzarse con ímpetu hacia una nueva tribalización»
La edad de la inocencia ha sido, según estimo, una de las novelas más deliciosas y aconsejables en el terreno de la cronografía. La sobreabundancia de descripciones nunca estorba, porque estas sumergen al lector en eso que se denomina la atmósfera —los escenarios y las situaciones— de forma tan vívida que es imposible sustraerse del hechizo. Para que se hagan una idea, los que hayan seguido con asiduidad la magnífica serie Downton Abbey tienen en ella un buen ejemplo de inmersión espaciotemporal. El recuerdo de la novela sobrevino cuando, recientemente, en esto que de manera pedante se denomina como un ‘evento’, me trasladé mentalmente al Nueva York del siglo XIX, a ese gran mundo ya extinguido y tan bellamente glosado por Warton como si fuera una elegía. En la vorágine, pues, de acontecimientos sociales —graduaciones, comuniones y bodas— es llamativa la falta de etiqueta por exceso o por defecto que se ha convertido en la nota dominante, ya que ambos resultan ridículos. Dominadas por el disfraz Ellas —e igualmente Ellos— parecen engullidos por un personaje que ni resulta atractivo ni creíble, por supuesto. Escotes de vértigo, tacones concebidos para dislocarse el tobillo, largos de pesca de arrastre, y peinados y uñas de casa del terror, le quitan la paz a cualquiera. No hablemos de los cortes de pelo actuales que lucen nuestros hombrecitos que, por sí mismos, darían para un artículo aparte. Entre el aliño y el desaliño, abunda también un look femenino mucho más antiestético que va abriéndose hueco a codazos en el nuevo canon de estilismos: el de ‘empoderada’. Los rasgos esenciales que definen a este New Look —y que devolverían a su tumba a Christian Dior— consisten, en primer lugar, en llevar el cabello según la moda de Corea del Norte. ¿Exagero?… Posiblemente. Hablar de elegancia no es fácil, es pisar un terreno resbaladizo en el que todo el mundo tiene o conoce “su” propia versión. Lo que nos parece ideal y adecuado alguno lo encontrará pretencioso, sofisticado, quizá minimalista, o directamente soso.
Tal vez las apariencias sí importan, parafraseando a Oscar Wilde. El estilo —ese indefinible Je ne sais quoi, el don que un hada madrina otorgó a unos y escamoteó a otros— revela muchas cosas ocultas. El interés por el detalle civilizado no es baladí en una sociedad que aventura lanzarse con ímpetu hacia una nueva tribalización. El descuido lleva consigo, curiosamente, la insostenibilidad, lo deleznable en el sentido original del término: ‘que se rompe, disgrega o deshace fácilmente’. Por tanto, acarrea la escasa durabilidad del objeto, su ausencia de calidad. Ropa kleenex de usar y tirar, en completa contradicción con la causa del «no hay planeta B». Y tan relativo al estilo como esto, son perfectamente visibles las maneras o gestos que acompañan con desacierto cada discurso o intervención —desde la propia modulación sobreactuada a la escasa contención de manos y expresiones faciales, en las que a veces se reconoce la influencia de series americanas con las que los jóvenes han crecido y que han alimentado su ideal sobre lo que procede—. Nuevos tiempos, nuevas modas. En el recuerdo, la Copla XVII del poeta palentino de Paredes de Nava, Jorge Manrique:
¿Qué se hicieron las damas,
sus tocados, sus vestidos, sus olores?
¿Qué se hicieron las llamas
de los fuegos encendidos
de amadores?
¿Qué se hizo aquel trovar,
las músicas acordadas
que tañían?
¿Qué se hizo aquel danzar,
aquellas ropas chapadas
que traían?
Asumiremos no obstante que el hábito no hace al monje, y que la belleza y la armonía son impalpables. Que la distinción emana del interior y se proyecta —como un faro de luz— incontenible. Pero el hecho de ofrecer modelos de escaso valor lleva décadas de insistente machaconería, convirtiendo en admisibles lo bajuno y lo chocante (no incluyo la extravagancia genial). No se sostiene en pie aquello que no tiene una finalidad noble ni se aproxima a la dignidad. ¡Qué no señalaríamos también acerca de los mínimos conocimientos en las fórmulas de tratamiento apeadas de su sentido de respeto, en una uniformidad degradante! Imposible no fijarse en la asimetría que provoca el saber ser o no ser, el tener o no tener del conocido «Quod natura non dat, Salmantica non præstat». Esa grieta, esa distancia abismal ha sido concebida con una intencionalidad tan inquietante como obvia: la creación de un ejército de contrarios fácilmente reconocible. Pensarán ustedes en que exagero de nuevo, pero ya ha sucedido con anterioridad: durante la 2ª república se abandonó el uso del sombrero por considerarse un símbolo de «fascismo indumentario», tal como pueden leerlo en el artículo La república de la chusma: los cambios indumentarios por motivos ideológicos. Y, en la línea que conecta la ideología con el atuendo, Machado declaraba en los versos de su conocido Retrato su desapego por la moda:
Ni un seductor Mañara, ni un Bradomín he sido
—ya conocéis mi torpe aliño indumentario—,
más recibí la flecha que me asignó Cupido,
y amé cuanto ellas puedan tener de hospitalario.
Me obstinaré, por ello, en que los usos y costumbres conforman nuestro mapa interior tanto como lo configuran o lo moldean las palabras. Somos lo que decimos y lo que vestimos es igual de válido que el manido somos lo que comemos. Y si no me creen, pueden ojear en la hemeroteca, sobre todo la del llamado papel couché, donde se recoge la evolución del menos al más en relevantes personalidades de ámbitos variados, desde el mundo de la política y la cultura al deportivo o el artístico. Y nótese también hacia qué estilo es dirigida la masa por la televisión, esa ‘inversión’ del buen gusto tan visible en programas de carácter y participación popular, destinados a una gran mayoría, en prime time.
Y termino arriesgando una hipótesis acerca de la elección del galán de nuestra novela, Newland Archer, quien no cede a su impulso de encontrarse con Madame Olenska incluso cuando era libre de sus ataduras. Para ello, lo haré con frases que no son mías. La primera, de Manolo Blahnik: «¿Qué es la moda? Es disciplina. Disciplina, y un credo para hacer solo lo mejor, hasta el mínimo detalle». Y la segunda, de Giorgio Armani: «La elegancia no consiste en destacar, sino en ser recordado». Ambas se ajustan como un guante a la fina estampa de May Welland.