
«Muchos analistas sensatos empiezan a sospechar que la actual democracia española se aproxima a los límites de un régimen autoritario»
Hace, casi, medio siglo, restaurada la democracia en España, lo lógico habría sido esperar que el nuevo régimen se fuera consolidando. Lo cual debería equivaler a operaciones políticas de creciente racionalidad. Sin embargo, eso no sucedió. Antes bien, han menudeado, cada vez más, las conductas erráticas en torno a la sucesión pacífica en el poder. Por ejemplo, el Parlamento o la Judicatura pierden personalidad, al imponerse sobre ellas un Ejecutivo hipertrofiado. El invento del “Estado de las Autonomías” (una denominación un tanto contradictoria) acentúa el desorden y multiplica, innecesariamente, el gasto público. El cual ha disparado la deuda pública hasta el punto de la insolvencia nacional. La democracia no se mide, solo, por la legitimidad de los que mandan, sino por la eficacia de las decisiones que toman.
Son muchos más los elementos irracionales, no deseados, que se producen en la maquinaria política española Tanto es, así, que muchos analistas sensatos empiezan a sospechar que la actual democracia española se aproxima a los límites de un régimen autoritario. Sería una forma chusca de recobrar una centenaria tradición española, por nefasta que pueda ser tal “memoria histórica”, valga el terminacho. Digamos que muchos españoles se sienten como en casa ante la realidad de un régimen autoritario, por mucho que se considere “de transición”.
Ante un diagnóstico tan pesimista, se podrá argüir que, después de todo, las instituciones democráticas siguen funcionando. Sí, pero, con la desmesura de un Gobierno caprichoso, ideologizado, árbitro de la propaganda más descarada, infatuado de narcisismo, ajeno a cualquier sentido de culpa. Se toleran tales extravagancias porque el conjunto de la nación ha perdido muchos puntos en la escala de “ética de la responsabilidad”. No son, solo, los altivos “señores” los que nos han desilusionado; también, los “vasallos”.
No se trata de una cuestión valorativa. El resultado es que la vida pública española se hace ininteligible, tantos son sus tintes fuera de la razón. Considérese el reciente episodio de un sorprendente adelanto de la fecha para las próximas elecciones generales. Se ha puesto, arbitrariamente, en mitad de la temporada de las vacaciones veraniegas. Se supone que eso se hace con el propósito de que baje la participación electoral de la derecha. Aunque, la presunción bien puede ser errónea, pues los traslados vacacionales afectan por igual a todo el espectro ideológico. En realidad, son ganas de irritar al personal contribuyente; antes, era “pueblo”, hoy, “gente”. Es toda una degradación de un principio político fundamental.
La democracia española cuenta con un número excesivo de partidos políticos. Algunos fenecen, pero, aparecen otros nuevos; en el fondo, ejercen más como grupos de presión. Recuerdan a los caciques de antaño. Vienen a confirmar la idea de que, en la política española, lo que cuenta es la amalgama de intereses personales, el “fulanismo”, que decía Miguel de Unamuno. Eso es lo que delata el título y la ejecutoria de un nuevo partido, “Sumar”.
Para conformar Gobiernos estables, la dificultad mayor es la difícil colaboración entre el PP y Vox, los dos grandes marbetes de la derecha. Una vez más, resulta incomprensible tal resistencia a emparejarse, a no ser que hagamos intervenir el factor de las personalidades concretas. Es un elemento más de la general irracionalidad que nos envuelve. En este caso, se trata del resentimiento entre parientes, de la falsa divisa igualitaria del “aquí, nadie es más que nadie”. Al final, se impone el pragmatismo. El PP y Vox van juntos cuando sea preciso.
Se dirá que todas las democracias cuentan con factores históricos peculiares e irrepetibles. España no tiene por qué ser la excepción. Es cierto; pero, se trata de una cuestión de grado. Es evidente la ausencia de instituciones democráticas consolidadas en los regímenes políticos todos de la época contemporánea. Incluyo el breve paso de la II República, testigo de una violencia política desatada. Hoy, se ha idealizado el progreso que supuso en muchos órdenes; pero, predominó el fracaso, hasta el punto de provocar una larga guerra civil. Naturalmente, ese antecedente ha quedado oculto por la simplificación que ha supuesto la doctrina oficial de la “memoria histórica”, también, llamada “memoria democrática”. No es más que la realización de la distopía de Orwell en su celebérrimo 1984. Es un caso eminente de la realidad que imita al arte.
Amando de Miguel para Libertad Digital.