
“Mira arriba, mira esto” -le dijo a la mujer mayor- “creo que es un ovni”. “Fantasías” -respondió la otra-
La mujer mayor caminaba despacio, aún erguida, apoyada en un bastón de madera de caoba con empuñadura de hueso. A su izquierda, la mujer más joven acompasaba sus pasos, acostumbrada a seguir el ritmo de la otra. Todas las tardes, a partir de la primavera, hacían la misma ruta si el tiempo lo permitía, desde su casa a la carretera comarcal vecina por la que apenas transitaban los coches, y nunca los camiones, que mantenía el asfalto en condiciones más que dignas y que convenían a los delicados pies de la mujer mayor, siempre calzada con unos zapatos cómodos de lustrosa piel negra.
Invariablemente, la conversación giraba en torno a las rutinas de la vida: la carestía de los precios, las enfermedades de los vecinos mayores -ahora más frecuentes- y sus vicisitudes familiares -nacimientos, defunciones, casamientos y divorcios-. Las discusiones raramente se producían durante aquellos paseos suaves y lentos. También manaban los recuerdos, las anécdotas y travesuras de los nietos de la mayor -los sobrinos de la mujer joven, soltera- que, si bien alteraban la paz en las ocasiones en que acudían a verlas, en verano y algunas Navidades, contribuían a alegrarles el alma en los largos periodos de ausencia. Todos eran importantes para ellas. Cada logro, cada pequeña escalada en sus estudios se celebraban con una honda emoción, a veces con los deliciosos pasteles de la confitería del pueblo, nada desdeñables, que endulzaban el paladar y los recuerdos. Tenían un sinfín de fotografías familiares por toda la casa. Los niños, los no tan niños ya, todos en sus distintas edades, algunos con la toga de la universidad. La casa parecía menos solitaria al tropezar la vista con cualquiera de las imágenes queridas.
El itinerario alcanzaba hasta el lugar donde se hallaban las piscinas antes de iniciar el camino de regreso. No se dieron cuenta de que una ligera bruma, un leve vapor, surgió muy tenue y las envolvió. La joven elevó la vista un instante y se dio cuenta enseguida de que cerca, a una distancia inferior a cincuenta metros de donde estaban, había suspendido en el cielo, no muy elevado, un cubo perfecto del tamaño de una habitación grande. El cubo brillaba, refulgía al sol del atardecer. De él escapaban preciosas e insólitas iridiscencias que consiguieron fascinarla, como si una aurora boreal brotase de su interior y se proyectara. “Mira arriba, mira esto” -le dijo a la mujer mayor- “creo que es un ovni”. “Fantasías” -respondió la otra-. “Esas cosas no existen más que en la cabeza de tu sobrina” -sentenció, y siguió caminando como si nada-. La joven se detuvo a contemplar la maravilla. No oscilaba, permanecía tal cual, suspendido. Un cuadro colgado perfectamente, rodeado por el ocaso.
La mayor se dio la vuelta y dijo “vámonos a casa, se hace tarde”. La joven hubiera deseado permanecer allí, dejándose atrapar por el misterio, la nitidez de la forma y los colores, la lisura del cubo que se adivinaba. De pronto, recordó algo que solía relatarles la imaginativa sobrina cuando en la sobremesa se explayaba a gusto. Siempre decía cuánto le gustaría viajar a otros mundos, conocer a esos seres extraños y audaces que se atrevían a visitarnos desde lugares tan remotos. Y se asustó. ¿Y si viniesen por ellas?… Nadie transitaba cerca. No pasaban nunca los camiones, apenas los vehículos. En verano sí, al acudir a las piscinas. Echó un último vistazo al enigmático objeto en suspensión y regresó hasta alcanzar a su madre, que había tomado una buena delantera a pesar de sus pies cansados, del bastón de caoba.
“No se lo cuentes a nadie” -dijo la mayor- “nos tomarían por locas. Ya sabes lo que son los pueblos. Ver y callar”. “Entonces… tú también lo has visto” -dijo la joven-. “Sí, claro que lo he visto. ¿Acaso estoy ciega?”
Unos días después, leyendo el periódico tras el desayuno dominical, la mujer joven reparó en una breve noticia que refería la presencia de un resplandeciente y enigmático objeto en forma de cubo que unos labradores de la comarca habían visto. “Ni se te ocurra. ¡No se lo cuentes a nadie!” -exclamó la mujer mayor cuando la hija terminó de leerla- “Ya sabes lo que son los pueblos… Ver y callar”.