Paseo por el barrio de Las Letras con mi amigo Javier y ¿Cómo no? caemos en nuestra conversación en la polémica de los apellidos que ha provocado el Gobierno. Con su agudo sentido del humor y la ironía, me explica que le parece una bendición que, con la que está cayendo, con esos casi cinco millones de parados, con las grandes tensiones que deben provocar las malas expectativas económicas, nuestros gobernantes hayan sido capaces de concentrarse, separar el trigo de la paja, y ponerse a trabajar en lo que realmente necesitaba nuestro país. Y nos reímos, creo que por no llorar.
Hoy mismo los medios de comunicación voceros del Gobierno resaltan que, quizás, la gran idea para dignificar la igualdad entre los sexos, que supone para los socialistas de Zapatero el Proyecto de Ley de Registro Civil que está debatiéndose en el Congreso, esté mal enfocada con esa «solución salomónica» de que sea el orden alfabético, el que solucione las posibles faltas de acuerdo entre madres y padres. Quizás hayan caído en la cuenta nuestros impresentables gobernantes en que no merece la pena que por «la grandeza de sus ideas» se pierdan apellidos históricos por la lamentable circunstancia de que comiencen por «M» «P» o «Z». Y que el método ecuánime será el de la moneda al aire. Con dos.
Aunque claro está, ante tan buena y equilibradora propuesta política, no importa cargarse una tradición que nos viene desde los romanos, no importa que a partir de ahora se pierdan los árboles genealógicos de los españoles, no importa el que resultará más difícil el reconocimiento forense de los cadáveres… y que como nos muestra la experiencia de siglos, las parejas tendrán un gran argumento para comenzar a discutir y enfrentarse en el preciso momento en que nazca su primo hijo.
Y es que cuando el gobierno no sabe qué hacer hasta con el rabo espanta las moscas, al ritmo que ordena los apellidos. Auténtico, y del mas fino, surrealismo político.
Seamos serio ¿qué real incidencia posee la entredicha cuestión? ¿Un dos, tres, cinco por ciento? Creo que soy generoso. Además, ¿merece tal mínima expresión tal burda algarabía? Todo me huele a rencor, inquina, intolerancia. ¿Si a la bella mujer se le entrega el alma cómo no entregarle los apellidos? ¿Qué importancia tienen los nombres? Me acuerdo de unos bellos versos de Caballero Bonald:
“Me llamo Nadie, como Ulises.
¿Y quién responde?
Nadie: una página en blanco”