¿Pero es qué acaso el progreso implica destrucción?. El expolio arqueológico y la destrucción del paisaje y del patrimonio, son, desde luego, consustanciales al desarrollo de España durante los últimos setenta años. Ahí está el ejemplo, en el que todo el mundo está de acuerdo, del litoral mal vendido a los intereses baratos del turismo de poca calidad. Trueque irreversible que nos ha dejado en manos del monocultivo del sector terciario.
Razón paradójica e interesada que han esgrimido todos aquellos que han apostado por la Refinería de Tierra de Barros. Empresarios y políticos, sobre todo, que siempre han argüido la necesaria creación de empleo en el sector primario de la industria pesada. Y ahí está el dilema, porque cada vez que cruzo «La ruta de la plata» al llegar a Almendralejo veo la gran inversión que los viticultores han realizado en aquellas tierras. Muchos empresarios han enviado a sus hijos a estudiar a California y han regresado convertidos en ingenieros enólogos de excelente formación, han comprado las últimas tecnologías para la transformación de la uva en vino, han apostado por sus «caldos», con calidad y diseño, en busca de un mercado exigente y caprichoso como pocos y, en definitiva, han arriesgado con base en la tradición y una tierra privilegiada. Todo un esfuerzo que se puede ir al traste con la vecindad de la refinería. ¿Es que no hay otro sitio para generar empleo industrial que desde luego es necesario?
¿Por qué dos buenas ideas tienen que chocar en el mismo espacio? Esa es la paradoja que, implacable, enuncia un sucio mundo de intereses con la etiqueta falsa del progreso.