Venancio y tres golondrinas más que fueron privadas de su verano… Por José Antonio Marín Ayala

Venancio y tres golondrinas más sin verano

«Venancio padre y tres golondrinas más sin verano, su hijo, el Espíritu Santo del abuelo y la madre que lo parió, cuatro almas errabundas»

Cualquiera que hubiera visitado la casa de Venancio podría haber dicho con razón que era un museo rebosante de recuerdos profesionales muy propio de un picoleto con vocación. Una de las paredes del salón comedor la ocupaba enteramente una amplia estantería acristalada que se dividía en dos. En una de sus mitades, la de la izquierda, había numerosas repisas repletas de cochecitos de metal a escala en cuyos capós y exterior de sus puertas delanteras podía verse el emblema institucional: la corona sobre una espada y los fasces; vehículos de los que se había venido sirviendo la ilustre organización a lo largo de los tiempos para el cumplimiento de sus nobles fines. Los autos desfilaban de arriba abajo: desde el popular cuatro latas, el Seat 1400, el Renault 10 o el Talbot Horizon, hasta los más modernos Land Rover Discovery, los Grand Cherokee o el reciente Toyota Prius híbrido. Contigua a esta parte de la estantería había otra con varias lejas con una infinidad de figuritas metalizadas de agentes luciendo el uniforme reglamentario de la Guardia Civil, desde el usado en otras épocas remotas hasta el actual. Tricornios varios, pistolas de diferentes tipos y capas verde oliva de las usadas antaño colgaban de las paredes de su hogar junto a numerosas fotografías de nuestro protagonista posando con destacadas personalidades. Insignias, emblemas y metopas con los motivos institucionales podían verse diseminados por cualquier rincón de la casa.

Que Venancio era un fiel servidor público lo evidenciaba la distinguida «Cruz con distintivo blanco» que lucía en el pectoral de su uniforme, benemérita insignia que le había sido concedida por la superioridad gracias a la presteza que mostró al presentarse el primero en el cuartelillo, donde vivía y servía, para defender el endeble orden constitucional emanado del 78 con ocasión de la «Operación Duque de Ahumada», una maniobra que habían definido así en referencia al fundador de la Guardia Civil y que habían perpetrado unos cuantos altos mandos militares y un teniente coronel de la Guardia Civil en lo que a la postre quedó como un fallido golpe de estado durante el 23F. Se encontraba de libranza ese día y había aprovechado esa rara ocasión para visitar a su madre enferma, recluida por razones de fuerza mayor desde hacía una década en el sanatorio mental de la capital. Venancio le había llevado su postre favorito: tortitas del alma, unas empanadillas rellenas de boniato que ella le había enseñado a preparar cuando aún conservaba la cordura. Era una receta típica de las monjas clarisas del monasterio que se alzaba en las afueras del pueblo y que su madre aprendió de ellas cuando les llevaba leche de cabra para la elaboración de sus exquisitos postres.

Venancio contemplaba a aquella mujer totalmente ida de la cabeza y no dejaba de admirar los hitos que había conseguido durante su juventud. Aunque la vengativa izquierda había tejido la leyenda negra de la mujer oprimida durante el franquismo y se había atribuido sus conquistas sociales, la realidad había sido otra muy distinta. Su madre, al igual que otras amigas suyas del pueblo, ingresó siendo muy joven como voluntaria en la Sección Femenina, una organización gubernamental que se preocupaba por la salud y la calidad de vida de las mujeres en la que se les ofrecía formación profesional, moral y espiritual. Era la primera vez en España que se implementaban políticas de igualdad para que las mujeres mejoraran su vida y dejaran de ser consideradas inferiores al hombre. Aunque pueda resultar paradójico hoy, desde el Régimen hubo un esfuerzo por conseguir la igualdad real que, a fin de cuentas, es la igualdad ante la ley. Y eso lo consiguió la Sección Femenina durante sus cuarenta años de existencia, organización que fue disuelta y borrada de la Historia por aquellos nuevos censores democráticos justo cuando expiró el dictador. Aunque los republicanos se atribuirían también otro de los principales hitos democráticos de la mujer, el derecho a ejercer el voto, sería sin embargo Primo de Rivera quien se lo concedería por primera vez en España. A pesar de la oposición del PSOE y de los radicales (hay que ver cómo ha cambiado con el tiempo el cuento de Caperucita. Ja, ja, ja…), las Cortes aprobaron por segunda vez en la Historia el derecho al voto femenino durante el régimen republicano.

Cuando sonó el estridente pitido del buscapersonas que Venancio llevaba siempre amarrado a su cinturón dejó la silla de ruedas que transportaba a su demacrada madre y la abandonó a su suerte en el frío y albino pasillo central del manicomio saliendo escopeteado hacia su centro de reclutamiento. La diligencia con que respondió al llamamiento le venía condicionada, todo hay que decirlo, por ver si por fin pillaba con las manos en la masa al canalla de su capitán, del que sabía de buena tinta que se tiraba a su esposa cuando se ausentaba de la casa cuartel, especialmente cuando lo enviaba con su compadre Hilario a hacer el puesto durante las largas horas nocturnas en la lúgubre y remota rotonda comarcal que mediaba entre las postrimerías de la villa y el pueblo vecino. Y es que las tetas de la Pepa hacían honor a la fuerza que ejercían sobre los carruajes, por lo que la susodicha no hacía más que llevarlo por el camino de la amargura a causa de sus continuadas infidelidades con el comandante del puesto. Otra fuente de preocupaciones era ese único y mimado retoño que le había dado, que no hacía más que darle «pesambres». Y aunque había puesto todo su empeño en que siguiera sus pasos, que si quieres arroz Catalina. Le había tratado de inculcar una y mil veces las virtudes que encierra una persona honesta; y casi como si de un catecismo se tratara había intentado impregnarle los preceptos éticos emanados de la «Cartilla del Guardia Civil», un inveterado documento redactado por el fundador de la institución que recogía las normas éticas y de comportamiento de los abnegados servidores de la comunidad. Muchos de los preceptos recogidos mostraban a las claras la filosofía que allí imperaba: «El guardia civil, por su compostura, aseo, circunspección, buenos modales y reconocida honradez ha de ser siempre un dechado de moralidad».

Durante las regulares prácticas de tiro había hecho partícipe a su retoño de las bondades que en materia de compañía personal le ofrecía su siempre leal Star 1920, calibre 9 mm largo, pero el tiro de los principios éticos que había tratado de inocularle le había salido literalmente por la culata. Y es que cuando al Venancio lo ventilaban a la rue a prestar servicio el muchacho no tenía mejor cosa que hacer que «arrejuntarse» con lo peor de cada casa, en un barrio como aquel infestado de hippies, delincuentes y camellos que entre porros que iban y venían y botellones que circulaban de arriba abajo entre la peña habían acabado por echarlo a perder con los años. Como todo padre que quiere lo mejor para su primo – y único – génito, sus múltiples contactos policiales y políticos obraron el milagro de echarle una mano para que pudiera pasar, con más pena que gloria, el test de personalidad de la oposición a policía que se llevaba entre manos, prueba cuya superación le conduciría meses más tarde a conseguir una plaza menor de polizonte local.

El estigma de ser «hijo de», lejos de reforzar su identidad patriótica le condujo a una suerte de anarquía vital. Venancio, que así se hacía llamar también el zagal, una vez tomó posesión del cargo, nunca antes, se dejó crecer una indomable y espesa cabellera que se recogía en un suntuoso moño cuando estaba patrullando, silueta que recordaba vivamente a un conocido politólogo de nuestros días. Una vez más se ponía de nuevo de manifiesto que la forma del continente era fiel reflejo del contenido, y como él creía que lo valía tenía la firme convicción de que la personal debía estar por cima de la, a su juicio, inconstitucional e insulsa imagen institucional. A tal fin, el joven Venancio se había hecho taladrar parte de un lóbulo nasal para allí alojar en el orificio una suntuosa púa rematada en uno de sus extremos con un diminuto brillante de bisutería. En uno de sus antebrazos se había inyectado tinta a porrillo para realzar la imagen de un revolucionario Che. El aspecto aseado de sus compañeros de armas solo servía para reforzar sus ideas anarquistas y su soporífera verborrea emanada del nuevo antifascismo ilustrado de los neopaletos. Todo este esnobismo pueril no hacía más que dañar el hígado de su progenitor, obligado como estaba por su prestigio y prosapia a capear el temporal como podía cuando se desataban los rumores sobre las extravagancias de su vástago calavera.

Venancio padre todavía recordaba su primer destino, una vez concluida su academia en Baeza: el cuartel de Inchaurrondo. Las frías gentes de aquellos lares, en consonancia con su desapacible clima, gestaban de tanto en tanto gélidas alimañas a las que les importaba un bledo quitar la vida a alguien por un irracional ideal político. Empero, la mitad de los más de doscientos guardias civiles asesinados por ETA habían servido allí. En cierta ocasión que iba de paisano por una calle se encontró con un señor que había sufrido una parada cardiorrespiratoria. Iba acompañado de su esposa. Su presteza y su destreza al hacerle los primeros auxilios le salvaron la vida. A los afortunados les faltó el mundo para bañarlo en elogios… hasta que supieron después que era guardia civil. Brotó en ellos esa mirada torva y distante tan propia de aquellos que están alienados.

Tampoco él había tenido una adolescencia más fácil que la de su hijo. Su padre, Venancio también de nombre y guardia civil vocacional, había vivido lo más crudo del Movimiento, el alocado plan de un trastornado Largo Caballero que en los años 30 se propuso convertir España en una Unión de Repúblicas Socialistas Ibéricas a semejanza de la siniestra URSS eliminando por la fuerza a todo aquel que se le opusiera. Aquella desatinada y peligrosa idea condujo a la población española a un conflicto civil armado sin precedentes, el más sangriento de nuestra historia reciente. Los rojos habían metido en su particular cubículo azul, donde previamente habían alojado a los fascistas, a curas, monjas y beneméritos barriendo con dinamita las calles de los pueblos que simplemente se habían declarado afines al Alzamiento Nacional y dándoles el mismo tratamiento represivo cuando reconquistaban alguno de ellos durante el fratricidio conflicto civil. El abuelo Venancio había tenido que presenciar muy a su pesar los estragos que causaban las checas, cárceles controladas por grupos radicales de izquierdas y anarquistas donde se asesinaba a sus rivales políticos. Esta siniestra organización basada en el terror como forma de dominio público había sido pergeñada en Rusia por Lenin bajo la denominación de Lucha contra la Contrarrevolución y Sabotaje de Toda Rusia, más conocida como «Cheka» (Chrezvichainaya Kommisiya). Esta policía de estado había hecho buena a la «Ojrana», la terrible policía secreta zarista que tanto odiaban los bolcheviques. Como durante la guerra civil imperaba en el bando republicano la influencia rusa, solo en Madrid se especula que se crearon más de 300 checas a imagen y semejanza de las bolcheviques donde se torturaba y asesinaba sin escrúpulos. Cualquier habitación servía para montar una checa, siendo usados para sus siniestros fines hasta los conventos. Muchos de los métodos de tortura típicamente hispanos, entre los que cabe destacar «La ratonera» o «La banderilla», implantados años después por la Gestapo fueron copiados literalmente de las checas. Es difícil saber el número de personas que murieron en estos pasadizos al infierno, pero se calcula que fueron unas 10000.

Uno de los arquitectos de estos calabozos era Alfonso Laurencic, un muerto de hambre que lo mismo hilaba que trasquilaba. Se puso al servicio de los republicanos para diseñar terroríficos cubículos de tortura para los desdichados que caían allí. Cuando los nacionales conquistaron Barcelona este individuo salió por patas, pero fue detenido. Sin el menor atisbo de vergüenza dijo que le habían obligado los rojos y se convirtió de facto en un fascista de primera línea. De poco le valió. Finalizada la guerra murió fusilado en el paredón con el brazo en alto vitoreando al generalísimo.

Los fascistas, sostenidos militarmente por alemanes e italianos, se limitaban a fusilar, tras un rápido juicio sumarísimo, a los republicanos más contumaces; pero los rojos, alentados y apoyados por los rusos, se tomaban la justicia por su mano haciendo partícipe de sus atrocidades a los ciudadanos de a pie. El alcohol que hacían correr sus cabecillas entre la población civil sacaba de sus gentes el odio infinito que caracteriza al español cuando se trastorna, materializado en macabras y obscenas ejecuciones populares.

Décadas después, los seguidores intelectuales de aquella izquierda olvidarían deliberadamente incluir en su torticera «Ley de Memoria Histórica», memorándum que pretendía rehacer el relato del pasado conforme a su premeditado plan orwelliano de someter a su antojo a una sociedad poco comprometida con la Historia y acomodada en el Estado del Bienestar, estos horrendos crímenes. Dando una vuelta más de tuerca a la manipulación mediática, la ley incluía la creación de una fiscalía de sala en el Tribunal Supremo para garantizar la investigación de las violaciones de los derechos humanos que se produjeron durante la Guerra Civil y la dictadura franquista, prohibiendo el texto expresamente la existencia de la Fundación Francisco Franco y manteniendo, en cambio, la de Largo Caballero, su gran adalid y la espoleta que hizo prender nuestro conflicto armado.

Venancio padre, su hijo, el Espíritu Santo del abuelo y la madre que lo parió, cuatro almas errabundas víctimas del tiempo que les tocó vivir, vagamundearon durante cuatro momentos de la historia de un milenario país quedando atrapadas por los complejos de inferioridad de las gentes a las que servían, por la ingenuidad de sus hispanobobos dirigentes, que alimentaban sin cesar la Leyenda Negra tejida contra nosotros por los siempre acechantes enemigos del exterior, y, en definitiva siendo carne de cañón para una sociedad carente de valores en la que sus dirigentes habían descargado en ellos las frustraciones e ineptitudes políticas que les caracterizan.

Tres golondrinas más que fueron privadas de su verano.

Jose Antonio Marin Ayala

Nací en Cieza (Murcia), en 1960. Escogí por profesión la bombería hace ya 37 años. Actualmente desempeño mi labor profesional como sargento jefe de bomberos en uno de los parques del Consorcio de Extinción de Incendios y Salvamento de la Región de Murcia. Cursé estudios de Química en la Universidad de Murcia, sin llegar a terminarlos. Soy autor del libro "De mayor quiero ser bombero", editado por Ediciones Rosetta. En colaboración con otros autores he escrito otros manuales, guías operativas y diversos artículos técnicos en revistas especializadas relacionadas con la seguridad y los bomberos. Participo también en actividades formativas para bomberos
como instructor.

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