
«Tras las andaluzas no van a tener más remedio que compartir tareas de Gobierno. Cualquier otra combinación en el poder sería sobremanera estéril»
No me refiero a las mujeres de Andalucía, sino a las elecciones. Es un ritual político que, siempre, se dice en plural; quizá, porque, así, responde a su carácter festivo, de gentío en trance de celebración.
Las elecciones previsibles y libres son una de las esencias del sistema democrático. Gracias a ellas, se puede lograr una regular alternancia de los Gobiernos. Son, por ello, la forma pacífica y civilizada de sucesión en el poder. En el caso de reafirmar el Gobierno anterior, al menos, se consigue un cierto ímpetu para que mejore sus hábitos políticos. Es muy conveniente la oscilación dicha. En la Restauración de finales del siglo XIX recibió el nombre de “turno pacífico”. La razón de esa alternancia es que, de lo contrario, los Gobiernos se deslizan por la rutina con el paso de los años. A la larga, pierden eficiencia, e, incluso, se sienten tentados por la corrupción, tan humana como es. Tras unas elecciones, el nuevo Gobierno logra superar esas taras, al menos, por un tiempo.
La situación de Andalucía (postrada por cuatro décadas de dominio socialista) es novedosa. Hace cuatro años inauguró una esperanzadora etapa de un Gobierno PP con Ciudadanos. Ahora, se plantea otra posible alianza entre el PP y Vox, experimentada a trancas y barrancas en el Gobierno de Castilla y León. Tradicionalmente, se entendió que Andalucía era la “novísima Castilla”, recuperada a los moros hace algunos siglos.
Ni qué decir tiene que las elecciones andaluzas son un “ensayo general con todo” para la representación principal de las elecciones generales. Las cuales llegarán antes de lo previsto, vista la degradación del Gobierno socialista actual. Se impone un cúmulo de necesidades, sentidas por una gran parte de la población. Se pueden citar, al menos, estas cinco: (1) Ante todo, se exige que quien presida el Gobierno no lo haga aliándose con los diputados que no se consideran españoles, que son unos cuantos. (2) Se necesita un presidente del Gobierno que pueda salir, tranquilamente, a la calle sin que los viandantes le silben o le abucheen. (3) Se impone un partido político en el poder que no tenga empacho en ondear la bandera de España en sus mítines. (4) Se requiere que el partido gobernante no se haya destacado en casos de flagrante corrupción colectiva o sistemática. (5) Se precisa que el nuevo Gobierno practique una decidida política de austeridad en el gasto público, especialmente, contraria a la prodigalidad clientelista con los grupos o asociaciones afines al poder.
Se comprenderá que, con esas cinco condiciones (más morales que otra cosa), el PSOE no repetirá en el poder ejecutivo tras unas elecciones generales. Con un razonamiento algo menos intenso, el PP no puede continuar gobernando en Andalucía, a no ser que se alíe con Vox. No es, solo, una consecuencia de la probable aritmética de los resultados electorales, sino de las condiciones arriba expuestas.
El problema es que, durante la campaña electoral y antes de ella, los dirigentes del PP y de Vox han manifestado una gran antipatía recíproca. No son enemigos, pero sí rivales. Da la impresión de que los del PP no quieren oír hablar de Vox, menos, colaborar con ellos. Los de Vox no serían tan fieles escuderos del PP como lo han sido los de Ciudadanos. Es más, Vox sostiene que el PP en el Gobierno andaluz no ha logrado desmontar la red de “chiringuitos” clientelistas del PSOE. Los peperos, tan moderados ellos, se sienten incómodos con la radicalidad de algunas posturas de los voxeros. No es fácil imaginar la convivencia política de dos personalidades tan antitéticas como Juanma Moreno y Macarena Olona. Sin embargo, no van a tener más remedio que compartir tareas de Gobierno en Andalucía, la región más poblada de España. Cualquier otra combinación en el poder sería sobremanera estéril.
Amando de Miguel para Libertad Digital