
«Sube el volumen, sube el tono del espectáculo ante la cercanía de la urna que tan pomposamente se define como fiesta de la democracia»
Huele a urna pero cuándo no. Prácticamente todo el tiempo es casi una campaña electoral. Amén de la cercanía del anticipo andaluz, prácticamente en cualquier territorio, todo son conjuras y aritmética para ver qué sale tras las citas electorales que se avecinan.
Comienzan a abundar los “logros de partido” en perjuicio de las “consecuciones de gobierno”, a ese gobierno que un día formaron con otros y que, aún siendo adversarios, su conciliábulo significó posibilidades de poder. Y, claro está, hablamos de un poder que no se quiere soltar ni con agua hirviendo. En la otra orilla, entre orillas en la que los acuerdos, incluso, por lo imprescindible, son de rala cuantía, la oposición que aspira a recuperar o volver a disponer del misterio del mando.
Las campañas electorales, por lo general, en cualesquiera de los rincones del suelo patrio, son eternas, largas por su dimensión y tantas veces cansinas. Los 15 días que marcan la ley electoral, solo se caracterizan por lo tópicos: mítines, promesas de ocasión, furibundos ataques y no pocas cuentas para cuando llegue la hora de pactar.
Porque eso sí, a fuerza de necesidad, la cultura del pacto (el de gobierno) se fomenta y alcanza verdaderos estadíos de maestría. Pese que con frecuencia deviene en no pocos disparates de mala ingestión y peor digestión. Claro que no todos son así, pero la competencia brama.
Mientras, el precio de la luz se atrinchera y resiste a bajar al bolsillo de la clase media que, paciente y espectante, observa que la única “excepción ibérica” que realmente es efectiva y tiene valor es la del jamón, único y sinigual en el mundo entero. Poner el aire acondicionado ante la canícula, contradictoriamente, da bochorno por lo que supondrá la factura que vendrá detrás. Todo ello pasando por el trabalenguas que se ofrece por los responsables en la materia a la hora de explicar lo que ocurre. Algo así, como la gasolina.
Así las cosas, estamos en el tiempo en el que los adversarios se convierten en enemigos, si no lo fueron ya o siempre. Y lejos de ser una circunstancia abocada entre las dos partes enfrentadas, a las dos orillas de la competición política: gobierno y oposición, de unos años a esta parte, lo es igualmente en las entrañas de cada una de ellas.
Sube el volumen, sube el tono del “espectáculo” ante la cercanía de aquello que tan pomposamente se define como «fiesta de la democracia» y que, a fuerza de su virulencia, acaba por manosear el término. Vendrán las urnas y después, por lo que se intuye, vuelta a empezar en un nuevo camino con los mismos arreos.