
«En el sistema educativo, tanto para alumnos como profesores, el esfuerzo continuado ha dejado de ser una virtud genereral»
Uno de los pecados capitales que menos se entienden, hoy, es la pereza, la indolencia, el dejar la obligación para mañana. Lo opuesto de este vicio no es la “diligencia”, como señala el catecismo, sino la disciplina, o mejor, la autodisciplina. No son virtudes que, actualmente, se cultiven mucho; suenan mal. Quizá, sea, así, porque la “disciplina” era el látigo con el que, en otros tiempos, se azotaba a los inferiores.
En la sociedad tradicional, la ociosidad, el dolce far niente distinguía a las clases dominantes: propietarios, rentistas, aristócratas, etc. El resto venía obligado a trabajar duro (de “traba”) para sobrevivir. Los que no se avenían a ese destino eran despreciados como gandules, holgazanes, vagos. Todo eso ha dado la vuelta. Incluso en ciertos ambientes acomodados, se valora, extraordinariamente, el currículum, los méritos académicos o profesionales. Suele ser un documento que se infla, convenientemente. En cambio, la generalidad de la población adora el ocio, el tiempo libre para la realización personal, las dedicaciones placenteras. Sobre todo, se aprecia lo relacionado con el hecho de disfrutar de la vida, el entretenimiento, los viajes sin mucha necesidad, las escapadas turísticas. Todo eso se entiende para el conjunto del vecindario. Se trata de un vuelco histórico, pues, otra vez se destaca el trabajo como una maldición, o, por lo menos, como una especie de necesidad ocasional (“el curro”).
En el sistema educativo, tanto para alumnos como profesores, el esfuerzo continuado ha dejado de ser una virtud general. Se halla próximo el momento en que desaparezcan las calificaciones numéricas e, incluso, los exámenes como tales. El hecho de suspender una asignatura o de repetir curso no constituyen desdoros. En los ambientes laborales y educativos, la centralidad es, ahora, el calendario de fiestas y vacaciones. Se dicen en plural festivo, al igual que otros ritos: navidades, carnavales, sanfermines, etc.
Los españoles de hoy se han contagiado de la importancia que significa la economía turística para nuestro país. No es más que un gigantesco, “mercado de la pereza”, principalmente, como artículo de exportación, fomentado por los gobernantes con todo tipo de ayudas y subvenciones. Así, se llega a la paradoja de que el sector de la “pereza organizada” es el que asegura más puestos de trabajo, para los que no se necesitan muchos estudios, salvo chapurrear algunos idiomas. Por lo demás, la economía española sobrevive con las tasas de desempleo más elevadas de Europa, especialmente, en el caso de los jóvenes. No hay trazas de que disminuya una estadística tan vergonzosa. Muchos parados reciben un subsidio del Estado y no pocos lo simultanean con la “economía sumergida”. No se espere una alta productividad. El paro de millones de españoles es compatible con la importación de trabajadores extranjeros para algunas tareas ocasionales, casualmente, las más onerosas. Eso es lo que se llama “Estado de bienestar”, lo que explica las oleadas de “inmigrantes ilegales”, perfectamente, organizados.
No todo es Jauja. Uno de los efectos colaterales de la reciente pandemia del virus chino ha sido la creciente laxitud de muchos empleados y profesionales. Se ha instalado el “teletrabajo” y otras formas de hacer más llevadera la carga laboral. El resultado es una notable disminución del rendimiento de las organizaciones, tanto públicas como privadas. El reciente fenómeno de la inflación creciente es una forma de trasladar sobre los precios el notable deterioro de la eficiencia de las empresas y de los servicios públicos.
En los últimos tiempos, el estrato que más se amplía es el de los pensionistas, que incluye todo tipo de incapacitados o discapacitados por enfermedad y otras causas. Es la última manifestación de la centralidad de la “pereza” institucionalizada como rasgo colectivo, nada pecaminoso y sí muy apreciado.
Amando de Miguel para Libertad Digital