
«Carmen dio las últimas instrucciones a su mayordomo para que protegiera a una frágil Carmencita que se convertía en la única heredera de su imperio»
Esa neblinosa tarde de otoño reinaba la tranquilidad en el amplio salón ricamente adornado con exquisitas porcelanas de China. Las suntuosas alfombras persas de vivos colores junto a los sobrios muebles de un violáceo amaranto de estilo neoclásico le daban un ambiente cálido y confortable.
Carmen, la que fuera prima donna de la domus, había tenido en vida mucho gusto, y dinero, como para no privarse nunca de los caprichos mundanos que le venían en gana. En una enorme vitrina reposaban miles de dedales que había ido coleccionando durante sus viajes de negocios; los había metálicos, de madera y cerámicos. Esta curiosa afición le venía de una infancia en un modesto hogar familiar, de cuando veía a su pobre madre valerse de uno de ellos para remendar pacientemente sus faldas y suéteres desgastados por el uso. Pero su astucia, sus brillantes estudios de asesora fiscal y sus majestuosas curvas le habían permitido abandonar ese ambiente marginal y encontrar un buen partido.
Era una mujer culta aficionada a la música del alma. Cuando sus ocupaciones profesionales le daban un respiro se sentaba frente al Steinway & Sons que reposaba junto al gran ventanal que daba a su florido jardín e interpretaba alguna sonata de Liszt o Chopin.
Muchas piezas disecadas de caza mayor que había abatido durante sus safaris adornaban las amplias paredes. Algunas eran especies en vía de extinción, tan raras como el majestuoso tigre de Bengala de Birmania que recibía al visitante a la entrada de su coqueto Salón de Cristal; o el extraordinario oryx dammah, un antílope africano escasísimo en el mundo que posaba altivo a los pies de su alcoba.
La casa contaba con una amplia bodega donde maduraban en silencio y en penumbra los Pingus y los Vega Sicilia que descorchaba cuando invitaba a sus amigos más íntimos.
Carmen había enviudado muy joven; su marido, un reputado arquitecto, había fallecido de un fulminante ataque al corazón cuando frisaba cuarenta otoños. Su frenética actividad profesional, las comidas siempre fuera de casa y su descuidada salud le habían robado varias décadas de preciada vida a su esposo.
Era una señora que se declaraba abiertamente de derechas, creyente; tal era así que altiva ella siempre gustaba salir vestida de Manola todos los años en la procesión del Silencio. Contaba con muy buenos contactos en las esferas de la alta política y del sector empresarial gracias a la prestigiosa consultoría financiera que fundara su marido, actividad que le permitía conocer al dedillo la marcha de los negocios de sus clientes y la manera más conveniente de encauzar sus ganancias evadiendo del control del fisco ciertas operaciones catalogadas de «sensibles».
El negocio le había ido viento en popa, lo que le había permitido comprar esa amplia casa de dos plantas que contaba con porche, garaje y una espaciosa zona ajardinada; un servicial mayordomo se hacía cargo de la casa y dirigía al personal del servicio doméstico; dos chalés en primera línea de playa, con sus correspondientes calas privadas, le brindaban un apacible lugar donde disfrutar su merecido respiro vacacional; un pequeño yate fondeado en el club náutico le servía para codearse con los de su especie; varios coches de alta gama, entre los que se contaba un acaramelado Rolls-Royce Boat Tail valorado en veinte millones de euros, le permitían desplazarse por las vías terrestres con la pompa, el boato y la seguridad que requería su persona; numerosas acciones en varias empresas que cotizaban en bolsa, siempre pujando con un grado de inversión de alta calidad y muy bajo riesgo crediticio, formaban parte de su activo financiero; y un montante económico tasado en varios cientos de millones de euros diseminado por diversos bancos le permitían despreocuparse de cosas tan mundanas para el común de los mortales como el porvenir de su descendencia. Su casa era frecuentada a menudo por grandes personalidades que recibía con fiestas por todo lo alto y caracterizadas por el buen gusto.
Carmencita, su unigénita, vivió su infancia en ese ambiente de poderío, sin que nunca sintiera presión alguna por parte de su progenitora para estudiar, y mucho menos para buscarse la vida trabajando; es lo que tiene para algunos saberse ricos, el despreocuparse por el futuro de sus hijos porque ellos creen poder con todo, por lo que pueden permitir que sus vástagos transiten por la vida holgazaneando sin mesura.
Pero a pesar de la solvencia económica que ostentaba, del prestigio de su figura y de lo pías y sinceras que eran cada noche antes de irse a dormir sus advocaciones al Altísimo, ente materializado en un sencillo cristo crucificado de madera que tenía frente a su mesilla, ella también sufriría la debilidad de la condición humana, de tal manera que una década después del deceso de su marido salió a su encuentro la Parca. Y lo hizo valiéndose de un resolutivo cáncer que los matasanos habían tipificado como la enfermedad silenciosa: el de páncreas. Y aunque gracias a sus amistades, y a su dinero, encontró en Houston el equipo médico más afamado y competente para intentar frenar lo irrefrenable, lo cierto y verdad es que aquella última bala vital que le quedaba en la recámara solo le sirvió para ralentizar unas pocas semanas lo inevitable y poder despedirse, con la lucidez de quien va al encuentro de la muerte, de Carmencita, ahora convertida en una adolescente de dieciséis primaveras que sin sospecharlo iba a entrar en un siniestro túnel del que ni en sus peores pesadillas infantiles podía siquiera imaginar. Carmen dio las últimas instrucciones a su mayordomo rogándole encarecidamente que protegiera a una frágil Carmencita que ahora se convertía en la única heredera de su imperio.
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Esa fresca tarde otoñal los olmos que señoreaban la lujosa mansión se habían ido despojando de su marchita hojarasca y habían transformado el césped del jardín en una crujiente alfombra dorada. En el interior del gran salón en permanente penumbra el cadencioso reloj de péndulo, inserto en un bello armario tallado en madera de bubinga africana que la dueña de la casa había adquirido en Venecia, marcaba inexorable el paso de las horas. Le habían descorrido las ricas cortinas del ventanal del salón para que pudiera ver transcurrir la vida de los demás. Postrado sobre la silla de ruedas, bajo una gruesa manta para que no pasara frío, aquel cuerpo inmóvil sentía pasar en silencio su existencia con el cadencioso sonido y al son del embrujador balanceo de aquel reloj de péndulo.
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Carmencita, que había estado durante su corta vida siempre bajo la protección familiar, debido a su temprana orfandad, a una ingenuidad sin límites y a una herencia multimillonaria, tenía ahora todas las papeletas para ser el blanco de un desaprensivo. Por expreso deseo de su difunta madre seguía al cuidado de ella Mateo, el mayordomo de la casa, que supervisó discrecionalmente los últimos años de su adolescencia y el inicio de su juventud. Carmencita, que no tenía más ocupación laboral que satisfacer en tiendas de alto standing sus caprichosas vestimentas, solía salir a menudo con la pandilla de amigas que forjó de colegial. El negocio familiar prosperaba gracias a la diligencia con que sacaban el trabajo adelante sus industriosos administrativos.
El avispado vástago de un constructor de viviendas, cliente de la consultoría, supo de la situación familiar en que se encontraba Carmencita; un día se puso su máscara de dandi y fue al despacho a llevar unos documentos con las cuentas fiscales de su padre. Allí conoció a la tímida Carmencita y como un astuto zorro la cameló. Para la muchacha, tras el de su madre, era ese el primer amor de su vida, por lo que se enamoró perdidamente de Oswaldo. El zagal era ladino como la madre que lo parió. Allí vio una ocasión fabulosa para dar un braguetazo de oro y hacerse con un patrimonio que ni en sus mejores sueños hubiera fantaseado. El muchacho había adquirido por vía genética la ratería que caracterizaba al padre. Su mala cabeza, empero, lo había metido hasta el gollete en el negocio del ladrillo comprando terrenos y construyendo como un poseso sin que tuviera la solvencia económica que caracterizaba a los constructores de antaño. El descalabro de la burbuja inmobiliaria había dejado su paupérrima economía hecha unos zorros. Se decía que le había pillado con el pie totalmente cambiado cuando irrumpió la crisis, con once pisos sin vender cuyas hipotecas le comían por los pies. Ante la imposibilidad de hacer frente a los pagos mensuales el banco se quedó con ellos y el juez le embargó todas sus propiedades quedándose en cuadro, con una mano atrás y otra delante.
Carmencita no necesitó de más prueba de amor que la palabra de Oswaldo de querer formar el hogar que en esos momentos tanto añoraba. Así que al poco tiempo se casaron y al año siguiente llegó su primer retoño.
El amplio salón de la casa pronto fue acogiendo a extraños que hicieron de él su hogar: la madre de Oswaldo, el ladino padre y las madres que los parió. Oswaldo había ido anulando la voluntad de Carmencita. Había tomado las riendas del negocio y despedido al fiel Mateo. Fue recluyéndola en casa, ocupada como estaba en este tiempo de la crianza de sus hijos, mientras él disfrutaba de su dinero y de sus posesiones.
Al principio lo hizo de forma suave. Le decía que no fuera tonta, que lo que debía hacer era estar al cuidado de sus dos hijos, que él se encargaría del resto. Luego llegaron los insultos, actitud despótica que secundada la arpía de su madre.
Carmencita pasaba las horas muertas del día recluida en su hogar. Oswaldo, que tenía también el don de la celotipia, tampoco le permitió seguir saliendo con sus amigas de la infancia.
Los hijos sufrieron el desprecio de un padre posesivo y despótico, y cuando tuvieron edad para ser conscientes de la situación empezaron a odiarlo. Carmencita era tan ingenua que se resignó a su oscuro destino.
Cuando le preguntaban a Oswaldo por Carmencita él les decía que estaba bien, que no quería salir de casa.
Carmencita hizo un amago de reaccionar. Fue entonces cuando por primera vez le levantó la mano. Primero fue con la palma abierta; luego con el puño cerrado. Nadie podía ver los moratones que lucía Carmencita salvo el tirano de su marido y sus pobres hijitos, que presenciaban aterrorizados sus cada vez más frecuentes palizas. Carmencita no tenía ya a nadie que recurrir y asumió su oscuro destino. Mientras, Oswaldo hacía su vida como si tal cosa. Salía de casa un viernes por la mañana, echaba la llave de la puerta por fuera, encerrando a Carmencita junto sus hijos, y regresaba el domingo por la noche tras haber estado todo el fin de semana disfrutando de sus coches, de sus chalets en primera línea de playa y del barquito fondeado en el puerto deportivo.
La vida de Carmencita se había hecho tan desgraciada que la había ido aceptando sin batallar. La madre de Oswaldo había tomado la casa y la gobernaba con mano de hierro. Los niños odiaban tanto a la abuela paterna como al hijo de la gran puta que había parido.
Así pasaron los meses y los años, hasta que un buen día hizo acto de presencia en la monótona vida de Carmencita la Providencia. Una tarde Oswaldo la sorprendió cuando le preguntó cómo se llamaba su hijo mayor. Al principio creyó que bromeaba; peor aún, pensó que era una nueva tortura psicológica urdida por él. Pero no era así. Con una sonrisa bobalicona al principio, y con el rictus muy serio después, volvió a rogarle que le dijera el nombre del niño, pues no lo recordaba. Ese lapsus pareció desvanecerse durante un tiempo, pero al cabo de unos días tampoco le venía a la mente el nombre de su progenitora. Luego llegaron los dolores de cabeza, la visión doble, el tartamudeo y las ganas de vomitar. Oswaldo fue ingresado en el hospital. Durante dos semanas los matasanos le hicieron todo tipo de perrerías para intentar descubrir el origen de semejante síndrome. Carmencita regresaba cada tarde a casa mientras Oswaldo quedaba en una habitación del hospital al cuidado de las enfermeras. Ahora era ella quien de nuevo abría y cerraba la puerta de su hogar. Había recuperado el teléfono móvil que años atrás le había arrebatado el tirano de su marido. Lo puso en carga. Vio en la pantalla numerosas llamadas, la mayoría de sus amigas. Al principio temió cometer alguna falta que importunara a Oswaldo, pero al fin se decidió a llamar. Volvía a hablar con sus amigas del alma.
Las mañanas las pasaba junto a un Oswaldo postrado en una cama del hospital, ante aquel cuerpo inerme al que habían diagnosticado un glioblastoma, un tipo de tumor cerebral tan agresivo que eludía los tratamientos oncológicos al uso. Tuvieron que abrirle el cráneo en canal y hacerle una cirugía invasiva para salvarle la vida, intervención que a juicio de los matasanos fue todo un éxito, aun cuando perdiera en ello definitivamente el habla. A pesar del éxito inicial, pronto se evidenció el precio pagado por vivir un poco más. No es que Oswaldo no pudiera tenerse en pie, es que ni siquiera era capaz de mover un solo músculo. Aunque no podía comunicarse con el mundo, su mermado cerebro era consciente de todo lo que acontecía a su alrededor.
Cuando Carmencita volvía por las tardes a casa veía que los niños jugaban felices, incluso cuando salía a pasear de noche con sus amigas.
Tras tres meses de hospitalización un desahuciado Oswaldo fue devuelto a casa. Como si una metamorfosis kafkiana hubiera obrado en él, Oswaldo había pasado de ser dueño y señor de aquella mansión a tenerse por un apestado. Ni siquiera su madre se dejaba caer ya por aquel lugar. Aducía razones de salud para viajar desde tan lejos, pero lo cierto y verdad es que no quería verse envuelta en el marrón que suponían los cuidados que precisaba su retoño de por vida. Carmencita volvió a contratar los servicios de su fiel mayordomo, sobre todo para que a la asistente que ahora cambiaba los pañales de Oswaldo no le faltase de nada. El desdichado Oswaldo, consciente de su fatal destino, veía el mundo a través de unos ojos siempre llorosos. Bajo la gruesa manta con que cada día lo acurrucaban Oswaldo permanecía esa tarde otoñal más solo que la una en el rico salón que antaño diseñara su suegra. La silla de ruedas, a la que fijaban con correas para que no se cayera al suelo, y el impasible y monótono reloj de péndulo del salón serían ahora los únicos compañeros que tendría el resto de sus días.