La vitamina de Amón Ra. Por José Antonio Marín Ayala

La vitamina de Amón Ra.

«La vitamina D se pudo descubrir gracias a la sal de Amón Ra, la deidad que, para más inri, simboliza al Dios Sol»

Resulta cuando menos chocante que algunos impresentables mamarrachos que se han valido del capitalismo más voraz para forrarse y hacerse multimillonarios, como el masónico Bill Gates, el chiflado Elon Musk, el siniestro Georges Soros o el niñato del Zuckerberg, con el poder que les otorga el dinero que han amasado y sin que hayan pasado por el proceso para ser gobernantes, verbigracia, la fase obligada de pegacarteles del partido, concejal de segunda, candidatos a elegibles en unas elecciones generales y sin que nadie los haya votado en ningunos comicios se hayan convertido en paladines de ese mormónico palabro que han venido en bautizar como «capitalismo inclusivo», un siniestro plan mundial que bajo los eufemísticos epítetos de «El Gran Reseteo», la «Agenda 2030» y la biblia en pasta está destinado a quitarse de en medio por cualquier medio, especialmente pandémicos, a los improductivos. Y nos quieren hacer creer que todo este asunto vírico es fruto de una suerte de orwelliana «Rebelión en la granja». Pero también está en el punto de mira de estos tipos la clase media trabajadora, pues estos jetas, aduciendo razones de cambio climático, enarbolando las hipótesis más apocalípticas, con el cuento chino de combatir la pobreza y, según ellos, con el fin de favorecer un desarrollo sostenible e igualitario se han propuesto que seamos más pobres… pero felices.

Además nos ofrecen la solución al problema que han provocado en forma de vacunas sintetizadas por multinacionales farmacéuticas de las que ellos tienen acciones a cascoporro. Pero lo que en realidad persiguen es poner de rodillas a los estados soberanos, especialmente a los que ya están asfixiados por una cuantiosa deuda pública metiendo sus sucios hocicos en sus empresas aumentando con ello su ya inmenso poder adquisitivo. No en vano, gracias a la inmensa pasta que han invertido en ellos, junto a la de la implacable dictadura capitalista china, tienen cogidos por el escroto a muchos países que con sus préstamos están endeudados hasta las trancas (el nuestro sin ir más lejos, cuya deuda iba camino ya del 120% del PIB a finales de 2021).

Novick, profesor asociado de IE Business School, señala 2050 como el año en que Pekín dominará las finanzas mundiales. Según este experto en pronosticar el futuro más inmediato de la humanidad «Europa no va a poder pagar las pensiones que paga, los subsidios por desempleo que paga y otras cosas que serán muy difíciles de financiar de la misma manera. Ni EE.UU. ni Europa cuentan con la cultura del esfuerzo de los asiáticos». Y ese es nuestro gran problema. Mientras 4500 millones de laboriosos asiáticos, un 60 % de la población mundial que no sabe de qué va eso de la Sociedad del Bienestar que disfrutan unos exiguos 800 millones de seres humanos, que representan tan solo un 10 %, mantengan con su sacrificio el perverso sistema comunista chino podemos decir con propiedad que estamos muy, pero que muy, jodidos.

Con el precio de la vivienda por las nubes y la posibilidad de subsistir con la fórmula del teletrabajo algunos ciudadanos de a pie ya le han visto las orejas al lobo y han tomado las de Villadiego: han abandonado la sedentaria vida que ha caracterizado la civilización de estos últimos 12000 años en las ciudades y han abrazado una rediviva existencia nómada similar a la de pretéritos tiempos. Últimamente la venta de caravanas, así como los accesorios para transformar el coche en un pequeño hogar, se ha disparado (también su precio y el del carburante que las hace rodar), con lo que algunos vuelven a sentir con esa diminuta casa ambulante la libertad de no estar atado a ningún sitio fijo, vagabundeando como parias de un lado para otro del ancho mundo. Si usted es uno de los que puede permitirse este lujo mientras se gana la vida teletrabajando, esa moderna forma de esclavitud laboral de la que algunos de sus pares puede que hasta le tengan por «afortunado» (bueno, si es que se puede llamar así a la criatura que está continuamente enganchada al ordenador resolviendo problemas a todas horas del día), y durante su errabundo deambular ha tenido ocasión de saborear la clemente meteorología de los lugares más apacibles del planeta, o quizá los duros contrastes de las tierras más inhóspitas, desde las más septentrionales hasta el abrumador desierto sahariano, este último caracterizado por sus tórridos días y sus gélidas noches, sabrá el precio que hay que pagar por el único escape de libertad que todavía no nos han cercenado estos plutócratas de mierda. Y ya que hemos mentado, como de pasada, los desiertos permítame que le relate un trascendental descubrimiento que tuvo origen en esta suerte de abrumadora soledad medioambiental.

Sucedía ya en el antiguo Egipto que cuando las caravanas de mercaderes que transportaban las especias de oriente a occidente atravesaban de día el vasto y caluroso desierto, en cuanto les caía la noche tenían que refugiarse aprisa y corriendo del intenso frío. Y lo hacían pernoctando en el interior de los santuarios que había a lo largo de su ruta. Además de cumplir con la sagrada protección divina de sus fieles, los templos egipcios satisfacían la laica función de abrigo y amparo de sus moradores. Muchos de estos santuarios estaban dedicados al dios Amón Ra, la divinidad por excelencia que adoraban aquellas gentes. Al principio, Amón (también llamado Amén) era tenido por el dios del viento, hasta que aquellas gentes se dieron cuenta de que el Astro Rey no tenía su justo reconocimiento divino, por lo que fue vinculado con Ra, el dios Sol, convirtiéndose entonces en Amón Ra, la soberana deidad de la mitología egipcia.

A propósito de que el famoso río pasa por la conocida ciudad, y ahora que hablamos de civilizaciones antiguas, me va a permitir aclarar algunas cosas acerca de una de ellas, quizá la más singular por haber sido sus practicantes objeto de persecución en todas las épocas: la judía. Aunque a bote pronto pueda parecernos que el pueblo hebreo es exclusivo en sus ritos y que no tiene parangón alguno con ninguna etnia conocida, lo cierto y verdad es que a lo largo de los tiempos se nutrió de lo que parían otras civilizaciones más antiguas y más poderosas que la suya. Estar rodeados de superpotencias le obliga a uno a someterse y hasta copiar sus usos y costumbres.

La cultura acadia, por ejemplo, les aportó el concepto del «Árbol de la vida», idílica síntesis vegetal que representa el supuesto estado inmaculado que gozaba la humanidad en el principio de los tiempos, libre de corrupción (especialmente la más dañina, la política) y de pecado original alguno antes de su fatal caída. Incluso el relato del nacimiento de Moisés que retrata el Éxodo guarda gran similitud con la llegada al mundo de Sargón I, Sargón de Acadia o Sargón el Grande, un poderoso gobernante acadio que floreció hace 4300 años y que fundó el primer imperio de la Historia. El cuento de la Torre de Babel, la edificación mencionada en el Génesis que explicaría por qué los pueblos hablan diferentes lenguas, es tan parecida a los zigurats babilónicos que es decididamente un descarado plagio. Numerosos ritos y costumbres hebreos fueron heredados también de otros influyentes pueblos. La «Ley del Talión» hebrea está copiada literalmente de la ley 196 del código de Hammurabi, el conjunto de ordenanzas más antiguo conocido, con 3700 años de antigüedad.

Sin embargo fue la cultura egipcia el peso más notable que tuvieron los hebreos. Fruto de la estancia obligada de los judíos durante un siglo entre los egipcios, probablemente por el éxodo desatado durante alguna hambruna ocurrida hace 3500 años en la tierra de Canaán, de donde procedían, estos inmigrantes recibieron allí numerosas influencias foráneas. La cosmogonía que relata el Génesis está literalmente calcada de la que desarrollaron los egipcios. La cultura egipcia aportó también muchas de sus leyes y rituales. La circuncisión, seña de identidad de todo aquel que se precie pertenecer al pueblo hebreo, es originariamente de cuño egipcio. Los juramentos y plegarias para alcanzar la vida eterna después de la muerte provienen del «Libro de los Muertos» de los egipcios, y se asemejan tanto a los mandamientos del decálogo israelita como una gota de agua lo es a otra.

Las estrictas reglas alimenticias, como por ejemplo no comer cerdo por tener al pobre animal por impuro (manía que también heredaron los seguidores de Alá—ellos se lo pierden), proviene también de los egipcios. Los patriarcas judíos José y Jacob, que se hallaban en Egipto durante su «cautiverio» (aunque no parece que les fuera nada mal pues el primero de ellos asesoraba en calidad de visir al faraón pronosticándole el futuro), cuando murieron fueron embalsamados conforme al rito y uso egipcios. Durante el reinado de Seneferu, padre de Jufu (Keops), el príncipe Jafra relataba el cuento de un mago que separó las aguas de un lago para recuperar una joya de color verde que se le había caído a una de las veinte jóvenes vírgenes que entretenían en esos momentos al rey Seneferu, aquejado el hombre por entonces del mal de la melancolía, un fantástico relato que es literalmente idéntico al de Moisés separando las aguas con ayuda de su cayado cuando huían por patas de las garras del ejército egipcio. Se dice en Éxodo 14:21: «Extendió Moisés su mano sobre el mar; y el Señor, por medio de un fuerte viento solano que sopló toda la noche, hizo que el mar retrocediera; y cambió el mar en tierra seca, y fueron divididas las aguas».

Recibieron influencias de los caldeos, el otro gran imperio que lindaba con ellos. En 538 a. C., el rey caldeo Nabucodonosor destruyó su templo más sagrado, el de Jerusalén, y la élite judía fue deportada y diseminada por Mesopotamia, periodo conocido como el «cautiverio de Babilonia». Allí se embebieron de la cultura sumeria, que les aportó varios mitos que recogieron en sus libros sagrados, entre ellos la creación del hombre, el Diluvio Universal, el cuento de Caín y Abel y el del Paraíso Bíblico, todo ello debidamente plasmado, como si de una revelación divina se tratara, en el Génesis.

Y para acabar, porque si no sería interminable, del dios Amón egipcio se apropiaron para sí el conocido «Amén», con el significado de ‘así sea’, ‘palabra de Dios’. No en vano, en el libro del Apocalipsis Cristo es llamado «el Amén».

Bien. Sigamos. Como decíamos, en el interior de los templos egipcios dedicados a Amón Ra pasaban la noche tanto comerciantes como camellos. Y estos últimos, cuando sentían la llamada de sus necesidades fisiológicas, bañaban allí mismo el suelo con sus largas micciones y sus esplendorosas boñigas. Los mercaderes habían descubierto en estas deposiciones verdaderas joyas; se servían de estos excrementos para utilizarlos como fertilizante natural para las plantas. Hoy sabemos que este milagro se debe a la urea, un compuesto químico cristalino e incoloro que se encuentra en grandes concentraciones en la orina, el sudor y la materia fecal. Las heces secas servían también de alimento al fuego creando con su combustión un acogedor ambiente en el interior del templo. La descomposición de estas deposiciones daba lugar a un polvillo cristalino que se depositaba en techos y paredes. Este compuesto, de carácter salino, era ya conocido en tiempos romanos con el nombre de «sal de Amón», en alusión a la divinidad a la que estaban consagrados los cenobios, como no podía ser de otra manera.

Corría el año 800 cuando el más grande alquimista de la Edad Media, el árabe Ŷabir ibn Hayyan, más conocido en tierras europeas como Geber, fue de los primeros que describió la sal de Amón. Y no solo eso, le dio incluso una práctica aplicación médica para aliviar el dolor de garganta. Se depositaba el polvillo en la parte ancha de un cartucho de papel mientras se acercaba la estrecha a la zona dolorida. El sanador soplaba entonces con fuerza y la sal se adhería a la garganta, procurando al paciente un alivio inmediato.

Cuando decayó el poder árabe los ilustrados europeos intentaron descifrar los enigmas del Antiguo Egipto. En la superficie de los jeroglíficos que adornaban las paredes de los templos se toparon con esta sal y la analizaron. Allá por 1774, los incipientes científicos del Siglo de las Luces observaron que cuando se calentaba esta sustancia salina desprendía un gas tan sofocante que tiraba para atrás al que hacía el amago de olerlo. Era tan soluble en agua y tan corrosiva que atacaba con fiereza las mucosas; pronto se usó para volver en sí al que sufría un «vahído reversible», eufemismo que venía a indicar el estado de ánimo inerme de todo aquel que todavía no había abandonado definitivamente este mundo. En 1800, Claude Louis Berthollet, químico francés que se hizo famoso por sus investigaciones con el ácido hidrociánico o prúsico, hoy conocido como cianuro de hidrógeno, o cianhídrico, efluvio venenoso que se hizo tristemente famoso por el uso que le dieron los nazis en las cámaras de gas de los campos de exterminio (y que tan buena cuenta dan a día de hoy los yanquis en las cárceles de sus estados donde se ejecuta con gas a los reos), determinó la composición molecular de este misterioso gas descubriendo que el susodicho poseía en su molécula nitrógeno e hidrógeno. Este gas, inédito hasta entonces en Europa, se vino en llamar con el apropiado nombre de «amoniaco», en justa correspondencia con la sal del dios Amón de donde se obtenía. Con el tiempo se dedujo también la propia composición de la sal de Amón y se descubrió que contenía cloro en su molécula. Poseía un radical formado por nitrógeno e hidrógeno, muy parecido al amoniaco, por lo que pareció adecuado ponerle a este conjunto de átomos el apelativo de grupo «amonio». Al igual que a la sal común, que contiene cloro y sodio en su composición, se le llama, químicamente hablando, cloruro de sodio, a la sal de Amón se le puso por nombre cloruro de amonio.

En la incesante búsqueda del ser humano por hallar remedios naturales que pudieran poner orden a los desórdenes intestinales y estomacales que con frecuencia padecía halló uno muy eficaz para detener la diarrea y que combatía también la disentería. Este mejunje se obtenía de la maceración de las virutas de los cuernos de los ciervos. La pócima es conocida desde tiempos remotos con el nombre de «espíritu de Hartshorn», expresión que en inglés se traduce por esencia de cuerno de ciervo. Es esta, curiosamente, una peculiar disolución amoniacal en la que el gas de marras está presente en una concentración en torno al 28% y de la que se obtienen sales de amonio, como nuestro cloruro de amonio. El ser humano también le sacó partido a esta sustancia para su uso en la cocina y como remedio multiusos: este concentrado hace de levadura para la fermentación de galletas, contra la insolación y para neutralizar las picaduras de serpiente.

Pero hay todavía una contribución más, si cabe la más importante, que la deidad amónica inspiró a los humanos para facilitarle el nombramiento de ciertos compuestos químicos. Los bioquímicos, que son aquellos humanos que estudian la química de los organismos vivos, descubrieron una serie de sustancias que eran esenciales para la vida. La carencia de alguna de ellas podía acarrear la muerte (el exceso también es pernicioso). En fecha tan temprana como 1747, James Lind, médico de la armada británica, había descubierto que marineros afectados por la enfermedad del escorbuto mejoraban de manera espectacular al administrarles zumo de limón o de naranja. Pero sería el médico holandés Christian Eijkman quien iniciaría esta aventura científica afirmando que no todas las enfermedades son provocadas por microorganismos, tal y como se creía desde que Pasteur enunciara, en 1864, su «teoría germinal de las enfermedades infecciosas».

En 1890, Eijkman se encontraba trabajando como director del laboratorio bacteriológico que había en un hospital de Djakarta. Allí trataba de descubrir el patógeno que causaba el beriberi entre los pollos que tenía para experimentar. Valiéndose de uno enfermo intentó contagiar a otro sano, pero no lo consiguió. Además, cuanto más afanado estaba en ello desapareció la enfermedad como por ensalmo. Intentando buscar la causa a este enigma se enteró casualmente de que el cocinero había estado alimentando a los pollos con el arroz de la mayor calidad, el destinado a los pacientes del hospital, lo que provocó que lo despidieran del puesto por despilfarrador. Su sustituto empezó alimentando a las aves como debía ser, con el arroz con cáscara de menor calidad, pero le pareció también más humano dar de comer a los pollos el arroz que se destinaba a los enfermos del hospital, momento en que Eijkman descubrió que volvían a enfermar. Eijkman concluyó que el beriberi era una «enfermedad causada por una deficiencia dietética»: cuando les daba arroz sin refinar se recuperaban, lo que le indujo a pensar erróneamente que debía mediar en el arroz refinado alguna toxina por medio.

Casimir Funk, bioquímico de origen polaco-americano, continuó los trabajos de Eijkman descubriendo que la cáscara del arroz integral que consumían las poblaciones nativas tenía algún componente vital que les dotaba de mayor resistencia a contraer el beriberi. Se descubrió que estos compuestos esenciales en la dieta tenían en común en su estructura molecular un grupo derivado de nuestro conocido amoniaco, con el nitrógeno y el hidrógeno unidos, —NH. A este conjunto de átomos se le denominó grupo «amino», y a las sustancias que lo poseían se les conoció con el nombre de «aminas». Y estas aminas tan esenciales, muchas de las cuales debemos ingerir diariamente en nuestra alimentación pues no podemos sintetizarlas, entre las que se encuentran la riboflavina, la tiamina, la piridoxina o la cianocobalamina fueron bautizadas popularmente por Funk con el acertado nombre de vitales aminas o «vitaminas».

Por último, y no menos fundamental, este grupo amino también lo posee un grupo de sustancias que son los ladrillos de los que están hechas las proteínas y, por ende, la vida: los «aminoácidos».

Entre 1917 y 1940 se descubrieron todas las vitaminas que conocemos hoy día y también se lograron sintetizar artificialmente para administrarlas a los seres humanos.

La vitamina A, la primera en ser descubierta, fue el resultado de los trabajos, en 1917, de Elmer Verner Mc Collum, Marguerite Davis, Lafayette Mendel y Thomas Burr Osborne mientras estudiaban el papel de las grasas en la dieta. Luego vino la B, la C y así sucesivamente.

El médico británico Sir Edward Mellanby, en 1918, experimentó con perros a los que inducía el raquitismo y luego los curaba con la administración de hígado de bacalao. En 1919, K. Huldschisnky curó el raquitismo de niños utilizando luz ultravioleta producida artificialmente, pues había descubierto que esta enfermedad se daba más en la población con falta de higiene, pocos recursos y hacinada. En 1922, Elmer Mc Collum destruyó la vitamina A presente en el hígado de bacalao y demostró que el efecto antiraquitismo no desaparecía. Propuso denominar la nueva sustancia descubierta vitamina D. No hay muchos alimentos con un contenido significativo de vitamina D. Cabe destacar los pescados grasos, como el salmón, las sardinas, el arenque, el atún o la caballa. También está presente en los huevos, los lácteos enteros y en vísceras como el hígado. En cuanto a las frutas y verduras con más vitamina D el aguacate destaca por encima de todas.

Como hemos dicho, prácticamente todas las vitaminas deben ser incorporadas a la dieta, pero si acaso hay una que no debería faltar en el organismo de cualquier ser humano, y mucho menos de origen mediterráneo, es precisamente la vitamina D, también llamada «vitamina del Sol» porque es de las pocas que se forma en nuestro cuerpo con solo exponerse al Astro Rey: un cuarto de hora al día es suficiente para que la sintetice y podamos seguir adelante con nuestros asuntos mundanos sin más problemas. Este requisito, harto difícil de satisfacer en sitios con climas desapacibles, a sus habitantes les supone una suerte de bendición divina cuando tienen la suerte de exponerse una sola hora de sol al día. Pero no debería serlo en España.

Mientras los puntos más soleados del planeta disfrutan de más de 3000 horas de sol al año, aquellos más sombríos, por un motivo u otro, a duras penas llegan a 1000. Dependiendo de dónde nos encontremos viviendo, en la tierra de contrastes que es España nos podemos mover entre ambos límites. Aun así, no debería ser obstáculo alguno darse un pequeño baño de sol al día en nuestro país. Sin embargo, la triste realidad es que en España, debido a nuestra sempiterna vida sedentaria basada en el sofá frente al televisor y a nuestra «improductiva presencialidad laboral», la peña permanece más tiempo en oscuros espacios cerrados que al aire libre, en una inexistente comunión con la Madre Naturaleza, y el resultado de ello es que toma tan poco el sol que la mitad de la población está más blanca que el papel, lo que ocasiona en la mitad de los hispanos un déficit importante de vitamina D. Y en el conjunto de la población mundial la situación es todavía peor: el 88% tiene importantes carencias de esta amina vital.

No todas las vitaminas tienen el grupo amino que les da el nombre, aunque el término se mantuvo. Una de ellas es justamente la vitamina D, que tiene funciones tan importantes como la de regular la presión arterial, prevenir la depresión, disminuir el riesgo de contraer ciertos cánceres, reforzar el sistema inmunológico y mantener los huesos sanos y fuertes.

Un reciente estudio publicado en la revista científica American Journal of Clinical Nutrition ha puesto en evidencia que los niveles bajos de vitamina D están relacionados con un mayor riesgo de demencia e ictus, un par de enfermedades de nuestros días que amenazan con desbancar de los primeros puestos de la lista de mortalidad a los accidentes cardiovasculares y al cáncer.

Y además, para que vea cuan hideputa es el bicho este que soltaron en 2019 y del que estamos padeciendo todavía sus caprichosas variantes, la investigación que los científicos están haciendo ahora mismo de él revela que ataca con especial virulencia a quienes tienen bajos contenidos de vitamina D en su cuerpo. Y para darle la solución que requiere este asunto, los que con sus decisiones han provocado todo este pandemonium pandémico, los políticos, fuente de todos nuestros problemas, lejos de incentivar nuestros paseos al aire libre limitaron nuestros movimientos y nos ordenaron, tras cumplir con nuestro sagrado ministerio laboro-presencial, permanecer recluidos en casa, para que el bicho este de mierda nos atacara a su antojo y con saña.

Triste broche final el de la única vitamina que se sintetiza con la punta del p*** mediante los beneficiosos rayos ultravioletas del sol y que se pudo descubrir gracias a la sal de Amón Ra, la deidad que, para más inri, simboliza al Dios Sol.

En fin, una pandémica razón, otra más, para liar el hato, coger la caravana y vagamundear por esos mundos de Dios, procurando no perder la cabeza del todo e intentando estar un poco más a salvo del bicho este de mierda gracias al baño solar y a la bendición que nos procura a diario la luz divina del eterno Amón Ra. Amén.

Jose Antonio Marin Ayala

Nací en Cieza (Murcia), en 1960. Escogí por profesión la bombería hace ya 37 años. Actualmente desempeño mi labor profesional como sargento jefe de bomberos en uno de los parques del Consorcio de Extinción de Incendios y Salvamento de la Región de Murcia. Cursé estudios de Química en la Universidad de Murcia, sin llegar a terminarlos. Soy autor del libro "De mayor quiero ser bombero", editado por Ediciones Rosetta. En colaboración con otros autores he escrito otros manuales, guías operativas y diversos artículos técnicos en revistas especializadas relacionadas con la seguridad y los bomberos. Participo también en actividades formativas para bomberos
como instructor.

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