
«Puede que la resistencia a comparar, tan característica de los españoles, sea una manifestación del desprecio por la actitud científica»
No hay una forma enteriza y constante de ser de los españoles, y menos, si se pretende que sea común a siglos enteros de historia. Empero, se pueden otear algunos rasgos típicos del español medio de los últimos tiempos. Se traducen y se refuerzan, místicamente, por la cultura, por la convivencia y las experiencias comunes. Uno de ellos es la serie de peculiares manifestaciones de simpatía o antipatía en la vida cotidiana. Ya he hablado de ello, pero, hay más cosas que decir.
Una vida sana y equilibrada es la que tramita unas dosis proporcionadas de simpatía y antipatía hacia los próximos, que son, siempre, muy pocos. La frecuencia excesiva o continua de reacciones antipáticas produce el sinvivir del sujeto en cuestión, lo que desata el resentimiento. Si el equilibrio se rompe por la abundancia de expresiones simpáticas, digamos que tal individuo, se presenta, siempre, risueño. Puede llegar a parecer un cómico, una figura untuosa, optimista hasta el ridículo. Esos dos extremos de individuos, el resentido y el optimista descarado, pueden ocasionar muchos padecimientos en sus respectivos círculos próximos. Ambos tipos comparten el mismo síndrome de ser grandes envidiosos y embaucadores. Tampoco, es que puedan ser tachados de despreciables o nocivos. Son parte inseparable del abigarrado paisaje humano. Lo malo es cuando los tales envidiosos y los embaucadores adquieren poder político. En tal caso, podrían resultar, enormemente, dañinos. Por desgracia, eso es lo que se vislumbra en la España de los últimos lustros. Tampoco, hay que pensar en que tenga que ser una maldición histórica irreversible. El factor de la herencia queda compensado con el de la libertad.
Digamos que lo sensato es administrar una frecuencia equilibrada de simpatías y antipatías; siempre, hay candidatos que se merezcan una u otra reacción. Ambas formas de expresión conviven y hasta se necesitan.
Recordemos que la antipatía o la simpatía no son tanto sentimientos de una persona hacia otra, como la relación entre las dos.
Un estereotipo interesado, difundido por muchos españoles, es que tienen la suerte de habitar una sociedad muy divertida, desbordante de simpatía. En realidad, si bien se mira, destacan en ella unas relaciones interpersonales más bien broncas y suspicaces. Precisamente, por ello, en España, se concede un extraordinario valor al círculo de los amigos, hasta superar, incluso, la atención concedida a las redes familiares. El pariente no se elige; el amigo, sí. Se dice, también, “las amistades”, con esa rara tendencia a la abstracción del lenguaje corriente. Otro ejemplo de trasmutación de sentido: en el habla popular de ciertas zonas de proletariado andaluz, la “huelga” laboral se transformó en la voz “juerga”.
Si se pudiera generalizar, a los españoles no les va tanto el aprecio por la simpatía (hacia unas pocas personas) como por el jolgorio y la extraversión (del grupo más amplio). En los usos populares españoles, la simpatía consiste en “hacer ver” que uno se lleva bien con las personas del círculo próximo, protagonistas de los encuentros cotidianos. Ese es el gesto que priva en “el gran teatro del mundo”. Lo que importa es “quedar bien” ante los espectadores.
El interés dominante de un español, en sus encuentros con los próximos, es que se le reconozca. De, ahí, el interés por la manifestación de los dos apellidos y, no digamos, si alguno de ellos es compuesto o los dos. Es una seña de identificación que maravilla a los visitantes de la cultura anglicana, la que se expresa en inglés y que, en España, se ha importado como modelo.
Para un español corriente, el drama del estatuto de jubilado es percibir que los del círculo próximo más joven empiezan a no tomarlo en consideración. Se rebaja el “reconocimiento” por parte de los demás, que es como “perder los papeles”. No es tanto la lógica degradación laboral, como la pérdida de relevancia. Por ejemplo, si el jubilado inicia un tema de conversación, los interlocutores más jóvenes no le siguen o lo hacen de manera forzada. Se produce una especie de cambio de tercio en el coloquio, dicho sea, en la jerga de la tauromaquia; o también, un mutis, como se utiliza en el teatro. En verdad, se trata de una representación. Reconozcamos que es un modelo de vida muy entretenido.
Una de las manifestaciones de la mentalidad taumatúrgica de los españoles del común no es tanto la de interpretar ciertos papeles asignados como el de desmontar o superar los de los contrarios. Eso lleva, por ejemplo, a la resistencia a establecer comparaciones. La frase convenida de “eso no tiene nada que ver” (con lo anterior) se endilga, como réplica, ante cualquier intento de contrastar un hecho con otro. En el español coloquial, lo “incomparable”, “no se puede ni comparar” o “no tiene ni punto de comparación” forman parte de lo óptimo. Vienen a ser el equivalente del calificativo “increíble” (unbelievable), tan típico de la conversación en el inglés estadounidense. Puede que la resistencia a comparar, tan característica de los españoles, sea una manifestación del desprecio por la actitud científica. Esas son palabras mayores.
Amando de Miguel para Libertad Digital.