
«Los efectos de la frustración colectiva son varios y a cuál más indeseable. El clásico es la agresividad, ampliamente, estudiada por los psicólogos»
El mejor exponente del actual panorama internacional es el dominio de una especie de religión sustitutiva, con mando en casi todos los países, singularmente, los de la órbita de la cultura occidental. Su evangelio primordial es la llamada “agenda 20-30”, con la pretensión de superar los Estados nacionales por un indecente “globalismo”. Mantiene la pretensión de acabar con la pobreza en el mundo hacia el año 2030. Le acompañan dogmas difusos, como el desarrollo sostenible, el imperio del ecologismo, ciertas recomendaciones dietéticas, el “empoderamiento” de las mujeres y un vago progresismo. En algunos países, se viste de indigenismo un tanto prepóstero.
Por desgracia para ellos, a los profetas de la nueva religión sustitutiva les falta carisma. La última generación de líderes carismáticos coincidió con la II Guerra Mundial y la subsiguiente independencia de muchas colonias. Para compensar tal carencia, los que mandan en el mundo constituyen una especie de guilda, amiga de reunirse en “foros” de diversa especie, en bien dotadas estaciones de esquí o en lugares de parecido exotismo. Entrarían, aquí, los cónclaves cabalísticos del G-7, G-20 y otros. Realmente, tales oficiantes viven como sátrapas y contribuyen a hacer más visibles las desigualdades a escala planetaria.
Como es notorio las grandes religiones se fundamentan en el amor, entendido de diversas formas. Aunque pudiera parecer inverosímil, esta nueva religión invertida del progresismo se basa en el odio. Por ejemplo, el feminismo prevalente se resuelve en androfobia, esto es, resentimiento contra lo masculino. En el plano ético, la religión sustitutiva mira con muchas reservas la valoración del esfuerzo y el mérito. El globalismo imperante esconde el rechazo a las tradiciones nacionales. El canto a la eutanasia (“buena muerte”) equivale al desprecio por los viejos. Hasta las prescripciones dietéticas (que suelen ser típicas de las grandes religiones), en este caso, son, particularmente, caprichosas. En el fondo, lo que se mira con malevolencia es la actividad de las empresas ganaderas. Ya, en el plano de la política de nuestro país, sorprende que algunos dirigentes que odian a España son, sobremanera, influyentes en el Gobierno. Lo más chocante es que el pretendido amor por la naturaleza del progresismo establecido se traduce en su aborrecimiento. La obsesión de cuidar la naturaleza olvida que es ella la que cuida de nosotros. No deja de ser paradójico este cúmulo de actitudes “negacionistas”, para utilizar un dicterio favorito del progresismo, casi, tan automático como la etiqueta de “fascistas”, dirigida a sus adversarios.
Los dogmas prevalentes de la religión sustitutiva logran mantener amedrentada a la población mundial bajo la amenaza de la eventual consunción del planeta. Los terrores quiliásticos (recuperación forzada del mito del año mil) permiten controlar mejor a la población y sus eventuales resistencias. Es la disposición óptima para que el vecindario pueda ser manipulado por el extraordinario desarrollo de la propaganda. Por otro lado, la población se mantiene ensimismada por la utopía de una esperanza de bienestar, igualdad y solidaridad, como nunca se había visto.
Ahora bien, sabemos que, al cociente entre unas desmesuradas expectativas y la mediocre realidad es lo que denominamos “frustración”, tanto en el plano individual como en el colectivo. Es el contraste entre lo “sostenible” de las aspiraciones, la capacidad de “resiliencia” y la realidad de la escasez energética, el aumento imparable de los precios y la degradación ambiental. Los efectos de la frustración colectiva son varios y a cuál más indeseable. El clásico es la agresividad, ampliamente, estudiada por los psicólogos. Se podría añadir, en el plano colectivo, el aumento de un tipo de conciencia narcisista con muchas ramificaciones. Una de ellas es la eliminación del sentido de culpa, para arrojarla sobre los demás. Otra, más grave y extensa, es la despolitización de la gran masa de ciudadanos. Los cuales son susceptibles de ser manipulados a placer por los que mandan. Así, se convierten en serviles súbditos.
No paran, ahí, los contrastes y paradojas en este juego entre las aspiraciones y la realidad. Por ejemplo, sigue funcionando el viejo modelo de los países del norte de Europa (desde Islandia a Finlandia) como arquetipo deseable, pacífico y ecologista. Mas, resulta que son, también, sociedades muy violentas, lo mismo que los Estados Unidos de América, el país que, de momento, sustenta el templo de la nueva religión.
Uno de los atractivos de la nueva ortodoxia es un cierto vitalismo juvenil, más que nada por la centralidad del deporte. Empero, afecta a las sociedades occidentales, demográficamente envejecidas, hasta el punto de caminar hacia una situación de más óbitos que nacimientos, con un número de mascotas que supera al de niños.
La obsesión “globalista” se tiene que enfrentar a la realidad de que los asuntos del bienestar colectivo se tienen que seguir tratando a la escala de los Estados nacionales. En definitiva, son los que establecen los impuestos y entienden de las tradiciones.
Un contraste escandaloso es el que hace prevalentes las relaciones sexuales efímeras, a partir de una definición subjetiva y cambiante del sexo como clasificación, con la realidad de la familia. Se trata de una institución milenaria, que el progresismo imperante desea periclitada.
Aunque parece que hemos dado con el equivalente de una religión sustitutiva de carácter universal, en el fondo, lo que prevalece es un amasijo de sectas fanáticas y vengativas con actuaciones locales. Al final, las relaciones interpersonales se tornan muy dificultosas.
Frente a todo ese poderoso dispositivo de dominio “global”, se alza la pequeña respuesta o rebeldía de una serie de fuerzas políticas, todavía, sin etiqueta definida, que destacan en algunos países europeos. Por ejemplo, empiezan a emerger en Francia, Italia, España, Portugal y (aunque, parezca irónico) en Suecia, entre otros países. Desde la ortodoxia, tales movimientos son tachados de “fascistas”, aunque, la etiqueta no tenga mucho fundamento. Siguiendo con la moda de los acrónimos de tres palabras, podríamos decir que son partidos PIN, esto es, de identidad nacional. Naturalmente, la calificación de “fascistas”, como broma, puede pasar.
Amando de Miguel para la Gaceta de la Iberosfera.