
“La culpa es del viento, que nos arrastró“. (“Solo ha sido un sueño“. Enrique Urquijo).
Es curioso como la vida te va conduciendo por diferentes caminos. Es así, según mi criterio, la vida nos lleva por los caminos que se le antoja, lejos de lo que podría parecer lógico, que nosotros llevásemos la vida por los caminos elegidos. Es verdad que algo de libre albedrío nos queda, indudablemente, pero hay factores aleatorios, sucesos nimios en apariencia, que pueden cambiar todo el devenir de tu vida.
No me gusta, por tanto, tratar de forzar el destino, aunque en algunas ocasiones me haya dado un gran resultado, a todas luces. Por poner un ejemplo absurdo, yo nunca corro a coger el metro si veo que este ha llegado al andén. Continúo a mi ritmo, pues soy de la opinión de que si mi destino es subirme en ese tren, subiré de cualquier modo. Y algo tan banal como coger o no coger un tren, te puede cambiar la vida.
Yo tengo, desde luego, una de esas experiencias meridianamente claras.
Tengo que decir, para cimentar el relato, que nunca fui un gran estudiante. Siempre fui uno del montón, contra la opinión de mis profesores que veían en mí a alguien mucho más inteligente de lo que en realidad soy. Así pues, cuando me tocó pasar por el duro trance de la selectividad aprobé, si, pero con una nota bastante justa. Esto impidió que entrase en veterinaria, que era por entonces mi verdadera ambición, así que me quedé un poco descolocado durante unos días. Qué coño, con 18 años estaba descolocado por defecto, pero esos días, más aun.
Fue entonces cuando mi amigo Paco Peña, uno de esos amigos a los que a lo largo de la vida puedes llamar familia, me llamó para hablarme de una facultad privada que impartía la titulación de ingeniería informática. Tal centro universitario resultó ser la Universidad Pontificia de Salamanca en Madrid.
Aún no entiendo como esto pudo despertar mi interés. Para ser honesto, yo siempre me he considerado un humanista, más atraído por la literatura y las artes que por los ordenadores, a los cuales odio profundamente, desde el cariño, eso sí. El caso es que acabé matriculado en tal universidad, en la cual, para mayor asombro personal, logré completar mis estudios, no sin añadir un par de añitos al asunto.
De cualquier modo no son mis logros académicos los que motivan este relato. En el segundo año de mi devenir en «la Ponti», que así la llamábamos, se matriculó en el centro una chica morena, delgadita y preciosa, llamada Maricarmen, por la que me sentí atraído desde el primer día que la vi.
Tengo que decir que, aunque antes he dicho que no soy partidario de hacer trampas al destino, aquí rompí por completo esta norma básica y desde el primer momento utilicé todo tipo de artimañas para acercarme a ella. Me cambié de clase, en una de las asignaturas que me habían quedado colgando de primer curso para estar con ella, le pedía los apuntes para copiarlos, con cualquier excusa falsa y, poco a poco, fuimos forjando una relación. No diría que de amistad, pero sí de cercanía.
Llegados a este punto, tengo que decir que nunca he sido un ligón de discoteca, pero la seducción lenta era mi terreno.
Por no extenderme, en un par de meses éramos pareja. Dado que esto que relato ocurría allá por 1991, este año culminamos treinta años de relación y 25 de matrimonio que hemos celebrado hace unos días.
Sin la llamada de mi amigo, sin su oportuna intervención, nimia y banal en apariencia, nunca hubiese conocido a mi mujer y mi vida, sin lugar a dudas, hubiese sido distinta, probablemente mucho peor, dado que mi destino era obviamente conocerla.
De esta relación han nacido mis tres hijos, que son las raíces en las que se apoya este viejo árbol. Y quien sabe si ellos, de algún modo, están destinados a hacer grandes cosas, por lo que una simple llamada telefónica puede cambiar el destino no ya de una persona, sino de muchas otras.
«No dejen de subirse a ningún tren que se les pare delante. Quién sabe si ese tren, entiéndase metafóricamente, les cambiará la vida»
Así pues, mi consejo, si es posible aconsejar en este tipo de cosas, es que no dejen de subirse a ningún tren que se les pare delante. Quién sabe si ese tren, entiéndase metafóricamente, les cambiará la vida y le mostrará su destino como me ocurrió a mí.
Así que no piensen que todo está en su mano, dejen que la vida les desafíe a vivirla cada día, disfruten de esta aventura maravillosa. Déjense llevar.
“Porque una casa sin ti es una oficina, un teléfono ardiendo en la cabina. Una palmera en el museo de cera. Un éxodo de oscuras golondrinas“. (“Y sin embargo“. Joaquín Sabina).