
«Lo típico es que la ideología propia de un adulto se mantenga y, aun, se reafirme. Nada convence tanto como estar convencido»
Lejos queda el viejo sueño del “fin de las ideologías”, aunque, a veces, se aproximen tanto las que se sienten conservadoras y las que presumen de progresismo. Las ideologías continúan siendo el sistema nervioso del organismo social. Consisten en firmes creencias sobre lo que resulta beneficioso para el común, según la visión de cada cual. El sujeto no las mantiene, tanto, para compartirlas con otros, como para diferenciarse de los que se sitúan en el polo opuesto. El hecho de mantener y defender unas u otras ideologías proporciona seguridad al sujeto. Funcionan como axiomas indiscutibles. Nada más consolador que el oculto sentimiento de tener razón en asuntos fundamentales. Naturalmente, uno puede cambiar de ideología de acuerdo con ciertos “ritos de paso” (matrimonio, ascenso social, exposición a uno u otro ambiente, etc.). Sin embargo, lo típico es que las ideologías propias de un adulto se mantengan y, aun, se reafirmen. Nada convence tanto como estar convencido.
Las ideologías suelen ser creencias difusas, pero, se traducen en ideas concretas respecto a puntos discutibles: son los prejuicios. Por ejemplo, una persona de izquierdas (y, por ende, feminista) puede sostener que “todos los jueces son machistas” o que “todos los empresarios explotan a los trabajadores”. Son dos generalizaciones que no admiten, fácilmente, una demostración en contrario. La función primordial de los prejuicios es que se corresponden con una ideología previa, con la que el sujeto se siente cómodo.
Ahora, se comprenderá porqué se acepta la lógica de la propaganda política. Es un proceso de conservación de ciertos prejuicios, con la autoridad que les confiere su difusión desde el poder. Cuando se aceptan, sin rechistar, los argumentos simplistas de la propaganda, se evita tener que pensar mucho, lo que facilita la vida.
Los prejuicios no son, solo, los consabidos del racismo; por otra parte, más extendidos de lo que parece. Circulan ideas más consoladoras. Por ejemplo, la de “creer que lo que es bueno para mí, lo es, también, para el conjunto de la sociedad”. Otro más concreto y práctico es estar seguro de que “los servicios públicos funcionan mejor que las empresas privadas, sobre todo en materia de sanidad o educación”. Se trata de un prejuicio porque, para sus defensores, no admite discusión. Como la rechazan quienes entienden que el cine realizado en España es de una excelente calidad porque recibe continuas ayudas por parte del Gobierno.
¿Cómo se vencen los prejuicios, especialmente, los más irracionales? Simplemente, leyendo. Otra cosa es que uno acabe encariñado con los prejuicios propios, hasta el punto de no desear someterlos a ningún escrutinio. Siempre, resulta simpático y tranquilizador el hecho de compartir prejuicios con otras personas.
Un prejuicio difícil de superar con razonamientos es el que se manifiesta en el fondo visceral de una persona con cierto ascendiente social. En ese caso, la persona observada “le cae bien” o “le cae mal” al sujeto, por razones de difícil comprensión. Puede que funcione, aquí, el mecanismo de la envidia, más común de lo que parece, que se puede traducir en admiración o en resentimiento. Lo que parece más claro es que el sujeto detecta mejor los prejuicios que mantienen otras personas, mientras que los propios los considera justificados e, incluso, conclusiones científicas.
Amando de Miguel para Libertad Digital.