
«Sus labios sujetaban un cigarrillo a medio consumir. Me apenó verle. Aunque a nadie le importe, cuento la historia de Carlos»
Ayer, mientras circulaba por una de las avenidas de mi ciudad, desviado de mi ruta habitual por una de esas típicas obras de renovación de servicios y asfaltado, típicas del verano, vi esperando junto a un semáforo el cambio de color que le permitiera cruzar la calle, a alguien a quien conocí cuando yo no era más que un crío y que siempre me produjo gran respeto.
Estaba mayor, mucho. El cabello antaño negro y frondoso ahora lucía blanco y muy ralo. De su acostumbrada apostura de antaño no quedaba ni una sombra. Sus labios sujetaban un cigarrillo a medio consumir. Me apenó verle. Aunque a nadie le importe, cuento su historia.
Carlos empezó en el banco con dieciséis años, desde abajo, sin más conocimientos de las cuestiones relativas al dinero que los pocos billetes y monedas que alguna vez habían pasado por sus bolsillos.Trabajó mucho y aprendió más, era eso o volverse a casa con la cabeza gacha.
Puede decirse que triunfó, pues llegó a ser nombrado interventor en una sucursal de la que formó parte indispensable y unitaria. Eran otros tiempos.
Eran tiempos en los que muchos habían emigrado al extranjero o a otras regiones para buscarse la vida y procurarse un futuro para ellos y sus hijos. La mayoría esperaban volver tras haber hecho fortuna en Los Dorados europeos y sudamericanos, y hubo quien lo logró y regresó millonario. Otros lo hicieron, volvieron, tras haber ahorrado unos duros que les permitirían comprar uno o varios pisos, unas tierras, la viña que lindaba a la de su padre, el huerto de un primo, un local para abrir un pequeño negocio…También hubo quien optó por quedarse y también quien regresó igual de pobre que cuando se subió al autocar.
La mayoría de quienes se fueron pensando en regresar, abrió una cuenta de ahorro, si no la tenía de antes, para ir guardando los dineros para su futuro.
Carlos era un tipo serio y formal. Siempre de traje y corbata, con gafas de montura ancha, de pasta oscura.
Fumaba muchísimo. El cenicero de cerámica que había sobre su mesa siempre estaba lleno de colillas apuradas.
Daba confianza. Era el hombre de confianza de muchos de aquellos clientes emigrados.Se encargaba tanto de las cuestiones directamente relacionadas con la gestión de las cuentas como de asuntos privados. Impuestos, inversiones, contactos, reparaciones, pagos y cobros…
Confiaban en él. Le recompensaban, pero poco, era más que nada un servicio que otorgaba gratamente en nombre de la entidad.
Carlos tenía una familia. Formaban una familia media. Tenían un piso, un automóvil, unos ahorros, varios amigos. Lo normal.Los amigos prosperaban, siempre prosperan. Un coche, un piso, un chalet, vacaciones en el extranjero, fines de semana en la costa, colegios privados, abrigos de pieles, joyas…
Y el tiempo pasaba y Carlos no lograba ascender y su sueldo no daba para conseguir lo mismo que conseguían sus amigos. Su esposa le recriminaba su falta de audacia, su incapacidad para darle lo que ella y los niños merecían y necesitaban.
Carlos le regaló a su esposa, por un aniversario de bodas, un viaje único e irrepetible. Iba a ser una sola vez, un préstamo, algo sin importancia.
Pero tras esa primera vez hubo una más, y después una tercera, una sexta, un sinfín.
Y aquello se convirtió en una pelota que giraba sin parar y se iba haciendo más y más grande por momentos. Caprichos, lujos, oropeles.
Las anotaciones con la máquina de escribir no dejaban de sucederse.
Y llegó el día.
Una mañana recibió la llamada de un cliente. Su hija debía casarse con cierta urgencia y había decidido, el cliente y padre, regalarle un piso.Carlos recibió la orden de transferir cierta cantidad de dinero a un número de cuenta y de entregar otra cantidad en mano a un caballero que le esperaba en unos días en cierta dirección de la ciudad. Por la tarde, evidentemente, para no perjudicarle, a Carlos, en su horario laboral.
El caballero le firmaría un recibí – había quien firmaba recibís en aquellos tiempos – y le haría entrega de dos juegos de llaves, de los cuales uno debería dárselo a la novia y el otro a un albañil de confianza de la familia, junto a otra suma señalada, para que comenzase las obras.
De la notaría se encargaría el vendedor, no debía preocuparse él.
La urgencia del asunto y el montante de las entregas descabalaron la trama que había ido urdiendo durante años.
Unos venían, otros iban, otros telefoneaban, y cometió varios fallos. Nada casaba.La pelota se convirtió en bola de nieve.
Un par de clientes acabaron contactando con el director para manifestar su enfado por ciertos desajustes.
Fue cuestión de dos o tres días. No hizo falta mucho más.
Creo recordar que fueron diecisiete millones de pesetas. De aquellas pesetas «rubias» de antes. Diecisiete kilos, vamos.
Un dineral.
El banco se hizo cargo de las cantidades sustraídas y llegó a un acuerdo con él.
Carlos fue condenado a pena de prisión y tuvo que entregar al banco todo cuanto poseía para cubrir la suma.
Después, estando ya en la cárcel, se conocieron más detalles del asunto.Un verdadero drama para aquella esposa y aquellos hijos merecedores de tanto. Que no es que no lo fueran, merecedores, es que su abnegado padre y esposo no podía darles lo merecido.