
«Lo más cómodo y expeditivo, en el mundo de las ideas, es compartir las opiniones que difunde el Gobierno y sus satélites»
El continuo enigma de nuestra vida de relación se reduce a este planteamiento: cómo es que otras personas cercanas piensen de forma distinta a nuestros puntos de vista. Un corolario de tal constancia: los otros a nuestro lado toleran mal que uno cambie de forma de ver las cosas; por ejemplo, su comportamiento ante unas elecciones políticas. Quienes hacen ese juicio negativo son individuos que se mantienen fieles a una ideología, por ejemplo, ante las simpatías por un partido político o un club de fútbol. La fidelidad se aprecia mucho en estos asuntos gregarios.
Las ideologías a las que se adhieren distintas personas marcan su influencia un poco al azar. Al menos, es lo que se dice cuando no sabe a qué se debe tal afectación. Un posible razonamiento explicativo es que la gente necesita identificarse con determinadas formas de ver el mundo. De esta forma puede justificar muy variadas conductas. Esa coherencia con la vida personal contribuye a una de las sensaciones más placenteras: tener razón. Aunque, bien mirado, lo que, realmente, interesa es quitar la razón al prójimo, sobre todo, si uno lo ve como adversario o contrincante. Es lo que ocurre en esa parte de la vida civilizada en la que se trata de una competición de ideas.
La imagen primera que viene a la mente en el comportamiento humano es la de sentir envidia. La cual consiste en el impulso de ser como el otro cercano, mejor, el que se sitúa sobre un escalón un poco más elevado que el propio. El envidioso despliega una actitud de latente resentimiento hacia el envidiado. No siempre el esquema es tan dramático. Hay también una especie de solipsismo táctico, esto es, despreciar las conductas ajenas para resaltar las propias. Ello conduce a una estudiada indiferencia hacia la persona que va delante de nosotros en una hipotética trayectoria. A veces, esa reacción negativa esconde una admiración oculta y como vergonzante. La relación más sencilla es la de establecer amistad con las personas que piensan como nosotros. No es fácil encontrar tal equivalencia. Hay conocidos que nos caen simpáticos o antipáticos desde el primer momento, y nada se puede hacer para torcer tal prejuicio.
Observemos el suceso de que dos personas cercanas discutan sobre sus opiniones. No hay que llegar a la interpretación castiza de una suerte de enfado o conflicto. Bastará, solo, la simple confrontación de las respectivas ideas o sentimientos. Cada uno de los dos contendientes se propone demostrar que el otro anda equivocado. La verdad es que, de la discusión, suele emerger poca luz. Más bien, su fundamento está en asegurar las posiciones de cada uno en liza. No se descarta la finalidad latente de que el intercambio de opiniones es, ya, algo plausible. Más que nada, porque cada uno refuerza la suya, lo que produce una agradable sensación.
Parece bastante estúpida la pretensión de que los otros cercanos se avengan a compartir nuestra forma de ver el mundo, cuando, en principio, pueden diferir en grado notable. Nuestra manera de pensar ha ido cristalizando conforme avanzaban los sucesos de nuestra biografía, asaz irrepetibles. No hay dos individuos iguales (ni siquiera los hermanos gemelos univitelinos); se alejan, todavía más, en sus respectivas hechuras del pensamiento. Por tanto, habrá que olvidarse de la operación de convencer a nadie. Lo que se puede conseguir es la conjunta adhesión a una ideología cristalizada, por ejemplo, la que revela un partido político. Tampoco hay que obsesionarse con comulgar con uno u otro credo, pues cada cual lo interpreta a su modo. Importa más la conducta, que, a veces, se orienta por razones incontrolables. Véase el caso reciente del dramático descenso en el número de bodas en España. Ha sido un efecto imprevisto de la pandemia del virus chino. Pasada la cual, se asegura la inercia de las parejas de hecho, ajenas al trámite nupcial.
En la competición de unas elecciones políticas, hay algunos partidos que no aspiran a gobernar; les basta con acercarse al Gobierno resultante e influir en él. En esos casos, con independencia de sus etiquetas, tales partidos son, más bien, grupos de presión o de interés. Parece una engañifa, pero, funciona. Es triste decirlo: la realidad nos enseña que las personas se acercan más unas a otras por intereses que por ideas.
Se considera que una labor genérica de adoctrinamiento (convencer a los otros) se realiza por medio de la propaganda. No es un instrumento al alcance de todo el mundo. En realidad, requiere el uso de los medios de comunicación y de la capacidad de controlarlos; es lo que distingue, de forma superior, al poder político. Es decir, la propaganda la ejerce, fundamentalmente, el Gobierno y los que con él se asocian. Como tal, tiende a ser una manifestación del abuso de poder. Se entenderá, ahora, por qué lo más cómodo y expeditivo, en el mundo de las ideas, es compartir las que difunde el Gobierno y sus satélites. Es algo así como las modas en el atuendo: lo más práctico es vestir lo que se lleva en cada circunstancia. El reflexivo es el modo verbal que suaviza la responsabilidad.
© Amando de Miguel para Libertad Digital.