
«Lo normal es que cada uno de nosotros compongamos un estereotipo de nosotros mismos. Se basa, precisamente, en los recuerdos bien seleccionados»
La frase corresponde a Max Aub, figura cosmopolita donde las haya. Nació en París, de una familia judía francoalemana. Pero, por diversos azares, sus padres se trasladaron a Valencia y allí hizo el bachillerato nuestro hombre. Siempre, se consideró español, especialmente, durante el exilio en México junto a la camada de los intelectuales republicanos. Sus recuerdos y vivencias finales, en La gallina ciega, constituyen su obra más amarga y sincera.
El género memorialístico me fascina. Mi amigo, el historiador canario Agustín Guimerá me envía su último opúsculo, Memorias del búnker. Son sus recuerdos de la época del bachillerato en el colegio de los maristas de Santa Cruz de Tenerife, en especial la experiencia de los scouts. La lectura de ese estímulo me despierta la definitiva impronta de mi bachillerato en los marianistas de San Sebastián. En el mismo colegio estudiaron, en distintas promociones, Fernando Savater o Enrique Múgica Herzog. Este último fue un modelo al que yo admiré, siempre. En el colegio, fue el fundador de una revista estudiantil, Reflejos, a la que yo aporté, unos pocos años más tarde, mis artículos y dibujos. Era una doble actividad que yo practicaba en el Frente de Juventudes. Al cumplir los 14 años, mis padres tuvieron la ocurrencia de regalarme una hispano-olivetti portátil. Con ella escribí un artículo sobre don Quijote, que ganó el premio de los Juegos Florales del Instituto Peñaflorida de San Sebastián. Me dio más moral que todo el rimero de sobresalientes de mis estudios. Se comprenderá que lo de componer artículos haya sido para mí una expresión de mi natural escribidor. No tiene mayor mérito. Debo añadir que, en el colegio, siempre, fui becario. Llegué a secretario de la Congregación y al título más preciado: el de campanero. Era el alumno de los últimos cursos con el privilegio de salir un poco antes de las clases para tocar la campana, que aseguraba el estricto horario para alumnos y profesores. La vocación literaria se desarrolló en el colegio porque realizábamos “redacciones” casi todos los días, acompañadas de dibujos. Hace bastantes años, mi antiguo profesor de Literatura, don Abilio, me regaló algunos cuadernos con las “redacciones” que yo había compuesto bajo su dirección. El hombre los había guardado, amorosamente.
Desde luego, el estímulo de la formación literaria de los marianistas de Aldapeta la entreveo subyacente en la profusa obra de Fernando Savater. Casi toda ella se vuelca en forma de artículos o de ensayos cortos. Es una personalidad verbomotora, en el sentido de que, en el grupo que sea, él lleva la iniciativa de la conversación. No tiene más remedio que imponer sus gustos, aficiones, autores favoritos, con una seguridad pasmosa. El contenido de toda su obra es un prodigioso mosaico de sus recuerdos y vivencias. Su cultura es vastísima; lástima que el más alegre de nuestros filósofos desprecie la antropología.
Vuelvo al estímulo de los recuerdos, inseparables de muchas obras literarias. Por muy sinceros y completos que aspiren a ser, el mecanismo de la autocensura resulta implacable. Es una forma de defensa. Aun el autor más completo, tiende a eliminar los sucesos de su biografía que le resultan más dolientes. Reconozcamos que, en todas las familias, hay dramas e, incluso, verdaderas tragedias. Pero, el escritor las oculta o las disfraza al relatar sus memorias.
Otro producto literario del bachillerato de los marianistas es Fernando Sánchez Dragó; en este caso del colegio de El Pilar, de Madrid. La obra entera de este madrileño, nacionalizado en Soria, se halla penetrada de sus recuerdos y querencias. Dueño de un ego como una catedral, imprime un carácter personalísimo a toda su obra. Es una de las personas más auténticas que conozco y, al tiempo, más desaforadas. Debo reconocer que se trata de un escritor al que muchas veces he mirado con envidia. Solo, que, como se trata de un ejemplar único, la base de mi actitud hacia él no es de resentimiento, sino de admiración. Quede para las antologías su estilo desgarrado, exhibicionista. Se complace en enhebrar ristras de sinónimos, cadenas de paradojas. Queda clara su obsesión de llevar la contraria a todo bicho viviente del reino literario o del político.
En la vida corriente, lo normal es que cada uno de nosotros compongamos un estereotipo de nosotros mismos. Se basa, precisamente, en los recuerdos bien seleccionados. Es una operación que bordan, precisamente, tanto Savater como Dragó; pero, quien más quien menos, la practica como una rutina. La consecuencia de ese juego es que, en adelante, nos sentimos obligados a seguir viviendo con tal imagen. En el caso de la pareja citada, todo es extremo; de, ahí, su encanto para los lectores. A los míos de cierta edad, los animo a que escriban sus recuerdos.
Amando de Miguel para Libertad Digital.